domingo, 11 de noviembre de 2018

Yuta y media


Soledad me llamó y me dijo que finalmente supo porqué su amiga Lucía se había enojado con ella y le dejó de hablar. Al parecer Sole logró que le publicaran una nota en un diario a través de un amigo de Lucía. Lucía se enojó con Soledad y con su amigo y los bloqueó de sus redes sociales, que es el equivalente actual a romper rotundamente los vínculos. El tema es que Lucía nunca le había dicho a su amigo que hubiera querido ser ella la que fuera publicada en el diario. Ella es periodista, sí. Pero nunca expresó su deseo de conseguir una nota en el diario. La que lo expresó y lo consiguió fue Sole. Y eso fue el fin de la amistad.
Lo que entiendo de esto es que Lucía sintió envidia o algo así... no sé bien cuál sería el sentimiento pero creo que es algo parecido a la envidia... ¿Traición? Pero yo detecto algo más. Que Lucía no expresó su deseo, quizás porque en realidad no lo deseaba realmente pero no pudo hacerse cargo de su falta de deseo. Ella hubiera querido desear eso. Hubiera querido pedir ese lugar. Pero no lo hizo. Entonces en vez de cuestionar por qué no desea lo que cree que desea, o por qué no busca ocupar ese lugar (si es que en realidad lo quiere), tira la pelota para afuera. Porque siempre es mucho más fácil enojarse con todo el mundo que mirarse para adentro.
En ese sentido pienso algo más: que Lucía pensó que había un solo lugar, para una sola mujer escribiendo esa columna en el diario. No pensó que podía construir una unidad con Sole y escribir algo juntas o generar otra cosa, un fanzine, una producción de ambas o entender que hoy le tocó a Sole y mañana será ella. Venimos pensándonos así hace décadas. Pisoteando a la que tenemos al lado para llegar a lugares que creemos que son muy reducidos para nosotras. En vez de generar las condiciones para que esos espacios se multipliquen y nos reconozcan a todas. Que nuestra amiga, compañera o pareja sea parte de un acuerdo de generosidad, para trepar entre varias, para hacernos "piecito" y llegar juntas porque siempre es más fácil juntas y somos más fuertes y es mucho más divertido.
El tema es que no creemos en esa generosidad. Estamos preparadas para la traición porque crecimos en un sistema que nos enseñó la "sana competencia". Esto no es real. Hay ejemplos de sobra que muestran que las grupalidades son inmensamente más resistentes que la lucha individual. 
Además esta es una línea que nos vienen bajando hace muchos años: las mujeres en grupo se pelean entre todas, son histéricas, son jodidas, se clavan puñales, se traicionan, mirá las vedettes, mirá las actrices, mirá los laburos, las oficinas, todas vívoras esperando a escalar solas, son capaces de todo, etcétera. Pero lo que viene pasando, en los subterfugios en los que la hegemonía no mira es que estamos aprendiendo a construir solidariamente. Nos ponemos contentas por el éxito de una compañera, pedimos ayuda y ayudamos, si alguna tiene una necesidad se arma cualquier movida para darle una mano, se trazan redes, se forman grupos de autoconciencia, se charlan las cosas que nos duelen.
Y se me ocurre pensar en los vínculos que supe formar hasta ahora. En general tuvieron mucho que ver con la rivalidad. No puedo decir que haya sido culpa de mis ex y realmente no importa. Yo también elegí, yo también participé. Pero quedé atrapada en relaciones en las que de alguna manera se generaron distintos tipos de competencia afectiva, en las que ganaba quien más podía prescindir del vínculo. Una teoría del Amo y el esclavo muy básica: ante una pelea, o meramente como forma de coexistir, quien tenía más miedo a perder la pareja quedaba sometida al poder de quien no sentía un miedo así y podía entonces moverse con mayor libertad de acción. Esto quiere decir que siempre formé vínculos de poder. Y hasta ahí toda la teoría del siglo XIX y XX me avalaba. Hegel, Marx, Foucault.  El mundo pensado a partir de la teoría de los varones. Alguien siempre iba a pelear por tirar agua para su molino. El hombre lobo del hombre, decía Hobbes. No te podías ni dormir porque en cualquier momento alguien se apiolaba y Zas!... te afanaba hasta la almohada. No había manera de pensar un vínculo si no era como una relación de poder. Peor aún: un poder que difícilmente transitaba, sino que era ejercido por una de las dos, generalmente yo no porque siempre supe que iba a perder en todas esas batallas. 
Me relacioné con gente que mayormente se movía a partir de la idea de "A yuta, yuta y media". No se iban a echar atrás. Era más importante no perder su identidad. Valoro que hayan tenido una fortaleza tan grande para defender lo propio. Lo que no valoro es habernos pensado así. Porque esto era funcional para la mierda de las dos. Para la que ganaba y para la que perdía. Para seguir ocupando esos lugares y no pensar nunca lo propio. Por qué el miedo, la competencia, los celos, la necesidad de poseer y de causar dolor. Por qué, por qué el miedo. Y lo reprodujimos innumerable cantidad de veces. No quiero hablar de ellas porque no tiene sentido. Lo que importa ahora es qué pasó conmigo, qué pasa con las que nos ponemos siempre en ese lugar, en el lugar de perder, en el lugar de pensar que esto nos pasa por amar demasiado. No tiene que ver con eso. No hay unidad de medida del amor. Se ama diferente. Es probable que una de las dos suela estar más disponible ante las necesidades de la otra. Pero ¿por qué hay que vivir eso como una pérdida? Esa puede ser, justamente, la identidad que defendemos. Porque no está mal no sostener la idea de ser Yuta y media. Las relaciones no pueden ser campos de batalla. El esfuerzo entonces es pensar nuevas formas de construir. Hacernos "piecito", ser solidarias. Siempre lo pensé pero nunca lo supe llevar a cabo. Me hago cargo de haber sentido celos y envidia de creer que mis ex parejas vivían la vida mejor que yo, que la pasaban mejor. Confieso no haberme sentido contenta ni tranquila cuando la pasaban bien con otra gente que no era yo. De haber querido ser amada más que a nadie. De haber querido ser el centro de atención y no soportar preguntarme qué carajo me pasaba que no podía ocuparme de mi propia vida, de resolver mis deseos, de manifestar mis necesidades y no tranzarlas. Puse la pelota afuera. No quise admitir que no sabía cómo armar otro tipo de pareja o que no sabía cuál era mi deseo, o cómo sentir amor por mí, el amor que les reclamé a ellas. Les eché la culpa de todo porque no sabía amar. Creía que amar era estar a disposición, entregarme, dar todo lo mío y desfigurarme. Porque pensaba que si estaba ahí iba a generar una necesidad que me garantizaría el amor de ellas. No fue así. Hay que resolverse. Pensarse. Desear y manifestarlo. No tranzar el deseo. Querer al cuerpo. Realmente no tratarnos tan mal. Generar vínculos amorosos con otra gente, no esperarlo todo de la pareja porque no puede con todo lo que le pedimos. Y nosotras no podemos tampoco darlo todo ahí. 
El verdadero desafío, un desafío que tenga que ver con un amor superador, requiere que pensemos cómo formar vínculos que destruyan las viejas teorías del poder. Que no tomen o quiten el poder, que no se manejen en esos términos. Que tengan que ver con el encuentro, con la alegría de compartirse y no tironearse, con dejar ser y potenciar, con dar algo bueno sin contar las moneditas del amor que estamos dando. Hay otras formas, hay otros mundos. El mundo del poder, el mundo de guerrearse por poder ya no debe ser más nuestro mundo. El poder es yuta. 

domingo, 4 de noviembre de 2018

Albertina y la pornografía



Me gustaría hacer un comentario sobre la nueva película de Albertina Carri, "Las hijas del fuego". 
En principio, fue un acierto ir a ver la película sin haber leído ninguna crítica previa y haber ido sola porque eso me ahorró tener que hacer comentarios a la salida del cine, cosa que me molesta en la mayoría de las películas pero especialmente en ésta. Porque "Las hijas del fuego" no se puede pensar en términos binarios del tipo me gustó/no me gustó o es buena/es mala. Es necesario entender algo más. 
Mi desacierto, más bien una cuestión de mala suerte, fue haber quedado sentada entre dos varones hetero cis, en cuyas erecciones traté de no pensar. Porque la película de Albertina no es un drama o una película erótica. Es una porno con todas las letras. En ese sentido, preserva la estructura del porno: historias diversas que no guardan un necesario respeto por una estructura dramática, fantasías de todo tipo, sexo explícito como concepto estético (en esto se diferencia de películas como La vida de Adele que queda atrapada en la seguridad de lo erótico y las cuerpas hegemónicas), dildos, sado, secreciones, tríos, orgías, etc. Y quiero remarcar esto porque estoy segura de que muchas personas que fueron a verla no tenían ni idea lo que iban a ver. Yo tampoco. Pero fue una hermosura ver cómo mucha gente se iba levantando de sus butacas y rajando hacia el cobijo de Av. de Mayo, las luces, la gente "normal" porque qué barbaridad todo. La película de Albertina incomoda. Ese es su gran mérito. Pero no incomoda porque haya tenido fundamentalmente esa intención. Imagino que su premisa fue la de hacer una película pornográfica de mujeres para mujeres. Y si bien las relaciones son lésbicas, me parece que es una película interesante para que la vean también mujeres heterosexuales. Porque logra lo que se propone. Es más, pienso que su premisa fue más grande que esa: hacer una película pornográfica de mujeres para mujeres, con cuerpas no hegemónicas, situaciones reales, fantasías de mujeres y principalmente que sea feminista. Algo de eso surge en una de las reflexiones en off que ayudan a conceptualizar. Cómo hacer una porno sin objetivar el cuerpo de la mujer. Y ahí, otra premisa conquistada. Albertina demuestra que se puede pornografiar, sexualizar y que las que intervienen en esa acción mantengan su estátus de sujetas. En ese sentido es una película profundamente feminista porque logra refutar ese viejo paradigma del porno hecho por varones, además de varias escenas reivindicatorias que ganaron los aplausos de la mayoría de las espectadoras feministas. Pero estoy segura que ellas también se incomodaron. Quiero retomar este punto al final porque me parece que es lo más importante de la película. 
Lo que me resta decir es que el hecho de que la película sea también una Road movie, metáfora del recorrido y la transformación, permite por un lado que emerjan historias y fantasías en diferentes escanarios, lo que ayuda a sostener la estructura propia de la pornografía, pero al mismo tiempo introduce otro concepto que es la idea de lo gregario. La película empieza con personajes sueltos -personajas sueltas- que se van uniendo, primero en pareja, después en trieja y luego van incorporando sujetas a lo largo del viaje. Esta idea también expone dos temáticas feministas muy ricas: 1) de qué manera relacionarnos sexoafectivamente sin que eso signifique angustias, dolor, necesidad de poseer. Esto lo resuelve con una propuesta muy interesante donde el amor en forma de afecto, no como amor romántico, transita, se da generosamente, se vive desde el deseo y sin restricciones, no como una falta sino como un caudal que vincula a las sujetas de una manera diversa y contenedora. Y 2) que la unión de las mujeres es transformadora, empoderadora -no en términos de quitarle poder a los varones, aunque un poco también- sino de un poder en sí y para sí que tiene su máxima expresión en el aquelarre del goce, libertario e inclusivo que pretende arrasar a un paradigma que nos está quedando chico. Y es por eso que es una película absolutamente incómoda. 
Estoy segura que casi la totalidad del cine se sintió fastidiada, avergonzada, molesta y hasta irritada. Yo misma me sentí así. Y ahí radica el éxito de la película que, como ya dije, sería un error pensarla en términos de me gusta/no me gusta. Hay que pensarla en términos de qué tanto nos incomodó y preguntarnos por qué. 
Creo que Albertina no quiso hacer esta película para les que se levantaron de la butaca a mitad de la historia. Ni si quiera para quienes hicieron bromas o salieron del cine y comentaron algo sobre cuestiones del quehacer cinematográfico. Mucho menos para quienes esperaban ver algo parecido a sus anteriores películas. Yo creo que hizo esta película para un puñado de gente. Las pocas que se fueron del cine haciéndose preguntas. De eso se trata el feminismo después de todo. Es habernos metido el dedo en el culo para que nos cuestionemos sobre la relación que tenemos con nuestras cuerpas y las cuerpas de las demás, a quiénes les es permitido el goce y de qué manera "toleramos" que se muestre ese goce, qué permiso nos damos para vivir el placer plenamente, cuánto (des)conocimiento tenemos de las posibilidades de nuestras experiencias sexuales. Me quedé preguntándome hasta dónde yo me limité, qué es lo que dejé de hacer por moralinas de cuarta, por vergüenza o por tener una pésima relación con mi cuerpo y no permitirme vivir una sexualidad plena, creativa, libre, que trascienda los parámetros de objetivación, dominación, culpa, humillación y puritanismo berreta. Me sentí directamente exhortada por la película. Asumo que algunas más lo habrán vivido así. Se habrán ido del cine sin hacer demasiados comentarios, habrán esperado a que les baje la info al cuerpo y habrán entendido. Probablemente una pequeña minoría. Para ellas es esta película que, aunque verla en cine implique tener que compartir esa experiencia con varones cis o con gente que huirá despavorida, es muy necesario verla en pantalla grande, bancarla ahí, mirar todo en ese tamaño y disfrutar que el mundo alrededor y adentro de una se caiga un poco a pedazos. 

jueves, 1 de noviembre de 2018

Tratado sobre brujería

Papá se sienta en una punta de la mesa porque cree que no lo queremos. Desde que se separó de mamá. No. Desde que se enfermó. No. Desde mucho antes. Desde siempre. Papá es un ser muy triste. Lo veo sentado en la punta de la mesa y me siento al lado suyo porque soy la hija buena. No. Porque soy como él. Yo también soy un ser muy triste. Me irrita su patetismo. Que haga gala de sentirse aislado. Que no haga algo por entender que forma parte de nosotros, que no lo aislamos, que es él quien amargamente dibuja su manera de habitar el mundo. Yo soy mi papá y eso me aterra. Mi papá es mi abuela, la abuela depresiva que se pasaba días enteros en la cama, aunque mi hermano y yo no le decíamos así porque éramos chicos y no sabíamos que eso era lo que era. Estábamos semanas sin ver a la abuela porque estaba en cama y mi papá se la pasaba preocupado y prometía que cuando la abuela no estuviera más, él iba a empezar a vivir de otra manera. Nunca pudo. La abuela se murió y él ya estaba enfermo. A veces pienso que fue ella la que lo enfermó. Y pienso que mi papá me va a enfermar a mí. 
En la punta de la mesa me siento a charlar con él. Quiero que perciba que hay un puente, que le abro el camino para que venga hacia nosotros. Pienso que si le curo tanto dolor y tanta culpa, voy a curarme a mí. Pero papá no puede verlo. Es grande y ya decidió cómo vivir. Se va temprano de las reuniones familiares porque con la enfermedad hay un momento que no le da el cuerpo. Pero es algo más. Yo también me voy temprano de las reuniones. Me aíslo. Porque solamente en mi remanso puedo respirar. 
No puedo trazar un puente para él porque depende de él. Y esa crueldad es infranqueable. Lo que sí puedo hacer, lo que está en mis manos, es armar puentes para mí. Y no puedo. Digo que es más fácil ser yo misma estando sola porque estar con otras personas es un desafío tan grande que me agota. Entonces me siento en la punta de la mesa o me voy temprano. A veces insisto, me pongo a prueba, me quedo un rato más. Pero es siempre desde ese lugar donde la vida es imposible de ser disfrutada.
El infierno es encantador. El infierno es mi cabeza. Tomo nota de cada cosa que hacen los demás y que me demuestra que, en efecto, no me quieren. Que soy inadecuada, que no soy suficiente, que no logré nada. Si alguien no me mira, si no me invitan a algo, si hace días que no consigo armar una salida con algún amigo: no me quieren. Qué piensan de mí. Por qué no me incluyen. Por qué, otra vez, este grupo no es para mí. Quizás sea yo la que no soy para nadie. Otra vez, mi papá y yo, en la punta de la mesa. Cuándo empezaré yo a vivir otra vida. La promesa de que esta vez será diferente. Que he aprendido algo de tal o cual dolor. Que ahora sí, que esta nueva etapa, que si me corto el pelo y si me cuido en las comidas. Que si no soy tan agresiva con mi manera de mirarme. Quizás ahora sí, no se irá la vida en pensar tanta porquería. Pero vuelvo a caer. No me termino de transformar. No me permito vivir. Digo que no sé cómo se hace, pero tampoco intento salir a la superficie. Digo que quiero ser yo misma, como si recitara un libro de autoayuda. Pero me enfrento a la gente y se desarman los panfletos. Eso. Me enfrento a la gente. No comparto. Estar con los demás es un campo de batalla. Porque apenas digan algo, cualquier cosa, lo más mínimo, va a confirmarme que no está bien lo que digo, lo que soy. Y eso va a matarme. Y aunque no me mata, aterra como si fuera una muerte. 
Quiero poder respirar en el mundo, afuera de este útero en el que me escondo para creer que vivo. No vivo. Le temo a todo. Le temo más que nada a no poder dejar atrás esta vieja vida. Pero en realidad le temo a poder dejar atrás esta vieja vida. Por eso me aferro. Porque vivir es un vértigo constante. Dar un salto hacia otra cosa. Emborracharse hasta vomitar, putear, aprender una cosa y sostenerla en el tiempo para aprenderla bien, tener sexo y disfrutarse, tomarse un avión y no caer en pánico, vestirse como una quiera, alejarse de mamá, hacerse amigos, mostrarse, hablar en voz alta, inventar, jugar, reírse, alejarse de mamá, disfrutar, gozar, ser, alejarse de mamá. Tan grandota y tan boluda. Alejarse de papá, pero más que nada, alejarse de mamá. Salir de los destinos. Una carta de Tarot que te dice que mires ahí, en los mandatos. Y quebrás en llantos. 
Ojalá usted me entendiera, lo difícil que es. O quizás me entiende pero se animó. Nació, salió del útero, se abrió paso en la vida, estudió una carrera, pagó sus impuestos, se abrió una cuenta bancaria, habló en voz alta, se vistió bien aunque su cuerpo, se quiso aunque tanta gente, se tomó un avión aunque los peligros. 
Y yo, cómodamente, en la punta de la mesa me acuerdo de las brujas. De las brujas de hoy. Esas mujeres que pegan el salto todos los días. Yo tengo alma de bruja y alambique de cobarde. 
Ojalá no me importara tanto. He pensado eso demasiadas veces. Qué pasa si permito que todo sea diferente. Y salto. Salgo de la punta de la mesa, me pongo en el medio, alguien me ama durante un tiempo y entonces puedo acogedoramente volver a ubicarme en la punta. Volver a temer. A pensar de mí que ese es mi lugar. Que finalmente era así la cosa. Que menos mal que alguien me ama porque sino. Me siento protegida por el amor de otra persona, ya no tengo que animarme. Encuentro un nuevo útero donde morir. Pero nada me contiene porque nadie es un útero, o sólo un útero. Porque nada va a protegerme y menos mal porque tengo alma de bruja. 
Ojalá me animara a vivir la vida que papá no pudo y que mamá no quiso. A conjurar tanto miedo. Ojalá un día haga carne del deseo que me prohibo. Que invoque al demonio y me inocule el goce. Que diga sí, que es para mí. Que no me importe tanto si piensan de mí, si callan, si dicen que no. Que haga puentes y los incendie. Que pague el buen costo de estar en el centro de la historia. Que sea yo y que sea bruja.