sábado, 26 de enero de 2019

La policía de los cuerpos



Hay una foto mía que me encanta. Debo tener unos 4 años y estoy tomando mate en la playa. Tapada con una toalla, lo único que asoma son mis piernitas flacas. Fui flaquita hasta los 9 y después, no sé qué pasó. Quizás no haya que buscar las causas sino las consecuencias de no haber ingresado correctamente al grupo de personas que sí se ajustaban al modelo correcto de cuerpo, de pensamiento, de orientación sexual. No haber sido correcta fue algo que pagué durante años, cada día. 
Hace unas semanas leí el libro "cuerpos sin patrones", de Laura Contrera y Nicolás Cuello. Confieso que lo leí por curiosidad porque realmente no esperaba cambiar mi manera de pensar con respecto al cuerpo. En parte sigo intentando, aún hoy, pertenecer al grupo de los correctos. Porque cuando no tuviste una forma adecuada, lo único que querés hacer es saldar esa deuda con vos misma. No querés tener orgullo de lo que sos. Querés que te dejen en paz. Durante muchos años hubiera querido simplemente pasar desapercibida. Que nadie me diga nada en la calle o en un boliche. Que sea más fácil pertenecer a un grupo de amigues sin sentirme interpelada por todo lo que no era. No leí ese libro tratando de transformarme, sino para sacar datos sobre la sociedad y qué sé yo. Pero finalmente me transformó.
El asunto es que, si bien algo intuía, nunca pensé que la mayoría de las vivencias horribles que experimenté en mi vida social habían tenido que ver especialmente con no haber tenido un cuerpo hegemónico. Sí, fui conciente de cada palabra que me dijeron, pero después no pude hacer una lectura de las consecuencias reales que eso había causado en todo mi sistema de pensamiento.
En el libro de Contrera-Cuello encontré palabras como vergüenza, culpa, silencio, falta. Casi toda la vida asumí, tal cual lo expresa el libro, que yo era incogible. Que estaba fuera del circuito del deseo de lxs demás. De más grande pude modificar un poco la forma de mi cuerpo (o sea, bajar de peso, usar determinada ropa) y también proyectar cierta imagen de orgullo, más bien diría soberbia, para blindarme o mejor dicho: para ofrecer un mejor producto de mí misma. Dejé de usar ropa monocromática, me teñí el pelo, me hice la canchera. Abandoné mi lugar en el fondo de la foto y me dije a mí misma que iba a jugar a ser eso todo el tiempo que pudiera. Me enamoré o me gustó gente a la que sentí que estaba engatuzando. Sabía que ni bien supieran mi verdadera trama, se iban a cansar de mí. Transité esos amores como una especie de truco de magia. Mientras pudiera tenerlas bajo esa alquimia de creer en mi personaje, estaba todo resuelto. Pero lo cierto es que después afloró siempre lo verdaderamente mío. Un cuerpo que no era hegemónico, un cuerpo al que llamaré gordx sólo para apropiarme por un rato de esa palabra que odiamos tanto. Porque todo lo horrible que viví y que finalmente me enfermó el alma, fue por haber sido más grande que lo que este mundo de mierda propone como un cuerpo deseable. Conozco muy pocas femineidades que se sientan realmente cómodas en su cuerpo. Siempre hay algo que sentimos que no está del todo bien. Pero no hay nada que sea tan insidiosamente atacado como la gordura. ¿Será como escupirle al centro del patriarcado una de las peores desobediencias? Pero esto no lo hicimos con conciencia. No hasta ahora. No fue dejadez, no fue porque nos encantara sentirnos horribles. Fueron los genes. O fue simplemente que tenemos cuerpos diversos y eso es todo. Altas, bajas, con más o menos tetas, nariz, orejas, con tonalidades de piel diferentes. Somos diversas. Pero nos dicen desde que nacemos que tenemos que ser como una pequeña porción de las mujeres. Cierta altura, ciertas medidas, cierto color de ojos, cierto número en la balanza. Y si no encajás en eso, hay que sentirse siempre en falta. Inadecuada. Por supuesto que los demás se sienten en derecho constante de marcarte todas esas cosas que te hacen incorrecta. En la niñez y en la adolecsencia lo padecimos en mayor o menor medida todas las mujeres. No sé si es la edad, quizás sí, pero ahora no me lo dicen. Al menos no es que no puedo caminar por la calle sin que me tiren un comentario de mierda. Eso ya no pasa. Pero pasó cada día de mi vida entre los 9 y los 25 más o menos. Eso sí, ahora celebran si perdí unos kilos. No sé por qué. De alguna forma siempre siguen opinando pero ya no dañan. El daño lo hicieron antes, cuando crecí. En el momento en que tenía que hacerme cargo de mi identidad. Y ahora estoy entendiendo cuánto de eso fue horadado por el hecho de no haber tenido un cuerpo que se ajuste a los cánones que... No. Voy a decirlo como tiene que ser: por haber sido gorda. Y me pregunto quién decide cuándo alguien es gordx. Porque también están los que te consuelan diciendo que vos no sos gorda o no sos TAN gorda. Esto, según el libro que leí, tiene que ver con que la gordura se asocia a lo feo, al descuido personal, a la vagancia. O sea que si te ven que vos mal que mal tratás de ponerle onda, te ganás que te digan que no estás tan mal. Pero: buena suerte tratando de conseguir compañere sexual. Porque ahí sí que se complica. Aunque no estés "tan mal", estás lo suficientemente mal como para no formar parte del circuito del deseo. Entonces tratás de apalearlo siendo inteligente, graciosa, buena. Vivir en falta es tratar lastimosamente de tapar todo eso que te hicieron creer que no sos.
En definitiva, no voy a mentir diciendo que esto se resuelve trabajando nuestra autoestima, porque tenés un ejército constante de mensajeros del mal que te van a seguir machacando con los cuerpos deseables para que sientas que sos una porquería que no tiene derecho al goce y de esa manera nos quitan lo más básico de la existencia. El derecho a disfrutar. A vivir de la manera que se nos antoje, a ser criaturas deseantes y deseadas. Pero hay un par de cosas que sí se pueden hacer. Primero, dar cuenta de quiénes somos y adueñarse un poco de eso. Esa nariz, esos ojos, esos rollos. Adueñarse. Quizás algo se pueda cambiar, pero no es realmente necesario. Sí, necesitamos ser queridas. Vivimos en una sociedad. Pero primero hay que empezar a transitar una construcción colectiva de nuestros cuerpos diversos. Empecemos a militar porque lo que cambie sean los patrones corporales. Y eso sí arranca por nosotras mismas. No bajo el concepto pedorro de la autoestima. Sino bajo la hermosa palabrita que nombré recién: Militancia. Es decir, militancia de los cuerpos. Que tu cuerpo sea un órgano de militancia. Apropiate de lo tuyo para decir: Sí, voy a vivir mi cuerpo como carajo se me antoje. Voy a vivir mi cuerpo de manera tal de aportar diversidad a este mundo obtuso, hipócrita, hiriente de las otredades.
Quiero decir que fracasé infinidad de veces en intentar apropiarme de mi cuerpo. Fracasé porque seguí pensando que casi todo lo que era estaba mal. No podía ni coger sin pensar que ojalá no me mire las estrías o no me toque el rollito o si con luz se me ve la celulitis. No pude garchar así. Me comió la cabeza durante años. Estar desnuda era mostrar a carne viva todo lo que para mí era defectuoso. El embrujo del amor me duraba hasta ahí. Si me veían desnuda, ¿cómo sostener? Iban a saberlo todo. Mis imperfecciones, mis inseguridades, todo lo que el mundo le hizo a mi cabeza. Entonces cogía sin pensar. Cogía rápido, en carrera para que la cabeza no me alcanzara. Cualquier pausa significaba volver a tomar conciencia de mi cuerpo, del desprecio que aplicó el mundo sobre mi cuerpo y que luego apliqué sobre mí. Repetí para mí misma esos gritos de la calle, ese afán de la gente de caca que te cruzás en los boliches. Me pude alejar de esa gente físicamente, pero no la pude sacar de mi cabeza. Me afectaron profundamente. Todas las parejas, todos los encuentros sexuales, todas las personas que me gustaron con las que ni siquiera pude tener un diálogo, todo estuvo afectado por ese abuso sistemático que tuvieron contra mi cuerpo, como imagino habrán tenido en mayor o menor medida sobre todos los cuerpos no hegemónicos (¿y quién tiene realmente ese cuerpo ideal? ¿un puñado de personas? ¿y el resto qué? ¿nos dedicaremos eternamente a sufrir?). 
Sé que le hice vivir a mis compañeres sexuales muchos momentos de mierda. Si pudieran haber habitado mi cabeza en esos momentos entenderían que era un infierno mucho más horrible del que imaginaron. Todo lo peor me lo hice a mí misma. Y entonces es momento ahora de militar este cuerpo. Que sea rebelión. Que sea lo que es. Que sea deseante y deseado. Que se mueva, que baile. Que se junte amorosamente con otros cuerpos militantes. Que se debatan los cuerpos. Que se mezclen los dolores de todes y los desanudemos colectivamente. Y los llenemos de ideas nuevas, de placeres inmensos. Porque esa sí que es una buena manera de escupirle el asado a la policía de la contextura física. No sé qué tan bien me va a salir todo esto. Estoy dando mis primeros pasos. Nunca escribo desde la sabiduría. Escribo como una forma de plasmar un listado de metas. Nada está cerrado en la construcción feminista. Estamos debatiendo todo. Para afuera y para adentro. Que esto quede claro. Nada de lo que escribo es una forma de enseñar. Son palabras para mí y para quien le pueda servir. Estamos en construcción y vamos caminando. Intuyendo que algunas cosas van por ahí, pero ¿quién sabe? Queremos cambiar el mundo pero falta tanto. Al menos, mientras tanto, ir ayudándonos entre todas a hablar, a disfrutar, a abrazarnos, a reírnos, a pasarla un poquito mejor.