viernes, 27 de agosto de 2010

Todo eso que no fue



Nunca te miré los pies.
Y habíamos hablado tanto sobre la importancia de las cosas importantes, pero si me preguntaran cómo son tus pies, tendría que admitir que no lo sé.
Nunca te miré los pies. Los tenías ahí, pegados al resto del cuerpo, pero no creí urgente detenerme en uno, dos, cinco, diez dedos, arco y talón. Tus pies estarían siempre pegados a tu cuerpo, pegados a mí. Y entonces no tendría sentido mirarlos todavía. ¿Para qué detenerme en tus pies? Ese par de detalles regordetes que adornan el extremo sur de tu esencia. Toda vos eras apremio de cintura, perfume, ojos, manos, voz. Ya habría tiempo para los pies. Qué pequeñez tan diminuta. Un sinsentido. El más enano de los pormenores.
Y ahora que se han ido, pegados al resto de tu cuerpo, si alguien me preguntara cómo son tus pies, tendría que admitir que no lo sé.

Ya habría tiempo para los pies.

sábado, 21 de agosto de 2010

Cómo mover un elefante dormido



En Africa, me enamoré de un elefante.
No era raro en esos días que una mujer se enamorara de un elefante. Sin embargo, yo había vivido meses en Africa y no había conocido ningún bicho particularmente intrigante.

Ocurrió que en un safari de esos con jeeps y fotógrafos de la National Geographic, me separé de mi grupo persiguiendo una hiena que me había robado un paquete de papas fritas que yo guardaba para la picada. La muy burlona, se había ido matándose de la risa de mi gesto desconcertado. La corrí durante varios minutos hasta que me di cuenta que era imposible alcanzarla. De pronto, noté que mi grupo había desaparecido. Estaba perdida y, para tratar de reencontrar a mis compañeros, caminé unas horas casi llorando, pero con cuidado de no deshidratarme.

Debajo de un árbol lo vi tirado, haciendo la siesta. Era el elefante más hermoso que había visto en mi vida. Fui conciente que no podría jamás explicar ese amor inmediato a cualquiera que no hubiera visto de cerca a ese maravilloso conjunto de toneladas grises. La luz violácea del sol retirándose del cielo le pegaba en la piel transformándolo en un ser casi mitológico.
Cuando sintió mi presencia observante, entreabrió los ojos.

- Hey, ¿quién es usted? ¿qué quiere que me mira así? - me dijo.

No supe qué contestar. Me quedé muda de amor. Permanecimos mirándonos por varios minutos sin pronunciar sonido alguno.
Pronto su mirada cambió. En ese cruce de intenciones, él también se había enamorado de mí.

Cuando oscureció me abracé a él y con su trompa abrigó todo mi cuerpo. Dormimos olvidados del mundo. No había tiempo ni espacio. Habíamos quebrado las leyes de la física y la naturaleza. Eramos hermosos y las estrellas nos miraban envidiosas.

A la mañana nos despertamos sonriendo. Nos contamos nuestras vidas mientras tomábamos el café con leche que yo había guardado en mi termo. Pero cuando se hizo hora de emprender mi retorno a la ciudad, él no comprendió. Le expliqué que yo estaba viviendo en Ciudad del Cabo y que la única forma de llevar adelante nuestro romance, era emprender el camino hacia allá juntos. No estaba seguro. Amaba la selva y sus tardes de siesta. Yo me ofrecí a empujarlo, si prometía dar algunos pasos por su cuenta. Por suerte accedió y comenzamos a caminar hacia la ciudad. Nos tomó semanas. Daba uno o dos pasos por día. A veces daba diez, pero se arrepentía y regresaba siete. Lo que sucedía en general era que yo debía empujarlo mientras él dormía la siesta. Nadie puede figurarse lo duro que es empujar un elefante dormido. A veces lo hacía como cuando uno mueve un auto que no arranca. Otras veces lo cargaba en mi espalda. Algunas mañanas teníamos buenas conversaciones y él decidía caminar un poquito más de la cuenta. Yo sentía que si podía continuar empujándolo y manteniendo las charlas persuasivas, eventualmente llegaríamos a la ciudad y todo sería diferente.
Pasó un mes. Bajé excesivamente de peso. Me dolían los músculos y las articulaciones. Tenía callos en las manos y ojeras oscuras (para apurar las cosas había empezado a empujarlo también durante la noche). Tenía la espalda a la miseria de sostener su peso. A veces, después de alguna pelea, se regresaba ofendido muchos pasos hacia atrás (o por lo menos hacia lo que para mí era ir para atrás). Yo quería tanto, tanto a ese elefante. No había visto en toda mi vida un ser tan hermoso. Y cuando lo miraba parecía que todos los callos del mundo valían la pena.

Una tarde tuvimos una discusión acerca de su siesta. Yo quería aprovechar para andar algunos pasos antes del anochecer. Él quería dormir. Yo argumentaba que faltaba tan poco para llegar a la ciudad (mentira, faltaba al menos uno o dos meses más de caminata al ritmo que llevábamos). El quería dormir tan encarecidamente y estaba tan aburrido de ser empujado que llegó a decir que ya no estaba seguro de querer venir conmigo. Yo había estado empujándolo durante mes y medio, pero lo valía, me repetía que lo valía. Nunca había conocido un animal así. Por las noches solíamos hacer una fogata. Yo le contaba chistes verdes y él me relataba historias de animales que conocía. Nos mirábamos con el amor más inmenso que hubiera presenciado esa selva jamás. Pero todo era empujarlo. Todo se había convertido en rogar que él hiciera uno o dos pasos más esta vez, para ahorrarme un poco los dolores de espalda.

Él siguió con el mismo ritmo unos días más. La última vez que lo vi, los dos lloramos tanto que hicimos un lago nuevo. Los de la National Geographic vinieron a sacarle fotos, maravillados.

Me había enamorado de ese ser hermoso.
Pero no hay nada más desgarrador que tratar de mover un elefante dormido.

miércoles, 18 de agosto de 2010

El misterioso caso de la Dra. Jeckyllstein, la Sra. Hyde y el Síndrome Premenstrual



Año 1972.
El presidente Juan Domingo Perón financió la primer investigación con células madre de la historia del planeta of the Earth and yes. Fue contratada para dicha tarea la nóbel Dra. en Bioquímica Ruth Jeckyllstein.
La doctora, que repartía el tiempo con su militancia en la Juventud Peronista rama feminista, se había graduado recientemente con honores de la Universidad de Buenos Aires. Era bella, respetuosa, atenta y generosa. Ruth Jeckyllstein fue alguna vez la soltera más codiciada del clan de las tortitas intelectuales.

Pero un desafortunado accidente en el laboratorio afectó su vida para siempre. Una extraña mezcla de células fermentadas, ácido sulfúrico, sémen de mono flaco, ojos de rana y otras etcéteras provocaron una explosión mientras la Dra. Ruth intentaba experimentar con todas esas cosas que tienen los científicos en los tubitos de ensayo.
A partir de ese momento, su vida dio un vuelco irremediable. La compleja mezcla de elementos químicos confirieron a la Dra. Jeckyllstein de un muy fulero síndrome premenstrual (que se prolongaba durante los siguientes días), sin precedentes en la historia de la humanidad. Cada 28 días la Dra. Jeckyllstein se conviertía en el monstruo más temido de Nueva Inglaterra y Buenos Aires (ah, porque a veces viajaba, eh).

A partir de aquel horrible incidente, una serie de eventos vandálicos comenzaron a apabullar una vez por mes y durante unos 5 días, las tranquilas calles de los barrios porteños. Los vecinos asustados (que siempre han necesitado ponerle un nombre pelotudo a sus miedos), afirmaban que había "mucha inseguridad" y cuando se les preguntaba porqué, la nombraban a ella: la Sra. Elsa Hyde.
"¡Es una rayada esa Elsa! Vistes cómo son las minas, bueno: ésta es peor", relataba Luis Efecién, el fletero del barrio.
Todo colapsaba en esos terroríficos días del mes: los hombres corrían despavoridos, los niños lloraban, los pajaritos cantaban, las mujeres un poco se calentaban pero de puro jodidas nomás.
Pocos presenciaron a la Sra. Hyde en acción, pero los que dieron con su paradero y vivieron para contarlo, la describieron como un ser irracional, terco, temperamental, con impredecibles raptos de violencia y griterío incoherente.

Por supuesto, nadie sospechó en aquel entonces que la Sra. Hyde era el alterego conchudo de la amable Dra. Ruth Jeckyllstein.

No había mina que le dure a la "torda" Ruth (como le decían sus amigas de la CTA). Con todos sus diplomas, ni bien llegaba el día de su transformación, levantaba el teléfono y llamaba a su señora de ocasión, la puteaba, le lloraba, le contaba sus traumas de la infancia y concluía diciéndole que no la quería ver más. Esa metamorfosis era la que finalmente la llevaba a convertirse en Elsa Hyde y con toda esa bronca confinada en el útero, salía como loca a destrozar la ciudad.

Un caluroso día de febrero, Ruth les dijo a sus amigos que se iba al carnaval de Gualeguaychú (que por esos días empezaba a ponerle las primeras pelucas a las drags provincianas) y desapareció para no volver. Incidentalmente tampoco se volvió a saber nada sobre la Sra. Elsa Hyde. Los arranques ciclotímicos de gran magnitud simplemente cesaron de un día para otro.
Con el tiempo y las investigaciones más modernas algunos criminalistas cancheros lograron develar el misterio de la doble identidad de la Dra. Ruth, pero jamás pudieron dar con su paradero. Algunos dicen que dejó la ciencia, aprendió a hacer macramé y se fue a vivir a El Bolsón. No se sabe si por la vida jipi o por la aparición del Ibupirac de 600 mg, no hubieron casos de locura y violencia esporádica que pudieran atribuirse a la Sra. Hyde.
Sin embargo, las madres aún cuentan su historia a las hijitas prepúberes, para que sepan bien lo que les espera el día tan hermosamente ansiado en que se conviertan en señoritas.

viernes, 13 de agosto de 2010

El equipo de Boca



Malena había pedido para Reyes el equipito completo de Boca.
- ¿Botines incluidos?- bromeó alguien.
Pero mamá no se acordaba.
El caso fue que el año anterior Male había pedido una pelota. Vaya y pase; los varones también suelen jugar con muñecas o con la ropa de las madres.
El equipito de Boca, sin embargo, había sido demasiado.
“¿Demasiado?”, se preguntaba Malena cada vez que mamá repetía esa historia. Nunca supo lo que significaba que un conjunto de ropa fuera “demasiado”. Male sólo quería jugar a la pelota con sus compañeros, haciendo alarde de su nueva remera azul y oro, con la publicidad de Fate en la pechera. Quizás, con el número diez estampado en la espalda, para que todos supieran que ella era delantera. Nada de negociar un mediocampo y menos el arco. Male tendría el diez y, si la remera lo decía, no podría ocupar otra posición que no fuera la de goleadora oficial del plantel.
Pero el 6 de enero no la esperaba sobre las zapatillas, a un costado del pastito, el regalo ansiado. No había nada que ella hubiera recordado con el cariño que hubiera sentido por el conjuntito xeneize. Seguramente un carísimo juego de mesa, algunas golosinas y varios regalitos perfectos, suficiente para apalear lo que mamá no quería regalar. No. Para mamá era “demasiado”. Y eso, incluso en la época en que Malena todavía no había dicho nada.

Papá quería una nena. Una nena dulce, que le hiciera mimos y se pareciera todas sus ideologías. Cuando cumplió 10 años, papá le compró una pollerita de jean para que usara en su fiesta. Malena, apenas convencida por las insistencias de papá, se calzó la pollera dejando al descubierto sus rodillas lastimadas de tanto centro al arco. Pollera de jean, rodillas raspadas. Esa era Malena, antes siquiera de cualquier revelación.

La maestra no se resignaba. Le había pedido una decena de reuniones a mamá y papá. Malena no se comportaba, no hacía silencio y tenía el guardapolvo sucio. Se quejaba siempre, no se estaba quieta. No era amiga de las demás nenas, no jugaba con ellas en los recreos. No se llevaba bien con los nenes de otros grados. Con una alumna así, no se podía. Simplemente no se podía.
A Malena ya habían empezado a gritarle “marimacho” en los recreos y durante la formación del izado de la bandera. Nunca se lo contó a la maestra. No podía decir tanta vergüenza. Todo lo había guardado en el secreto de las cosas terribles, muchos años antes de poder pronunciarse.

Mamá decidió insistir un tiempo más. Hebillitas, bicicleta rosa, maquillajes para jugar.
Pero Malena quería jugar a la pelota. Nada más. Y que alguien le regalara el equipito de Boca. Pero eso, para todos, era demasiado.

miércoles, 11 de agosto de 2010

En el aire

Este viernes de 21 a 23 hs. voy a estar en el programa de radio "Temporada de Chongos" de la Asociación Argentina de Chongos. Pueden escuchar el programa por internet haciendo click acá:
La Radio Rebelde

Un abrazo!

sábado, 7 de agosto de 2010

Olfativa



El olor de Mercedes era una mezcla de cigarrillos, mate amargo y una fragancia de flores amarillas. Y cuando se fue, se llevó el mundo y los perfumes.
Laura dedicó el resto de sus restos a escudriñar aquel olor en las telas de la casa: cortinas, toallones, sábanas, ropas. Hundía la nariz y aspiraba cada hilo de anhelo. Y pronto, el desteñido cotidiano recuperaba aquel granulado amarillo, el corazón soleado de las margaritas. Y Laura sonreía durante unas partículas de tiempo que eran suficientes para seguir respirando lo que quedaba del día.
Pero en cada inspiración de perfume, Mercedes se disipaba.
Era inútil intentar preservarla en los tejidos. Esa penosa manía de entrar en una perfumería buscando la esencia que se lavaba, que se marchaba irremediablemente. La triste desesperación de sentirse extrañamente agitada en cada mate amargo y en los abrigos empapados de tabaco.

El aroma de Mercedes se fue un jueves a la tarde, de la funda del último almohadón del living.

No quedó nada para encarcelar en la memoria.

domingo, 1 de agosto de 2010

Tortas en el espacio



Para detectar dos tortas desde la estratósfera, los astronautas de la N.A.S.A. deben seguir esta secuencia de puntos, que no son más que personas vistas desde las remotas alturas del espacio exterior:
Un punto vislumbra otro punto. Giran sobre su eje y/o se mueven oscilantes hasta que comienzan la carrera que los une en un solo punto; un único y gordo punto que las nuclea para siempre, o al menos mientras el amor las involucre. A veces un punto se pone a caballito del otro o se fagocitan. Sea como sea, esos que solían ser dos puntos, quedan fusionados pegajosamente, indetectables de allí en más como puntos independientes. Por eso, para reconocer que se trata de dos concholovers, es preciso que los astronautas hayan presenciado que, en un momento iniciático, los dos puntos se movían separadamente.
Esa es la única forma de detectar tortas desde el espacio, antes de que se conviertan en un organismo indivisible.

La torta no conoce el espacio. Nunca ha sido cortesmente catapultada hacia los confines de las estrellas. No le tiró de las orejas a Spock ni le tocó el culo a la princesa Lea. El espacio y la torta son dos cuestiones dicotómicas. Casi podría decir antitéticas (pero ¿quién quiere escribir sobre antitetas?).
Es así como la torta se lanza sobre la otra como mickimoco, ansiosas por engomarse entre sí. No es culpa de la torta: lo que pasa es que nunca ha sido introducida en el concepto "espacio". Y es así que ambas participantes se transforman en un engrudo amorfo en el que, al tiempo, nadie recuerda qué parte del cuerpo le pertenecía a quién. Todo se convierte en un gigantesco "nos", un anillo, una mudanza demasiado pronta, los amigos compartidos, propiedades expropiadas y conjuntamente apropiadas y un estofado de promesas, remeras prestadas, fotos en feisbuc, echadas en cara y puntos encimados.

La torta que ha visto la serie de documentales de Carl Sagan, con ese particular doblaje de la voz que una no sabe si la están cargando o qué, ya tiene un acercamiento al concepto de los espacios, las dimensiones y ciertas cuestiones de la física que al ratito se olvida porque no le sirven para nada cuando se va a chonguear por ahí. La idea de "espacio" ha aterrizado en la psiquis de la individua. Pero como pocas veces se ha hablado de la ontología lésbica y su devenir vincular con tipas de su mismo sexo con quien quiera contraer sexo y otro tipo de relaciones, la torta no tiene la más puta de cómo llevar adelante todo eso y el espacio. Entonces construye ella misma su trabajo de ingeniería espacial o de última le pregunta a una amiga heterosexual, porque si mira a sus costados, las demás parejas tortas tienen todavía menos idea que ella (y probablemente estén fagocitadas con su señora de ocasión, así que van a responderle con consejos al unísino del estilo "NOSOTRAS hacemos tal cosa" y después hay que vomitar o algo). Siempre hay una amiga pijera que después de miles de años de fracasos y Haggendazses, empezó terapia de electroshock con algún lacaniano maniático y cambió su vida. A esa amiga se le piden consejos sobre las relaciones, los espacios, las identidades personales y cómo mierda conjugar todo eso en algo que pueda parecer medianamente sano, con la esperanza de que si esos conchudos de la N.A.S.A. nos vieran desde arriba, una tipa sea un punto, la otra otro y se unan cada vez que ambas lo elijan, mirando al cielo y reconociendo que hay algo más allá de la vida conyugal, que existe el espacio y que todo eso es necesario hacerlo mucho antes de terminar estrelladas o hechas un único y horrible punto gordo indeterminado.