martes, 12 de febrero de 2019

En clave No-Varón


Son esas cositas. Reconocer un error, pedir perdón. Estar equivocada. Pero no sólo eso. Estar desnudamente equivocada. Frente a la otra, equivocarme. Había algo para perder ahí. Algo, todo. Siempre lo sentí como algo del orden de la masculinidad. A ver si lo que digo tiene sentido: que se perdía algo de la clave masculina de mi persona. Como si mi identidad se resguardara en esa clave. En aquello que lo masculino podía defender. Es decir, una identidad defendida por mi soldado varón. Entonces cualquier defecto señalado era un golpe a mi identidad. Un golpe a mi soldado. Había que llevar las discusiones a cualquier término, al peor de los términos, pero nunca abdicar. Porque mi soldado no podía ser vencido a razón de que toda mi persona sería vencida. ¿Qué había más allá de mi supuesta identidad? Seguramente nada. Si alguien demostraba que me había equivocado, qué vergüenza. Algo se iba a destruir en esa disputa de quién tiene razón. Y no podía ser yo. Jamás mostrar la falta. Aferrarse a cualquier incongruencia que estuviera defendiendo. Aferrarse siempre me pareció algo del orden de lo masculino. Tengo esa imagen del hombre que permanece despierto toda la noche, agarrado a un palo que es suyo ahora, que quizás haya sido robado pero que hoy es suyo. El hombre sostiene el palo como si de eso dependiera su vida. Y es así. El palo, el falo, diría cualquier freudiano. Esa es la imagen que tenía de mi identidad. Tenía que aferrarme a eso, no mostrar error, no pedir perdón, no dejar entrar nada. Ser un soldado también de mi sexualidad. Que no sea tocada. Que no sea criticada. Ser un cavernícola de mi cuerpo. No ser observada.
A veces pienso que pasa eso con los varones. No pueden ser desmentidos. No soportan el debate. No toleran escuchar. No tienen escucha. Pero porque hay algo de su masculinidad que se pone en juego si se demuestra que se equivocan. Entonces, sale el soldado. A nosotras también nos enseñaron a ser así. A defendernos del mundo. Porque la otra persona siempre es un riesgo. 
El mundo de la guerra es el mundo de los hombres. El Estado moderno, su burocracia alienante, sus formas de protección de la propiedad privada y de apropiación de los cuerpos, es el ideario masculino de las relaciones sociales. 
Pero nosotras tenemos una vía de escape. Un punto de fuga en el que podemos inventar todo. El mundo de las mujeres y de las identidades diversas puede ser el de la empatía. Nuestro ideario de mundo está inventándose ahora mismo, al tiempo que leemos teoría feminista y conocemos experiencias de identidades subyugadas. El mundo de la mujer como categoría esclavizada, como clase social que fue sostén del varón obrero, del varón peón, del varón comerciante, es un universo que se está creando, que aflora de las alcantarillas de la historia. Es nuestra otra historia, la de las esclavas que Hegel no contó, la de las esposas del proletariado que Marx olvidó. Las hijas del fordismo que dejaron de ser útiles después de la Segunda Guerra y volvieron a sus casas a ser buenas esposas. Las nietas de las brujas, las nuevas mercancías del neoliberalismo. Esta es la otra historia, la que no quisieron ver. Y se está tejiendo. 
En mí se teje en todos mis agujeros: en mis dolores traza vendas, en mis miedos construye redes para que pueda dejarme caer y errar y caer y volver a errar y aprender y aquí no va a pasar nada porque estamos nosotras, las hermanas de tu historia, lanas de tejido que no estamos para decirte lo mal que hiciste sino para dejarte aprender, dejarnos aprender y errar y aquí no va a pasar nada, pues hermanas.
Entonces me equivoco. Y a veces no sé un montón de cosas. Entonces ubico lo que me dan ganas de aprender y si quiero lo aprendo. Y ubico mi error y un poco de vergüenza me sigue dando, pero si quiero pido perdón. O al menos trato de enmendar. O mínimamente de callar cuando estoy defendiendo una pelotudez por el mero hecho de defenderme. Escuchar ha sido una gran ganacia. Callarme y escuchar a la otra. Lo que dice, lo que pide, cómo experimentó tal o cual situación. 
¿Y qué tiene si me equivoco? ¿Qué parte de mi identidad pierdo? ¿Aquello masculino que no podía ser tocado? Que se vaya eso. Detrás de todo estaré yo. Y estarán las que al lado mío construyen vínculos amorosos que jamás se van a jactar de que me haya equivocado. Mientras tanto estaremos construyendo empatía, que es humanizarse. Y estaremos aportando a debatir y construir ideas mejores, porque primará la idea por sobre esos egos que no podían abdicar. 
Pienso en todas las veces en las que creí que se me jugaba todo en una pelea. Ahora entiendo que mi identidad no estuvo nunca ahí. Tendría que haber pensado qué estaba discutiendo realmente, por qué necesitaba tan desesperadamente defenderme. Y tenía que dejar ir. Nada de lo mío se jugaba ahí. Lo mío estaba en otro lado. Y aún si tenía razón, ¿qué me ganaba? ¿una tostadora? ¿una estrellita en la conciencia de mi personalidad? Puras baratijas. Lo que había que tejer era otra cosa. Equívocos, errores, debates, abrazos, empatía, escucha. Había que construir afectivamente. En eso sí se juega todo. Y si te equivocás, aprendés y seguís. No debería haber un archivo para marcar esos errores. Nadie lo resistiría. Porque si estamos construyendo amorosamente, humanamente, todo es plausible que suceda. También el error. Y seguimos siendo cada una lo que es. Se aprende. Se sigue. 
Y así, de a poco, vamos tejiendo nuestra otra historia.

viernes, 8 de febrero de 2019

Apendicitis


Cuando la enfermera prendió la luz de la habitación supe que al fin era jueves y que todo había terminado. Lo primero que vi fue la cara de mamá apoyada a los pies de la cama en la que yo apenas había podido dormir. Sentada en una silla de pésima calidad, mamá se despertó con su propio ronquido unos segundos después de que la luz blanca invadiera nuestros sueños atrofiados. La señora de la cama de al lado también se despertó, pero esta vez no le tocaban a ella los remedios sino a mí. Cambio de suero, jeringa con antibiótico y cómo te sentís, viste que ya pasó todo, no te preocupes.
No sé exactamente cuándo me quedé dormida. El anestesista se presentó, también las dos asistentes de cirujía, o al menos creo que eran asistentes. Nunca vi a la cirujana. Me dormí antes. No sé cuándo, pero el anestesista se había presentado, también las asistentes y yo estaba mirándolo todo boca arriba.
No soñé nada, ni maravilloso, ni horrible. Alguien me había dicho que era el mejor de los sueños. Pero sólo tuve una sensación de negrura e intrascendencia. Después me despertaron para comunicarme que la operación había terminado y me condujeron a mi habitación. Mamá me tocó la cara. También papá. Después se fue. Mamá no. 
Tuve calor, naúseas. Sentí que el mundo se derretía. Y ni siquiera me dejaron retener una almohada. Es por la operación y porque te podés marear, dijo la enfermera. Sádica. Me dijeron que durmiera, que todo iba a estar mejor a la mañana. Pero estaba en el infierno. Me ahogaba. Me dolía la panza como en cien desgarros. Y calor, calor, calor. Es por la anestesia, dijo alguien. Dormí, dijo alguien más. Yo cerraba los ojos pero no podía dormir. Si tan sólo pudiera conseguir una almohada. No podía respirar así, en esa posición. Estaba en una caverna, a kilómetros de profundidad del exterior. La enfermera me prometió que me daría la condenada almohada en seis horas. Entonces me concentré en sobrevivir esas horas. Mamá me dijo que debía tener apnea, que no me preocupara, que no me iba a ahogar, que todo el malestar era por la anestesia que se estaba yendo. Quería decirle que me sentía horriblemente, le quería contar de la caverna en la que estaba, pero me habían prohibido hablar y no tenía fuerzas y tampoco creía que mamá me hubiera entendido lo de la caverna. Pero me concentré en sobrevivir algunas horas, al menos hasta conseguir la almohada. Lo logré un rato antes de lo previsto. Me ganaste por cansancio, dijo la enfermera y me aferré a ese ansiado objeto, dejándome transportar hacia la superficie de a poco, porque yo sabía que mi cuerpo desmembrado necesitaba eso para estar un poquito mejor y llegar a la mañana más o menos entera. 
Eran las seis y cuarto, según lo que dijo la enfermera del turno de la mañana. Ya había salido el sol pero la habitación, si no era por la violenta luz artificial, hubiera estado en penumbras. Siempre te despertaban así. Para limpiar, para darte un analgésico, para inyectar algo en la vía del brazo de la señora operada de los intestinos de la cama de al lado. Llegué finalmente a las seis y cuarto y era jueves y ya me habían operado y mamá roncó, se despertó, me miró y le hizo un mimo a mi pie que tenía justo al lado de su cabeza. Se había quedado toda la noche al lado mío y yo no le regalé nada por su cumpleaños porque no me alcanzó la plata y prometí que si sobrevivía al viaje implacable de aquella noche, le compraría el perfume que tanto le gustaba y por qué siempre escatimar en gastos si mamá había estado ahí como nadie, tan cerca mío, peleando por mi derecho a una almohada y después explicándome por qué no podían dármela en ese momento y que todo iba a pasar una vez que la anestesia con su coletazo desenfrenado detuviera su marcha agónica. No lo dijo así porque mamá no habla de esa manera pero juré, en medio de ese tiempo de arabescos de fuego, que escribiría algo sobre ese abismo y lo escribiría mejor de lo que sucedió. Y prometí que entendería qué era lo que tenían que extirparme. Porque había que hacer literatura de ese dolor tan burdo y concreto y decir algo más. Que mamá durmió al lado de mi cama pero en la caverna de la anestesia estuve sola y atravesé horas de apneas sin almohada y de suplicios inalienables y de un cuerpo que hubiera sido derrotado si yo misma, en mi propia caverna, no me hubiera dicho vos podés, unas horas más, ya pronto será jueves y todo habrá terminado.