sábado, 26 de marzo de 2011

La partida


Documentos, pasaje, una hora antes, nada menos. Esta costumbre de mostrar papeles, llenar papeles, firmar copia, carbónico, triplicado, nada que declarar. Ahora sí a la sala de espera, una hora, nada menos. Y no habrá tiempo para el libro o sí, pero no voy a poder meterme en la historia, si no fuera por ese nene que se queja por todo, sí, qué divino señora, ¿por qué no lo atiende? No podré o no habrá tiempo para el libro, incluso aunque lograse ignorar al nene, el ruido de los parlantes anunciando la partida y la llegada, la música funcional, las valijas. Pero entonces habrá que pensar en eso, en lo que se deja, en ese hilo de envidia, porque de algo me estoy yendo. Del amor, pero del amor de ellos que viven de a dos, que destilan tostadas con manteca, yo te cebo el mate, un abrazo en un recital, una confesión y yo nunca me había sentido tan así. Yo no, ellos. Y será que habrán inteligido alguna verdad cósmica, mientras yo me demoraba en entender. ¿Entender qué? Algo debía llegarme desde la nuca de la razón, pero no había nada. Vino la vida un día y ellos abrieron una persiana y dijeron que sí, porque era tan simple como reírse por elegir una misma marca de chocolate y amarse por eso, así de fácil. Mientras yo acunaba agujeros negros, la antimateria en el costado derecho de la cama. Por eso hay que tomarse un barco o un micro. La ropa en una mochila, el frío, la vergüenza y este hilo de envidia, esta baba del diablo en el éter de mi existencia sin testigos, sin amantes, sin mates cebados por alguien. Sentarse en una sala de espera y pensar en la antimateria devorándolo todo, mi constante gravitar, ya casi caigo, querida, ya casi llego a tu letrina oscura, al lado derecho de la cama en el que nunca tenés nombre, en este colchón al que hemos venido para no ser nada. ¿Y por cuánto tiempo?
Hemisferio derecho de la mente, costado izquierdo del cuerpo, hemisferio izquierdo, costado derecho. ¡Pero si somos uno! Con eso debería bastarme. Tendría que recordarme: hemisferios, costados, todo es uno, uno es todo. Recordar estos obsequios que me hago: un viaje que me regala un mar, que me regala una nueva forma de respirar. Y todo es para mí, de un hemosferio al otro. Llenarse de soles, de materia, de atmósferas oxigenadas. Abrir un día una persiana y que todo sea intelección. Decir que la vida no corresponde a ninguno de los ejes conocidos, x, y, z. Que todo entre estos vértices es invención y que si hay un cuarto o quinto lado de la existencia, allí estaré alojada. En el generoso Olimpo del sinsentido. Deberemos entonces jugar o dejarnos ir al arte, al hedonismo pueril. Seremos libres y seremos pocos. ¿Quién podrá, entonces, tocarme? Habitantes de la invención, incrédulas de la progresión agradable de los días, magas, niñas, perras, mujeres-sol, mujeres-materia, traviesas viajantes del absurdo. Y bastará con abrir una persiana y dejar que la vida entre.

"Anuncia la partida de su..." y es el mío. Documentos, pasaje, x, y, z. Hasta la próxima orilla.

martes, 22 de marzo de 2011

Cuestión de gustos


Quisiera decir que la colombiana y yo teníamos una conexión espiritual, que nuestros planetas se alinearon, que la belleza de sus palabras me había cautivado. Pero tengo que admitir con crudeza que lo que verdaderamente nos unía era su culo. Y lo mío no es superficialidad, ni cosificación de las mujeres. El culo de la colombiana para mí nunca fue algo menor. Había en toda esa redondez exquisita una trama sumamente mísitica.
De hecho, si tomamos en cuenta que el día que la conocí ella estaba anotando algo inclinada sobre su escritorio, resulta que cronológicamente tuve el honor de conocer su prominente parte de atrás unos segundos antes que a su portadora. Fue cuando empecé a trabajar para esa empresa multinacional de vanguardia y amplia proyección a futuro, que quebró dos años después. Yo tenía 20 años y entré como cadeta. Ella estaba en el área de administración. Y no es que yo tuviera fijaciones previas, esas neurosis jugosas de ser analizadas como etapas no superadas de la niñez. Nunca me había detenido en el culo de las mujeres. Mi recorrido visual era: cara, ropa, manos, tetas. De suerte que le mirara la retaguardia, pero ya cuando el trato estaba consolidado por su buen venir.

El tema con el culo de la colombiana se fue dando de a poco. Culpo principalmente al mueble que usaban de archivo, que estaba puesto de manera tal que dos personas no podían pasar comodamente entre ese mueble y el escritorio de la colombiana. Yo tenía que pasar seguido por ahí para retirar papeles y ella siempre iba y venía llevando cosas dentro de la oficina. Así que era común que nos rozáramos, abriéndonos paso en ese espacio reducido, yo de frente y ella de culo que, con esa firmeza, era su principal herramienta para hacerse lugar.
Con el tiempo empecé a atribuirle a sus cachetes desenfadados una racionalidad propia. Era como si esos inquilinos rechonchos quisieran seducirme sin haberlo consultado previamente con la propietaria. Y esto lo digo porque me di cuenta que la colombiana realmente no tenía ninguna conciencia de las sobadas que me pegaba su globoso trasero.

El problema se desató mucho más adelante, un día de diciembre que nos había golpeado de calor y estábamos todos tirados en la oficina delirando de sopor. El Tano Gallucci estaba contando chistes verdes y las conchetas de recepción sostenían ofendidas que esas cosas no calentaban a nadie. Será que yo siempre funcioné con un termostato propio, porque el calor me estaba afectando más que nunca y encima de todo la colombiana no paraba de ir y venir sonriendo y meneando el culo como loca. Pero yo siempre fui una persona de bien, educada, tímida. Y estoy segura que fue una conjunción del extremado calor, los chistes del Tano y mi juventud efervescente la que hizo que, en el momento en que tuve que ir a buscar unas planillas al escritorio de la colombiana mientras ella también pasaba por ese lugarcito pequeño en el que tantas otras veces nos frotamos, mi mano, mi aventurera mano emancipada de mis funciones cerebrales, no tuvo mejor idea que ir a parar a uno de sus incitantes cachetes.
En un segundo y medio, toda la oficina se enteró de mis inclinaciones sexuales y de mi problema de coordinación cerebro-motriz. Incluso escuché a alguien (probablemente a la cuadrada de Liliana, la secretaria de uno de los gerentes) gritar algo así como "¡Acoso sexual!" un par de veces.
Así fue que nos mandaron a las dos a esa extraña terapia de pareja que hicimos no más de tres veces con la de recursos humanos (la hija psicóloga de uno de los jefes, que ni siquiera había terminado la carrera). Yo terminé llorando y confesando mi orientación sexual, a lo que la colombiana respondió que me entendía pero que no me zarpara porque ella no era lesbiana. Todo había sido tan vergonozoso y traumático para mí que casi declino la invitación a la fiesta de fin de año de la empresa. Fue Gallucci quien me convenció de ir, comprometiéndose a proporcionarme todo el clericó que yo le pidiera. Por suerte todos terminaron en situaciones calamitosas (la rubia de contabilidad vomitando en el baño, el Tano que está casado encarándose a la frígida de Liliana) así que los chistes relativos a mi encuentro cercano del tipo nalguístico pasaron a un segundo plano. Y aunque el alcohol haya nublado gran parte de la noche, me acuerdo perfectamente cuando la colombiana se acercó conciliadora y me dijo: - Si tú pudieras pedirme algo ahora mismo, ¿qué sería? Y ten cuidado que ya te dije que no soy lesbiana.
Ante esa pregunta pude finalmente articular mi deseo.

No sé exactamente cómo llegamos hasta su casa. Sólo puedo acordarme de ella recostándose boca abajo para dejar que yo delicadamente reposara mi cabeza sobre sus bellas posaderas. Así dormimos durante horas. Soñé un sueño sedoso, de espumas plumíferas y arenas acolchadas de colores pastel. Imaginé nalgas doradas pintadas en las paredes de las iglesias, viajé en culos aerostáticos. Finalmente, cuando habíamos descansado lo suficiente, nos despertamos y dejé su culo para siempre.
La empresa quebró un mes después y no volví a ver a la colombiana.

Será cuestión de gustos, porque sé que muchos ilusos adoran dormir entre almohadas. Yo en cambio he preferido desde aquella noche abandonar definitivamente esas tristes metáforas de gomaespuma y afrontar la dureza del colchón pelado. Porque reconozco que nada, ni la más dócil de las ovejas lanudas, podrá compararse jamás con el mágico culo de la colombiana.

martes, 8 de marzo de 2011

El asunto

El asunto sucedió exactamente hace un año. Un día de marzo como el de hoy, caluroso y húmedo, pero del año pasado, ¿te acordás? ¿Pero qué estoy diciendo? Por supuesto que te acordás y mejor que yo, que estoy escribiendo esto para purgarlo. Y al final me sale escribírtelo a vos, que durante los últimos cuatro años fuiste inspiración de casi todo lo que he escrito, incluso (y especialmente) cuando todavía no estábamos de novias. ¿Qué harás vos para purgar lo del asunto? Hace un año, cuando todavía vivías acá, lo hubiera sabido.
Antes estaba pensando que si aquel día no hubiera hecho tanto calor el asunto no hubiera pasado. Pero no es el calor el que trae las miserias. Vos te mudaste conmigo un día sofocante de noviembre hace tres años y las dos estábamos completamente felices. No me acuerdo si fue que el chino de la esquina no tenía champán o que en nuestra economía conjunta no sobraba un peso para comprarlo, la cosa es que terminamos brindando con vino blanco de cartón y soda, un pobre sustituto, pero ¿qué importaba?
Vos tenías todas tus cosas encimadas a las mías, desordenadas, anudadas. Tardamos semanas en acomodarlas, como si quisiéramos que nuestras cosas se fusionaran mágicamente o porque todo era así como la canción, de la cama al living, pero en el living no hacíamos nada, comíamos algo, nos hidratábamos y de vuelta a la cama. Así pasamos las tres o cuatro primeras semanas. Nos habíamos propuesto tácitamente ser muy ruidosas. No lo hablamos, pero creo que las dos necesitábamos roper las barreras del sonido, después de haber pasado tanto tiempo bajo el techo de tu familia o el techo de la mía, techos en los que había que cerrarle el pico a las verdades. Yo tuve que mudarme antes porque ya no aguantaba más. Mi familia -ya lo habíamos convenido- era la más desquiciada. Lo mal que te trataba mamá, que sabía bien quién eras para mí, pero no lo quería hablar, no quería escuchar, sólo te sobraba y yo me moría de vergüenza. Y tu familia lo mismo, pero un poco más tranquila. Me dejaban entrar a tu casa, quedarme a dormir, cojerte, sí, cojerte porque debían saber que si yo pasaba la noche en tu pieza y era tu novia, cojíamos. Pero igual me llamaban "tu amiga" y casualmente muchas veces se les olvidaba invitarme a cumpleaños y otros festejos. Así que vos tampoco tardaste en venir a vivir conmigo.
Cajas, valijas, tu gato Felipe y santo remedio. Habíamos solucionado la mierda familiar en dos ambientes, quinto piso, balcón. Y entonces podíamos hacer mucho ruido cuando cojíamos, pero en esa época ningún vecino se quejaba. Claro, ¿quién tiene la cara para venir a decir: chicas, griten menos porque me despiertan al nene? Aunque sí empezaron a venir cuando los gritos tuvieron que ver con otras cuestiones. Se ve que de tanta costumbre de alaridos, también los trasladamos a las peleas. Pero los primeros tiempos, recuerdo haberme sentido absolutamente libre. Poder gritar y que vos me grites en ese espacio que era nuestro, me sonaba hasta divertido. Parecíamos una de esas parejas. Vos sabés lo que quiero decir, de esas que tienen su casa, sus hijos, sus pases de factura. Nosotras no teníamos hijos, pero Felipe ya se había adaptado perfectamente a esta casa. Cuando vino tu amiga Maribel me acuerdo que dijo que parecía que Felipe absorbía todo lo que nos pasaba, porque cuando discutíamos se ponía a saltar de acá para allá como un loco, corría, mordía los muebles. Y cuando nos reíamos él jugaba chocho de la vida con lo que fuera que encontrara. A veces también se nos acercaba mimoso cuando nos veía besarnos. Ahora que lo pienso, había tenido razón Maribel aquella vez.
Quizás ya no tenga sentido achacarnos el asunto, pero las dos sabemos que sí, que tenemos todo que ver con lo que pasó, aunque en esos primeros meses de convivencia no lo hubiéramos imaginado. Y después que pasó no podíamos nombrarlo siquiera, entonces nos referíamos a eso como "el asunto" y así quedó para nosotras, aunque en realidad nadie más sabe cómo fue la evolución de eventos que condujeron hasta ese desenlace y será por eso, por este secreto, que hoy necesito purgarlo todo.
Los vecinos no se quejaban tanto al principio, porque en realidad casi nunca discutíamos. Sólo pasaba que había algo de mi desorden constante que a vos te sacaba de las casillas. No importaba cuántas veces limpiaras o me pidieras que mantenga el orden, yo simpre me las arreglaba para desacomodar todo. Eso me decías. Ahora que veo el lío de esta habitación pienso que tenías razón. Pero así viví yo siempre y no me molestaba. Y a vos tampoco te molestaba tanto porque después de tu berrinche yo encontraba la forma de sacarte una sonrisa, al menos el primer tiempo. Se ve que a medida que pasaron los meses, el desorden y tu cansancio fueron mayores que las sonrisas que te sacaba y el volumen de nuestros gritos comenzó a ascender.
Pero no fue eso, o no fue sólo eso. Alberti y Asociados. Así empezó la debacle. Conseguiste trabajo en ese estudio y de pronto le dedicabas más de diez, doce horas al día. Te servía para cuando te recibieras. Era llenar el currículum con una experiencia importantísima. Yo lo entendía. Te lo dije mil veces. Pero debió ser como una de esas cosas que uno entiende de palabra, conceptualmente, y cuando eso se traduce en que la otra persona empieza a llegar cada vez más tarde, más cansada, de mal humor, seca de emociones porque ya las volcó todas en esas cuatro paredes blancas minimalistas estudio de arquitectura, entonces eso que entendías de palabra se convierte en otra vez esa cara de mierda y seguro se va a bañar y a dormir temprano, ni un mimo, ningún registro de mi persona, esa sonrisa forzada, si yo pudiera cambiarle el ánimo de porquería que tiene, por ella y por mí, porque todas las noches, o casi todas, esa cara, ese desgano y mi sensación de culpa porque llego mucho más temprano del trabajo y tengo tiempo para mí y ella internamente debe culparme aunque no lo dice, es muy buena para decirlo, pero si es buena, ¿por qué no cambia la cara?
Todo eso las dos lo entendíamos muy bien los fines de semana, después de haber discutido tres de los cinco días de la semana. El domingo a la tarde, después de la siesta, hablábamos de lo que nos pasaba y detectábamos que era un tema laboral exclusivamente, que esto era ahora, que el año que viene después de recibirte ibas a dejar todo y abrirte sola. Pero en el transcurrir de los días, se transformaba en una pelota pegajosa que hace rato había empezado a sumarse a sí todo lo horribles que podíamos ser una con la otra.
Me acuerdo de esa vez que discutimos y no sé si habrá sido porque Felipe y yo estábamos pasando mucho tiempo juntos en casa antes de que vos volvieras del estudio, o porque el minino tenía una percepción impecable, pero pasó que vos me dijiste algo terrible, algo como que a veces no te daban ganas de volver a casa y Felipe, siendo que el gato era tuyo, se te lanzó encima y te arañó una pierna. Desde ahí lo empecé a sentir como un justiciero; creo que vos también. Como si fuera que él iba a ser el árbitro de nuestros arranques o que al menos debíamos comenzar a prestarle más atención a las señales. Ahí fue que empezaste a leer libros sobre revelaciones y cambios de vida y budismo zen. Pero se ve que la espiritualidad te duró poco, porque la enfermedad de papá no tardó en agravar la situación. Diagnosticado y todo, vos ya habías organizado tus vacaciones con tu hermana y no sabías qué hacer. Papá estaba bastante mal, pero yo insistí para que te fueras igual. No sé porqué hice eso. No sé porqué muchas veces dije lo opuesto a lo que sentía. Quizás para probarte, para ver qué hacías, si tomabas la decisión que para mí era correcta. Y fue claro que tu concepción de lo correcto era muy diferente a la mía. A papá lo operaron cuando vos estabas en Bariloche. A tu regreso me mostraste las fotos del viaje: el día que papá sobrevivió, porque fue eso, sobrevivió, lo sé porque el médico reconoció más tarde que la operación había sido muy complicada y que las chances de que saliera bien eran escasas, ese día en el que mi viejo podía irse de este planeta, vos estabas en una aerosilla subiendo un cerro y cagándote de la risa con tu hermana. Sí, después me llamaste. Te conté todo. La angustia que pasamos, que después mamá se había ido a dormir a su casa, que él ya estaba bien y que en unos días le daban el alta. Quizás no pudiste ver la gravedad de la operación. Nunca entendí que te fueras, que creyeras real mi incitación a que te tomes esos días de vacaciones que ya habías planificado. Estábamos hablando de mi viejo ¿no lo entendiste? Y cuando sostenía tu foto en la aerosilla sentí por primera vez que algo se quebraba, que para mí podía quebrarse el caño de la maldita aerosilla y que vos y tu hermana se cayeran un poquito al vacío. Pero no te dije nada, porque había sido yo la idiota que te empujó a esas vacaciones. Ibas a decirme que yo te insistí para que hagas el viaje y que si te lo hubiera pedido, vos te hubieras quedado por lo de mi papá sin ningún problema. Pero ¡vamos! Si hubieras querido, te hubieras quedado. Yo tenía eso tan claro que ni quería oírte dar esas excusas. Así que sólo empecé a tratarte mal, a dejar ir todo, a enojarme por cada cosa, por tu cara de mierda cuando volvías de trabajar, por tu intento tardío de cojer conmigo un sábado a la noche después de dos semanas de mis intentos fallidos. Y ahí fue que Maribel te dijo eso de que la convivencia nos estaba matando. No me lo olvido más, porque una semana después de que me contaras lo que te dijo, vos y tu discurso de que había que creer en las señales, tuvieron su clímax esotérico en una señal que no nos vimos venir.
Fue un martes de marzo. Los martes eran los peores días para vos, porque como los lunes en tu oficina no llegaban con el trabajo, los martes se quedaban casi siempre unas horas más para adelantar cosas. Adelantar no sé qué, porque nunca tenían tiempo, todo les requería horas extra aunque adelantaran trabajo. Así que era el peor día para vos y terminaba siendo el peor para mí, porque llegabas como a las ocho de la noche, después de mi clase de yoga y me veías tranquila y eso te ponía peor. Y como yo sabía que te ponía peor, más relajada procuraba que me encontraras. Bañadita y todo. Cantando una canción alegre, en tu cara de mierda, en tu cansancio, en tu no registro de mi persona, te lo iba a refregar todo. Hacía un calor terrible. Había hecho como treinta y tantos grados y me dijiste que en el estudio se había cortado la luz así que el aire acondicionado no andaba. Yo sabía que venías a las puteadas, pero no iba a ser muy diferente a los demás martes de los últimos meses. Para no discutir tanto, hice la cena y me senté a leer. Había abierto el ventanal del balcón para que entrara el viento húmedo de los últimos días de verano. Cuando entraste, lo mismo de siempre. Esa cara de tedio que tantas discusiones había gestado. Enseguida, casi sin dejar la cartera, viste que unos cds y unos papeles tuyos se habían caído por culpa del viento. Te quejaste de mi desorden, de mi "dejadez", como decías siempre. Yo retruqué gritándote que encima que había hecho la cena tenía que aguantarme tus echadas en cara y que no era culpa mía que tuvieras ese trabajo de mierda, esa cara de mierda, esa vida de mierda. Y vos, que hacía rato habías dejado de medir las consecuencias de tus frases, lanzaste así nomás que no estabas tan segura de eso de que yo no tuviera nada que ver con tu vida de mierda. Y en ese momento en el que yo estaba tan lista, tan preparada para largarme a llorar y escupirte todos los insultos que conocía y algunos nuevos, el asunto nos robó la vida de un solo salto. Felipe, que había estado corriendo por toda la casa totalmente fuera de quicio, tirando cosas al pasar mientras nosotras discutíamos y le gritábamos que la cortara, sin percatarnos que el gato lo recibía todo, que éramos nosotras las que lo estábamos llevando a ese estado de locura, simplemente se frenó, en ese momento en el que me dijiste lo de la vida de mierda, se detuvo como si él sintiera lo mismo que yo, la gota helada cayendo por la espalda, el golpe terminal que sentí en la nuca pero que no me di tiempo de absorber, sólo quería apurarme a devolverte con algo peor, Felipe que lo absorbía todo se frenó y detuvo el tiempo. En un firme y rápido galope, atravesó el living, llegó al balcón y siguió derecho.

Después de la muerte de Felipe dejamos de discutir. Los días nos pasaban por encima, abatidas, perplejas.
Te llevaste tus cosas dos semanas más tarde. Tu cuñado vino unos días después con el flete a buscar los muebles. El asunto no le había quedado claro a nadie. Cómo un gato podía hacer una cosa así, nada más.
Pero vos y yo sabemos todo, incluso hoy, por eso hay que purgar este asunto, hay que decirlo en un cuento o en una carta. Hay que decirnos este asunto, porque en casa hay demasiado silencio y los vecinos ya no vienen más a quejarse por los ruidos.