viernes, 23 de diciembre de 2011

Elena libre


Elena tenía la manía de sacarse la remera en público cada vez que estaba contenta. Esto lo hacía, según me contó, desde muy chica hasta más o menos los diez años. Me dijo que no lo hacía siempre, nada más cuando estaba muy contenta. Nadie sabía explicarlo muy bien, ni siquiera ella misma. Lo único que atinó a decirme fue que cada vez que se sentía realmente feliz, eso venía acompañado del impulso, o más bien la necesidad, de sacarse la remera.
- Debía sentirme tan contenta y tan libre que la única forma de expresarlo era sacándome la remera- confesó la primera vez que me narró esos episodios. Se moría de vergüenza, porque la que primero me lo contó, en realidad, fue su abuela Tina. Entonces Elena debió sentir la necesidad de explicarse. Aunque para mí, como para Tina, era una historia sumamente encantadora.
Según Tina, Elena había tirado remeras por los aires, las había usado como poncho andino a puro revoleo, las llevó como banderas y hasta las había arrojado al mar durante sus primeras dos o tres vacaciones (tal era su euforia por el mar).

Elena ya no tenía exabruptos de esa naturaleza. De hecho, desde que la conocí me pareció una persona más bien conservadora, cautelosa. Yo tuve que incitarla a la bebida y las drogas menores porque para mí necesitaba soltarse, dejarse llevar. Elena era una persona maravillosa y yo la amaba con locura. Lo que yo quería más que nada era que fuera un poco más abierta sexualmente. Teníamos buen sexo, pero siempre pensé que podríamos ir mucho más allá. Me sentía inhibida de decir groserías (que tanto necesitaba expresar) o de instaurar prácticas un poco más arriesgadas. Me imaginaba muchas veces que la llamaba "Putita" y el sólo hecho de pensarlo me calentaba terriblemente. Pero yo sabía que a Elena no podía llamarla así. Seguramente me hubiera hecho un escándalo por eso de la prostitución y la figura de la mujer y no sé qué más. Yo no quería que ella ejerciera la prostitución, nada más quería tener un poco de sexo sucio, berreta, libertino. Con Elena eso no se podía. Nos limitábamos a las prácticas típicas. Nos iba bastante bien, pero para mí faltaba ese condimento perverso que hace que una relación sea verdaderamente íntima y verdaderamente buena.

El día que Tina me contó lo de las remeras, mi primer impulso fue reírme. Inés, la madre de Elena, estaba limpiando la casa así que iba y venía refunfuñando por lo que Tina me contaba. A Inés esa historia no le parecía nada graciosa. Elena, que estaba cebando los mates, amenazó varias veces a su abuela con confiscarle algunos si seguía metiéndose en detalles que ella consideraba escabrosos. Yo seguí indagando y así me enteré de unos quince o veinte episodios de despojo de remeras. Elena repetía que la cosa no era tan así como la contaba su abuela, que estaba inventando cosas, que no habrán sido más de tres o cuatro veces. Yo tampoco confiaba mucho en la lucidez de Tina. La historia me parecía graciosa, pero no se asimilaba en absoluto a la Elena que yo conocía.

El cuento de las remeras me parecía tan interesante que yo necesitaba expulsarlo por algún lado, entonces le hacía bromas todo el tiempo. Me producía curiosidad, calentura, amor, calentura. Esa Elena se me hacía mucho más atractiva que la que yo conocía, a quien ciertamente no podría jamás llamarla Putita. Sin embargo, a una Elena que hiciera actos de lanzamiento de remeras, yo podría decirle tantas cosas. Putita sería lo mínimo. Y de ahí a cualquier práctica estábamos a un solo paso. Yo soñaba con cadenas y esposas. Imaginaba a Elena enfundada en cuero, con una fusta. Nos pensaba tirándonos de los pelos, arrojándonos contra las paredes de mi habitación o teniendo sexo en los lugares más recónditos. ¿Cuál era el límite? Se trataba de una persona que desde su más tierna infancia simplemente se quedaba en tetas ante cualquier atisbo de alegría. Yo sabía que conmigo Elena era feliz. ¿Por qué, entonces, no se quedaba en tetas? Quiero decir, en situaciones de sexo se quedaba en tetas, pero hablo de otro tipo de tetas. Tetas felices que le cantaran al viento. Tetas libres. Una Elena así era para mí la mejor de las Elenas posibles.
Así que le insistí sobre la historia durante varios días. Le hacía chistes, le pedía que me contara lo que se acordaba, me hacía la incrédula para generarle la necesidad de demostrarme que todo eso de las remeras era cierto. Y funcionó. Logré que me mostrara una foto que tenía guardada en la casa de la madre. Era una foto del Carnaval. Ella tendría unos diez años (explicó que esa debía ser una de las últimas veces que se sacó la remera). Las tetitas incipientes de Elena hacían su aparición entre las espumas de los niños que la miraban asombrados y una tía disfrazada de mulata que se mataba de la risa. Me dijo que esa noche había sido de las más felices y divertidas de las que tuviera memoria. Hasta que, por supuesto, su madre corrió a taparla a grito pelado. La foto la había sacado su abuela. Fue una de las imágenes más hermosas que vi jamás.
Esa noche inicié un franeleo un poco más fuerte que otras veces. Ella tenía una colita de pelo y le tiré con fuerza para atrás para arquearle la espalda. A Elena pareció gustarle. Después la empujé contra una pared y le mordí el cuello. No podía olvidarme de esa foto. Las tetitas de Elena. Elena libre. Elena hecha un fuego. Todo lo que podría haber sido si la mano dura de las buenas costumbres y de su madre que corría a taparla, no le hubieran cosido la remera al cuerpo.
- Putita- le susurré al oído cuando sentí que ella estaba por acabar. Elena se detuvo.
- ¿Qué?- me dijo. Yo también me detuve.
- Nada.
- No... ¿Qué? ¿Cómo me llamaste?
- Putita- respondí con timidez. Imaginé que se me venía encima toda la sarta de pacaterías disfrazadas de derechos femeninos. Pero eso no pasó. Elena me preguntó si me gustaba llamarla así. Le dije que sí.
- Entonces soy tu putita- respondió. Y yo me enardecí tanto que tuvimos una de las mejores cogidas de la historia.

Nuestras prácticas sexuales fueron adquiriendo cada vez más colorido. Elena, que no era ninguna tonta, se dio cuenta de que todo había empezado con el asunto de la remera. Tal es así que un día me confesó que ella hubiera querido tener otra relación con su cuerpo, un poco más suelta, más libre, pero que su madre la había educado así y que después de la pubertad tuvo que entender que eso de quitarse la remera en público no era lo más adecuado. Yo le expliqué que eso de la remera tenía un valor simbólico y no sé qué cosas más le dije en tono intelectual y psicoanalítico que es el que me sale cuando lo que realmente quiero decir es "Ponete en bolas". Le dije que ya era grande como para tomar sus propias decisiones con respecto a su cuerpo y que lo importante era que uno siempre puede cambiar. Le dije además que lo que quería era que ella fuera libre, que se sintiera bien, que fuera feliz. Lo que yo verdaderamente quería era ampliar cada vez más nuestros hábitos sexuales.

Esas vacaciones fuimos a la costa. Hacía varios años que ninguna de las dos iba al mar. Como llegamos temprano, dejamos los bolsos en el hotel y nos fuimos a la playa. Elena estaba tan contenta de ir al mar que durante las cuadras que nos llevaban a la playa no paró de apurarme. Ni bien vio el mar salió corriendo. Fue hermoso verla así de feliz. Estaba tan contenta que en un acto de homenaje a su descocado pasado se sacó la remera y la tiró lejos. Me sentí satisfecha de haberla incitado a liberarse. Pero Elena estaba tan contenta, que se sacó también la bikini y quedó completamente desnuda. Yo no lo podía creer. Chapoteaba irreverente entre las olas, ante la mirada de los demás bañistas. El público comenzó a amontonarse. Las señoras comentaban furiosas. Los hombres miraban perplejos, excitados. Los nenes reían, los adolescentes hacían chistes. Toda la playa se había juntado en la orilla para mirar a Elena. Yo estaba atónita, petrificada. No sabía qué hacer. El tumulto alternaba de gritos a carcajadas. Algunos bebés lloraron y alguien exigió que se llamara a la policía. Los comentarios de la gente no cesaban. Decían que estaba loca, que había que internarla. El guardavidas vino corriendo y le tocó varias veces el silbato. Me preguntó si la conocía y me morí de vergüenza cuando tuve que admitir que sí.
Elena salió del agua. Yo la esperaba con la toalla y un bochorno infernal.
- Tapate, ¿querés?- le grité totalmente encolerizada.
En ese momento supe que nunca más iba a poder llamarla Putita.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Nuestra verdad posible

¿Cuánto tiempo duran las verdades?
Si yo pudiera serme infiel, ahora mismo me prendería un cigarrillo. Aunque hace años que no fumo, lo encendería sin dudar. Lo fumaría mientras escribo, porque escribiendo tengo derecho a cualquier cosa, hasta a decirme mentiras. Puedo inventar realidades, porque al fin y al cabo ¿qué es real? Tanto tiempo creyendo en la física y nada de tiempo en la patafísica.

Entonces imaginemos:
Un día dicen que nací. Un día perdí un diente de leche, dos, tres. El Ratón Pérez, los Reyes Magos. La escuela, la luna, el amor. Dicen que algo de todo eso es real. Lo que toco es real. La luna no la toco, entonces ¿no es real?
El amor no lo toco.
Me tomo un avión y creo, imagino, que me caigo para abajo o me caigo para arriba. Al espacio. ¿Por qué no? Y dicen que dicen que eso es vértigo, pánico, ¡fóbica! Digo que un día me pasó todo eso y casi...
Pero puedo decirme mentiras. Puedo inventar que creo en esto que toco: una silla, mi pelo, el mapa de un país. El amor no lo toco.
El mapa de un país, entonces, es real. El país es real porque lo toco. La gente de ese país es real. Toco a la gente. No a toda. Dicen que en ese país la gente tiene ideas. Las ideas no las toco. ¿Serán reales? ¿Serán verdades?
Veo, escucho. Me lleno la panza de maíz y soles y música y mar. Todo eso debe ser real. Lo que no toco, también ha de ser real. Porque dicen que la luna es real aunque no la toco. Y dicen que el amor es real.

Ahora creo que al fin he llegado a una verdad: No importa qué sea real. Todo es un ladrillo sobre un ladrillo, sobre una ventana, sobre una escalera, sobre un ladrillo, sobre un sueño y así...
Lo hago todo a mi forma, porque lo que toco no es real y lo que no toco es real y hay tanto más allá de tocar.
El amor no lo toco, pero juego a que a veces huele a real.

Como siempre, abro una puerta y ahí está: La Verdad.
Y después todo se cae, porque es un ladrillo, sobre un ladrillo, sobre una ventana y así...
Hasta que abro otra puerta y ahí está, una vez más: La Verdad. Pero es otra.
Menos mal. No duran nada las verdades.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Argentina, diez años atrás

A las tortas no se les había ocurrido mejor idea que tener sexo en la laguna que se formaba a unos metros del mar. Estaban detrás de un par de lanchas, no muy bien escondidas. Yo estaba vacacionando en Venezuela, sin un interés particular por el avistamiento lésbico, aunque nunca está de más. Las vi por el tumulto de gente que se había amontonado. Al principio, por los gestos de asombro de los que se habían puesto a ver, creí que se trataba de algún tipo de animal extraño. Los que estaban mirando eran del grupo de gente que fue a la playa en lancha conmigo y con quienes también debía volver al pueblo. Estábamos a punto de volver cuando los sorprendió el espectáculo. Yo llegaba un poco tarde así que tuve que preguntar qué era lo que estaban pispeando.
- Dos... mujeres...- dijo a duras penas en rarísimo español la señora italiana que había venido con su marido, también italiano.
- Sex- agregó el marido.
Los dos estaban muy conmocionados y se veían curiosos. Algunos reían, especialmente el gordito boludón que había venido con su novia que no parecía tan boludona como él, pero por estar con semejante boludón se podía suponer que ella también debía serlo. La gente se asomaba apenas, pero yo quería ver y no lograba detectar dónde estaban.
Un venezolano de unos treinta años que estaba vestido de blanco, al igual que su mujer -una venezolana teñida de rubio y de cejas pintadas- me señaló dónde estaban exactamente las Dos-mujeres-sex. Yo no podía imaginar qué podía ser más atroz que combinar ropa con el concubino, pero ni bien me asomé por donde dijo el venezolano, las vi. Claro, eran dos tortas cogiendo. Yo me sentí instantáneamente reconfortada, como si un pedacito de la identidad me hubiera sido devuelta. Por fin tortas. En este país donde los hombres parece que te van a saltar encima en cualquier oportunidad, estaban ellas haciendo su chanchada al mejor estilo lobo marino, refregándose a chapoteo limpio, tiradas a la orilla de la laguna. Tengo que admitir que el espectáculo no me pareció en absoluto cuidado. Era más bien pornográfico y decadente. Por eso, y porque yo tenía que cuidar mis modales ante el grupo, me di vuelta inmediátamente al grito de "Oh!". La venezolana carcajeó tímidamente y le dijo al venezolano: -Bueno, este es un país libre.
Los demás seguían sonriendo pícaramente. Cuando llegó el lanchero que debía regresarnos al pueblo, inmediatamente fue informado de todo. Subimos a la lancha y el boludón confirmó que esas dos eran las que habían viajado con nosotros a la ida. Yo las recordaba, una era gordita y caminaba como si tuviera pelotas; la otra era una mulata con rulos motudos. Cuando subieron, la gordita empuñaba una botella de licor en la mano. El lanchero le pidió que la dejara en el piso, no fuera cosa que alguna ola no sé qué y se le rompiera y se cortara la mano. La gordita no quiso saber nada y yo, que estaba cerca, por las dudas me senté en otro lado. No supe cómo se resolvió el tema, pero por las caras de la gordita y la mulata era claro que esa botella, a la que le faltaba buena parte de bebida, había sido ingerida con vehemancia un rato antes.
- A mí me da pena- dijo el lanchero mientras hacía arrancar el motor -. Dos chicas así. Un besito puede ser, pero más que eso...- e hizo ademanes muy poco agradables con su lengua.
En casos así, por puro deleite, me gusta presenciar el holgado fascismo de cada quien, así que agité un poco las aguas que ya venían bastante movidas.
- Al menos hubieran elegido un lugar mejor- dije, a la espera de respuestas.
- A mí me parece una falta de respeto- dijo la venezolana que antes había dicho que este era un país libre.
- Estar haciendo eso así, en cualquier lugar- dijo el venezolano.
- Sí, si nos vamos a hacer los pacatos, no está bueno tampoco si fueran un hombre y una mujer- respondí.
- No, pero dos mujeres es peor- dijo él.
- Y bueno, pero para lo que venían tomando, no creo que se hayan dado cuenta de nada- respondí. Quise agregar que seguramente la estaban pasando mejor que nosotros, pero el lanchero (al que ya no podía escuchar bien por el ruido del motor de la lancha) seguía haciendo gestos y diciendo palabras que apenas podía oír, pero sonaban como "no me parece bien" y la gente parecía mucho más interesada en sus opiniones caricaturescas.
El boludón parecía muy alborotado por el avistamento de las tortas marinas. La boludona no decía nada además de que le daba miedo estar sentada en la punta de la lancha. Durante el viaje de regreso al pueblo el boludón no paró de reírse. Se lo notaba agitado y contento. A mitad de viaje nos cruzamos con otra lancha y el boludón les gritó que fueran a mirar detrás de las embarcaciones, en la laguna, a las dos chicas que estaban teniendo sexo. El venezolano quiso agregar algo, pero la venezolana lo codeó para callarlo. La venezolana se había dado cuenta al igual que yo, que dos de las pasajeras de esa otra lancha eran evidentemente pareja. Yo ya las había visto en el pueblo y le había echado miradas indecentes a la más alta, que tenía un piercing en la ceja por si no quedaba claro que era torta. El boludón igual siguió a los gritos y el lanchero, entre carcajadas, agregó algún comentario más que seguí sin poder escuchar. Los italianos mantenían aún el gesto de estupefacción y reían de a ratos.
La lancha continuó su viaje por aguas cada vez más revueltas. De pronto recordé que hoy, mientras las tortitas cogían, en Argentina se estaba llevando a cabo la Marcha del Orgullo. Y me acordé cómo, nueve o diez años atrás, cuando yo comenzaba mis aventuras lésbicas, la gente veía tortas en la calle y las señalaba como si fueran una atracción zoológica. Tengo que admitir que la mayoría de los cambios sociales se dieron en Buenos Aires y en las grandes metrópolis y que, si uno va a un pueblo, la homosexualidad sigue siendo un fenómeno repudiado. No puedo decir que toda Venezuela sea así. A decir verdad, este episodio transcurrió en un pueblo costero que poco tenía que ver con las grandes ciudades bolivarianas. Pero haber vivido una situación así, escuchando comentarios tan sectáreos me sentí en la Argentina de diez años atrás.
- ¿En Argentina ya aprobaron el casamiento gay, verdad?- me preguntó la venezolana.
- Sí- dije yo con firmeza. Y me acordé otra vez de la Marcha y del orgullo y de todas las veces que nos olvidamos que hace diez años mucha gente en Argentina era como los que viajaban conmigo en esa lancha.
A medida que nos adentramos en el mar, las olas se hiceron cada vez más grandes y los pasajeros nos asustamos mucho. La boludona tenía cara de que iba a vomitar. Los italianos ya no se reían. Yo también tenía miedo pero pensé que si pasara lo peor y naufragáramos ya sabía muy bien a qué hijos de puta me iba a comer primero.

viernes, 14 de octubre de 2011

En el camino

Por motivos de viaje, este blog permanecerá cerrado hasta nuevo aviso. Bueno, cerrado no, pero no creo que publique nada. Ustedes se pueden charlar o hacer lo que quieran. Les dejo abierto el espacio. O pueden mandarme un saludo a mi almita viajera.
Les dejo un abrazo muy grande, desde un lugar muy lindo, desde un país en contrucción socialista, como el pueblo y el Comandante así lo quieren.
T.

martes, 13 de septiembre de 2011

Cartas de una mujer abandonada

Día 31

Querida:
Me alegro de afirmar que sin vos no sólo podré alcanzar el bienestar espiritual, sino también la bonanza económica, que no es poca cosa.
Haciendo un cálculo exhaustivo de mis gastos en materia de nuestra pareja, he concluido que: si sumáramos los regalos de aniversario y cumpleaños, las invitaciones al teatro, cine, recitales, cenas, hoteles alojamiento (que se te antojaban de tanto en tanto), las vacaciones (en las que, según decías, no debíamos escatimar en gastos) y las eventuales atenciones (libros, cds y otros obsequios), el monto alcanzado superaría ampliamente lo que a cualquiera le hace arquear las cejas y exclamar: ¿¡Tanto!?
Ahora que hemos terminado nuestro noviazgo he logrado ahorrar una buena cantidad de dinero que destinaré a fines absolutamente egoístas.

Definitivamente, la soltería es un estado civil mucho más redituable.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Cartas de una mujer abandonada

Día 27

Querida:
Después de mucho titubeo, finalmente me deshice de todas tus fotos. Eliminé las que tenía en el corcho de mi pieza y las que guardaba en los cajones y álbumes. En una investigación posterior, llevada a cabo por una amiga con la que me jacté de haber eliminado tus fotos, fui obligada además a arrojar a la papelera las fotos que tenía en mi computadora. Ya ves, no hay vuelta atrás. Como un relato bíblico, eliminé por completo las imágenes de mi diosa pagana. Ahora tengo tiempo de concentrarme en mi ateísmo.
Gracias a Dios.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cartas de una mujer abandonada

Día 25

Querida:
Estos días me sentí apta para adentrarme en nuevas aventuras amorosas. Un clavo saca otro clavo. Y si suscribimos a las teorías de la antigua sapiencia de la ferretería, una mujer debía poder sacarte a vos, mujer, de mi mente.
Pero querida, ¿qué hacen ahora las mujeres para conocerse? Hace años que no asomo las narices por el húmedo sopor de la soltería.
Facebook, dicen.
Con ayuda de una amiga, me he generado un "Perfil". Puse una foto sexy, pero fui etiquetada en decenas de fotos muy poco sexies. Los amigos pueden ser muy crueles. Les pedí encarecidamente que tengan mejor criterio a la hora de poner mi nombre entre sus imágenes públicas.
Así y todo logré chatear con una chica muy interesante y convenimos día y hora para una cita. En el día señalado me encontré con la señorita, que se suponía sería la futura madre de mis hijos. Yo estaba realmente esperanzada. Al final, la fulana ni fú ni fá. La cita, ni fú ni fá. Pero no quise olvidar la filosofía ferretera: una pieza metálica larga y delgada, con cabeza y punta, saca otra pieza metálica larga y delgada, con cabeza y punta. Así que nos fuimos a la cama, no para empezar a encargar a nuestros futuros hijos (porque puedo estar muy deprimida pero no por eso olvido los detalles de la biología), sino más bien porque ya me parecía hora de aceitar lo propenso a ser oxidado (como para seguir en el tren de las metáforas ferreteras). Lamentablemente, la escena duró hasta que mi ataque de llanto inundó las sábanas de confesiones, culpas y promesas de amor eterno a vos, no a ella, que se quedó dormida en la otra punta de la cama.

No somos clavos, querida. He dejado de creer en la ferretería.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Cartas de una mujer abandonada

Día 22

Querida:
Hoy siento que es posible superarte. Pondré en esta empresa todo mi empeño. Es simple cuestión de conducta.

1. Lo primero es darme cuenta de que todo lo que pasa es parte del proceso de duelo. Me ocuparé entonces de repetírmelo cada vez que sea necesario. Llorar a moco tendido por cualquier cosa: es parte del proceso. Pelearme con mamá cada vez que me llama por teléfono, generándome la esperanza de que seas vos, para terminar descubriendo que otra vez es ella y querer matarla: todo eso es parte del proceso. Sentirme la persona más infeliz e incomprendida sobre la faz de la Tierra o al menos dentro de mi círculo de gente conocida (que es lo que importa): es pro-ce-so.

2. No está de más leer libros de autoayuda o mirar películas y creer que me dejan un importante mensaje para mi crecimiento personal. Esa es la siguiente pauta para dejarte atrás: estar profundamente convencida de que esto que está pasando me sirve para aprender. He comprobado que si realmente me creo eso de que detrás de tanto dolor hay una enseñanza, le esquivaré el bulto a una triste realidad: que a veces la vida es simplemente cruel.

3. Siempre es útil escuchar los consejos de los demás, especialmente cuando una está tan alejada de su voz interior. Estos días no faltó el consejero de ocasión dispuesto a heredarme sus máximas de vida. A tal efecto, Lucas, un compañero de trabajo, sentenció el jueves que si el hombre es un animal de costumbre, sólo es necesario que yo me desacostumbre de la costumbre de que seas mi novia. Después de eso, sentí que era conveniente aclararle que no soy hombre ni animal. El consejo de Lucas, sin embargo, fue muy útil: me ayudó a recordar que existe gente más pelotuda que yo.

Pero hoy te juro, querida: podré superarte. Es una cuestión de conducta: Proceso de duelo, aprendizaje y compararse con pelotudos.
Tengo el éxito asegurado.

Cartas de una mujer abandonada

Día 18

Querida:
Creo que entre la poesía y la obsesión hay una línea muy estrecha.

Comprarme las pastillas de miel que comías, para que mi boca tenga el sabor de la tuya, ¿es estar parada justo sobre la línea?

Mis amigos dicen que tener que arrancarme las pastillas de la mano (y de la boca) no tiene nada de poético. 


domingo, 4 de septiembre de 2011

Cartas de una mujer abandonada

Día 17

Querida:
Mi estado de ánimo está muy cambiante. Algunos días me siento hilarante; otros, me quedaría en cama a esperar el Apocalipsis. Los cambios de humor ocurren a veces dentro de una misma jornada. Tengo mis días. Hoy, por ejemplo, me desperté en un estado un poco místico. El sol me llenó de buenas vibraciones y sentí que era el momento ideal para conectarme con mi lado espiritual. Me preparé un té verde y leí mi horóscopo que me pronosticaba una buena semana. Decidí dar un paseo y llegué hasta la plaza, donde estaba la feria artesanal. En un puesto de joyería con piedras, fui instruida sobre las propiedades curativas de cada una. Me llevé un colgante con una piedra de cuarzo para limpiar mi aura y lograr la iluminación. Una vez que terminé mi recorrido por la feria, caminé un rato pensando cosas muy profundas. Llegué a la conclusión de que si mantengo un pensamiento positivo puedo lograr que todo lo bueno que hay en mi interior fluya hacia afuera y todo lo bueno que hay afuera fluya hacia mí.
Más tarde me entregaron un volante de unas clases de yoga que se dan cerca de mi casa. Me lo guardé porque hoy no creo en casualidades: todo pasa por algo. Estoy segura de que estamos conectados en una red interpersonal de amor y energía. Es buen momento para buscar la alineación de mis chakras. Quizás más adelante, meditación trascendental.

Querida mía, hoy pienso que no sos mía. Sos del aire y hacia el aire te vas. Sos hija de la vida y la vida no tiene posesiones. Yo no te poseo. Y aunque mi estado de ánimo aún fluctué, sé que quiero verte libre. Me alegro sinceramente de que hayas tomado el vuelo hacia la luz. Desplegá tus alas. Volá. Que la luz del sol te guíe hacia él y en lo más alto de tu vuelo te quemes bien quemada por conchuda y me paso la meditación trascendental por el quinto forro del orto.
Amén.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Cartas de una mujer abandonada

Día 15

Querida:
En estas dos semanas que llevo de soltera, he realizado enormes avances en el arte de la autodestrucción y el flagelo personal. Incorporé a mi pirámide alimentaria nuevos productos y he basado mi dieta casi estrictamente en ellos: derivados de la uva, fermentados de todo tipo, maltas, cañas, cebadas y otros tantos de esa índole. Adquirí además un particular interés por las ciencias exactas: he comenzado a experimentar con productos químicos, con y sin prescripción médica. He alcanzado mayor afecto por aquellos que no son de venta libre. El escaso tiempo que permanezco desintoxicada, lo uso para llamar por teléfono a mis amigos y contarles cosas sobre vos y muchas cosas tristes de mi vida triste. Los pocos amigos que aún me soportan, han declarado que me prefieren drogada.

Hace dos semanas decidimos terminar nuestra pareja. Fue de común acuerdo: vos dijiste que me dejabas porque no me tolerabas. Yo dije que no pensaba tolerar a alguien que me deja.

Estas son mis cartas para vos, las cartas de una mujer abandonada.

domingo, 28 de agosto de 2011

De todos los bares del mundo...



Renata me pregunta dónde puede hacer taller de narrativa, porque asume que debo saber mucho sobre el mundillo literario. Se equivoca, pero ¿para qué corregirla? Le digo que hay cientos de talleres a los que puede ir, pero miento. Conozco con suerte cuatro o cinco y casi todos a través de amigos.
- Al taller de Laura Díaz. La conocés ¿no?- le digo, aunque sé que no la conoce. Y eso me hace quedar a mí, que sí la conozco, como una entendida.
- No. Perdoná, es que capaz no leo tanto.
- No te creas que yo leo mucho- respondo con falsa modestia. Pero es cierto, la verdad es que leo poco. Aunque después de ese comentario, quedo todavía mejor que antes.
Estamos tomando un vino que eligió Renata creyendo que elegía un buen vino. Es el que cualquiera eligiría pensando que es bueno. Y no es. Es bastante peor que otros vinos más baratos. No sé porqué sé eso. Sé cosas tontas, que escucho en algún lado y después reutilizo para mandarme la parte. La astucia está en saber con quién usar cada cosa. A Renata, por ejemplo, se nota que le gusta que conozca de escritores, de política, de arte.
- ¿Escribís algo además del blog?- me pregunta.
- Algo de poesía... Pero es para mí misma. No se la muestro a nadie ¿entendés?- le digo. Ella asiente. Hace silencio y me mira. Sé lo que piensa. Que algún día se la voy a mostrar a ella. Pero no escribo poesía. Y casi sin conocerla, ya sé que no le mostraría nada verdaderamente mío.
- Hay un poema de Girondo que me encanta. Lo leí en una antología. Pero me recomendaron otro libro de él. No me acuerdo el nombre...- me dice.
- La verdad que yo a Girondo mucho no lo leí... - respondo. No leí a Girondo. Qué farsante. Y si ella me sigue preguntando se va a dar cuenta de todo.
Se prende un cigarrillo. Tenemos que estar sentadas en las mesas de afuera del bar, porque ella fuma. Yo dejé hace unos años. Y por cortesía acepté sentarme afuera. Por cortesía no. Me gustan las mesas de afuera, las prefiero al encierro y al ruido seco del parloteo de los demás. A ella le digo que lo hago por cortesía, que lo hago por ella. La mesa en la que estamos es de madera, al estilo rústico de los barrios pretenciosos de Capital. Una pata es más corta que las demás y la mesa se tambalea cuando apoyo alguno de mis brazos, cosa que hago bastante porque hablo gestualizando mucho con las manos. Le cuento algo sobre Medio Oriente. Es necesario que le explique cosas del mapa del mundo. Apoyo un dedo para marcar el lugar geográfico de un país clave en mi explicación, la mesa se mueve y se caen las cenizas de los cinco cigarrillos que se fumó y dos colillas. Las limpia. A mí no me importa. Quisiera que me importe, pero ya estoy embarcada en mi desdén. Lo nuestro no va a funcionar. Lo supe apenas nos vimos o unos minutos después. Le gusté. Y no puedo hacer nada con eso.
Termino de hacer mi disertación. Renata está maravillada conmigo. Qué asco.
- Está bueno hablar de estas cosas con alguien- dice.
- Sí. Es interesante- respondo.
- Ahora todos usan esa palabra.
- ¿Cuál? ¿Interesante?
- Sí. Y nunca sabés si es verdad o te están pelotudeando.
Sonrío. Al fin me hace reír. Levanto la mirada para distenderme un poco. Miro las demás mesas, los bares de la cuadra, los de enfrente. Quizás no todo esté perdido entre nosotras. Quizás, si me hace reír. Miro los autos que pasan. La noche, los perros, la gente. Y detrás de la pareja que camina por la vereda, aproximándose hacia nosotras, la veo. Carolina. Caminando con dos amigos que conozco. La veo. Me ve. La pareja pasa y Carolina queda justo frente a mí. De todos los bares del mundo...
Me paro. Saludo a los amigos. La saludo a ella. Sonrío estúpidamente. La sangre me hierve. Le digo algo sin pensar. El clima, la gente. Me late la sien y las orejas. Sé que me puse colorada. De todos los bares del mundo, tenías que elegir el mío.
De pronto me acuerdo de Renata y la presento. Renata se para y saluda. Después vuelve a sentarse. Yo sigo de pie. Carolina me mira con tranquilidad. Entiende lo que pasa. Sabe que estoy en una cita. Sabe que esto es lo que hago, que este es mi oficio. Conocer mujeres, mandarme la parte. Ser más que el mundo. Ser menos que una sombra. Y sabe que todo lo dejaría por ella. Yo me muero de vergüenza y de culpa, como si la estuviera traicionando. Carolina está tranquila, como siempre. La calma de quien no siente, de quien no me siente. Me toma suave de un brazo y me dice que es bueno verme, que me cuide, que ande bien. Y se va. La miro irse y me siento. Otra vez frente a Renata.
- ¿Tu ex?- me pregunta.
- Algo así- respondo. Y siento no puedo hablar más. El estómago se me retuerce.
- ¿Querés que pidamos algo más o mejor nos vamos?- dice Renata, intuyéndome.
- Vamos mejor- digo. Si digo una sola palabra más voy a quebrarme.
Pago yo, paga ella. La misma disputa de siempre, pero esta vez no me importa. Pago yo porque me da culpa todo y me da asco todo. Caminamos unas cuadras juntas, porque vamos para el mismo lado. Pero no estamos juntas. Hay medio metro y una eternidad de distancia entre las dos. No la miro. Hay cosas que puedo decir en estos casos. Temas para hablar en piloto automático. Pero no se me ocurre ninguno. Caminamos en un silencio que nos corta al medio.
- De todos los bares del mundo...- dice Renata. Me detengo. La miro atónita. Renata me sonríe. No puedo evitar reírme. Quiero contarle todo. Lo mucho que me duele, aún hoy, que Caro no me haya querido. La tristeza que cargo hace tanto tiempo. Estoy desnuda, Renata. Lo único que quiero es un abrazo que sea verdadero. Pero no le digo nada.
- Te entiendo- me dice-. A todos nos duelen estas cosas.
Estamos frente a frente. Detenidas. No me salen las palabras. Renata vuelve a sonreírme. Se acerca. Me abraza. Me abraza fuerte y me acaricia la espalda. Siento que hace siglos que nadie me abraza. Quizás no todo esté perdido. Le beso el cuello y el cachete. Le doy un beso en la boca. Siento su lengua dura y áspera. Su desesperación y sus ganas de besarme. Todo lo que Renata venía conteniendo desde el bar. Ya lo sabía. Y no puedo hacer nada con eso. Me alejo. Le pido que me perdone. Le hago señas a un taxi y le digo que se lo tome. Otra vez le pido que me perdone. No puedo decirle nada más.
El taxi se va.
Camino. La noche se pone más oscura. Tomo solamente las calles desiertas. Silencio. Frío que quema la panza. Si pudiera salirme de esta piel. De estos huesos rancios. Si pudiera salirme de todos los bares del mundo...
Y de todas las mujeres del mundo.

domingo, 21 de agosto de 2011

XII - Epílogo

La noticia me llegó el jueves. Casualidades, dirás vos. Pero no. Yo creo que te intuía. Cinco años después, Paula, todavía te intuyo. Fue como si supiera que la cola intrépida de nuestro amor, me iba a pegar un último latigazo.
Me enteré por Camila, la que jugaba al fútbol con nosotras. Tu amiga de la facu. Tan poco delicada como siempre, me lo tiró como si me estuviera hablando del clima. "Paula se casa, ¿no sabías?". No, no sabía. Pero yo había llevado el cuento al taller dos semanas antes. Lo tengo fechado y todo. Es increíble. "La selva invegetal". Manuel, mi profesor, me pidió que siguiera escribiendo. Dice que si lo desarrollo puedo convertirlo en novela. Ya escribí varios capítulos, anteriores a ese. Esta es mi verdadera forma de soltarte.
No alcanzó con tu viaje a España, ni con los meses en los que no paré de llorarte, todos esos días en los que pensaba que me iba a morir, que iba a dejar mi alma y mi cuerpo en ese dolor empantanado. Sólo para terminar dándome cuenta de que no me iba a morir, que nadie se muere de amor y entonces sí, en ese momento, desear realmente morirme. Deberíamos poder morirnos de amor. Porque te hubiera elegido cada día, Paula, cada mañana y cada noche. Y vos no.
Y yo me hubiera muerto de amor.

Pero encontré otras historias, otras mujeres, otras vidas. Mi mujer actual, mi vida actual. Y la escritura, mi selva vegetal.

El día que te fuiste a España encontré mi viejo cuaderno de cuentos y prometí que si un día escribía nuestra historia, algo tendría que ser diferente. Y no pude hacer nada diferente. El taller de pintura, La Rusa, Fefu, tu familia. Todo el dolor que sentí cuando te fuiste volvió intacto apenas me senté a escribir. Pero algo tenía que cambiar. Lo mínimo que me hiciera sentir que en todo esto habría una conquista, un apredizaje. Una victoria.
Una victoria, Paula. Una Paula que fuera Victoria.
Cinco años después, una victoria.
Una selva vegetal.
Y yo.

domingo, 14 de agosto de 2011

XI - La selva invegetal

Yo tenía diez años cuando por la primera vez me hicieron firmar el "Libro de Disciplina" del colegio, que era como las amonestaciones pero de la escuela primaria. Fue por una discusión que tuve con la profesora de educación física que quería obligarnos a hacer una rutina horrible con unas cintas y unos aros, para mostrarla a toda la escuela. Todos teníamos que participar, aunque no quisiéramos. Eso me pareció muy injusto y me dio tanta bronca e impotencia, que no pude evitar escupirle un "usted es una imbécil" en la cara. No me pareció un insulto tan fuerte, pero fue suficiente para que la directora y la profesora se plantaran ante mí con su libro de castigo y me demostraran que el poder iba a recaer siempre sobre ellas. Firmé el Libro con mucha angustia porque seguía pensando que tenía razón. Salí de la Dirección. Mis compañeros estaban en medio de la clase de Matemática, pero no quise entrar. Me fui a un rincón del patio, me senté acercando mis rodillas al pecho y, hecha una bolita, me puse a llorar.
- Me enteré de lo que pasó- me dijo alguien. Levanté la cabeza. Era Mariel, mi maestra de Lengua. Se puso en cuclillas para estar a mi altura. Con una mano me acarició la cabeza. -¿Estás bien?
Le conté lo que había pasado, es decir, mi versión de lo que había pasado. Ella asentía con la cabeza. Yo estaba segura de que ella iba a ponerse del lado de la profesora de educación física y la directora, porque eso era lo que hacían los grandes: se ponían de acuerdo contra los chicos. Pero cuando terminé de contarle todo, Mariel me abrazó y me dijo:
- Vos sos muy especial ¿sabés? Tenés una mente muy despierta. Yo te veo en las clases con los ojitos brillantes, absorbiendo todo. Sos muy diferente a los demás. Tus inquietudes van más allá de lo que nosotras podemos darte. Y a veces las maestras tenemos un límite. Va a pasarte siempre en la vida. La gente no va a saber ver tu brillo, o no lo va a entender. Y vas a vivir muchas injusticias. Pero no dejes de confiar en vos. Más allá de todo lo que vivas, sería una pena que ese brillo se te apague.
Recién hace unos años pude entender lo que mi maestra quiso decirme. Era cierto: el paso por la vida me fue apagando el brillo. Es muy caro el precio que se paga por ser diferente. Mariel lo sabía y eso era lo que me había querido decir. En ese momento sólo asentí con la cabeza porque no supe qué decir. Después me pidió que le escribiera un cuento sobre una nena muy especial que vive una aventura y al final de la historia se lleva un aprendizaje. Apenas llegué a mi casa me puse a escribir el cuento. Me llevó varias hojas de mi cuaderno de cuentos y bastante tiempo de trabajo, pero lo terminé. Nunca había escrito un cuento tan largo. En ese cuaderno tenía escritos por lo menos cinco cuentos, un par de poesías y alguna canción. Además tenía dibujos e historietas que también me gustaba hacer. Le di el cuento al día siguiente y Mariel me lo devolvió con algunas anotaciones en verde. Debajo de todo me puso unas palabras suyas y una carita sonriente. Lo que mi maestra me había escrito en esas líneas era que no dejara de escribir, que yo tenía mucho talento y que era muy buena en lo que hacía. También me decía eso del brillo que me había dicho el día anterior, que pase lo que pase no deje que me lo apaguen. Al final me pedía que guarde ese cuento para que lo pudiera leer cuando fuera más grande. Le hice caso y lo guardé en mi cuaderno de cuentos.

Hace un rato encontré el cuaderno. Estuve toda la tarde limpiando la casa, tirando cosas, acomodando. En el placard de arriba había una caja con cosas viejas, del secundario. Detrás había otra caja con cosas mucho más viejas: cuadernos de todos los grados de la escuela, dibujos, historietas, muñequitos de arcilla, tarjetas de cumpleaños, un diario íntimo (el que escribí en 7º grado) y mi cuaderno de cuentos. El cuento estaba al final del cuaderno, doblado y enganchado a la última hoja con un clip de plástico en forma de corazón. Me acordé de todo un segundo. El Libro de Disciplina, la profesora de educación física, Mariel. No me acordaba del cuento, es decir, de lo que había escrito. Lo leí. El cuento que escribí contaba la historia de una chica a la que le habían dicho que en la selva había un mago que se llamaba Rolando, que si ella lo encontraba, él le iba a dar la mayor riqueza del mundo. La chica iba en busca de ese tesoro pensando que era una olla de monedas como las de los duendes del arcoiris. Cuando llegó al lugar en el que el mapa indicaba que estaba la selva del tesoro, se encontró con que esa selva no existía y en su lugar había un inmenso desierto. No había plantas, ni agua, ni estaba el mago. Caminó durante mucho tiempo hasta que casi se muere, pero entonces apareció el mago Rolando y le dijo que la verdadera riqueza del mundo era lo que ella tenía adentro. Le dijo también que ella era muy buena y que tenía alma de maga y por eso tenía muchos poderes con los que podía ayudar a la gente a ser feliz y también ser feliz ella. Pero lo importante era que siempre se acordara de las palabras mágicas: "La selva está adentro mío". Y que cada vez que se perdiera en el desierto, esas palabras le iban a mostrar el camino a casa. La chica le hizo caso, dijo las palabras mágicas y pudo volver a su casa, con el tesoro más grande que alguien le pudiera haber dado.
Sonreí. Me estremeció la inmensa sensibilidad que envolvía el cuento. Lo cerré, le puse el clip y lo guardé dentro del cuaderno. Limpie de polvo cada cuaderno y los volví a guardar en la caja. Me subí a la silla y guardé la caja en el placard de arriba. Hice lo mismo con la caja de las carpetas y agendas del secundario. Subí por tercera vez para guardar la caja nueva que iría a parar junto con todos los demás recuerdos: la de las cosas de Victoria. Fotos, cartas, regalos, entradas de cine y recitales. Después de cerrar el placard, vine al living y me senté en el sillón.


Estoy sentada en el sillón del living hace un rato, sin poder moverme. Victoria ya debe estar en Ezeiza. La familia llorando, las amigas llorando. Yo no puedo llorar. Hace días que no lloro, aunque sé que estoy triste. Creo que estoy tan triste que me siento seca, como el desierto del cuento.
Las ocho y cuarto. Casi la hora de embarque. No quise ir. No pude ir. Después de la noche que me vine a dormir acá, al sillón del living, no quise hablarle más. Me la pasé tomando vodka, vino y creo que hasta tequila, en la casa de La Rusa. Le limpiamos el armario de los licores a la madre, así que fuimos a comprar para reponer lo que vaciamos y al final lo terminamos tomando también. Ayer, en el plena borrachera, agarré mi celular y la llamé a Victoria. La Rusa estaba dormida pero se despertó por mis gritos. Me agarró de un brazo y me llevó a la calle para que no despertara a su familia. Quería decirle a Victoria lo mucho que la amaba y lo mucho que la odiaba. No me acuerdo exactamente las palabras que usé, sólo me acuerdo que al final le dije que ella era mi cuadro negro, que ella era la parte más negra de mi vida negra. No lo dije porque lo creía. Lo dije porque pensé que era la única forma de dejarla ir. Lo dije porque no había nada más por hacer.

Ocho y media. Ahora sí: hora de embarque. Pasaje, pasaporte, abrazo de su papá, abrazo de su mamá. Amigas llorando, últimas fotos. Pasarela hasta el avión. Azafatas, video informativo, cierre de puertas. Ahora mismo, Victoria se va. La parte más negra de mi cuadro negro. La primera de todas las partes. El amor; mi amor. La parte más roja.
Butaca. Cinturón de seguridad. Ruidos de avión. Mecanismos que se prueban. Encarrilamiento hacia la pista. Luces a los costados. El negro de la ruta que se deja. El brillo de la luna amarilla. El avión de Victoria se mueve. Victoria se mueve. Yo no me puedo mover. Ahora sí, seguramente ya mismo: toma velocidad, levanta las ruedas, despega. Rompe el cielo.

Victoria está en el aire. Todo lo que yo busqué en ella está en el aire. Busqué la selva y no había nada. ¿Cómo volver a mí? ¿Cómo volver de la nada?

"La selva está adentro mío", dijo el mago Rolando. Digo las palabras mágicas esperando que algo cambie. La selva está adentro mío. Pero quizás, todavía, tenga que caminar mucho desierto.

lunes, 8 de agosto de 2011

X - Sin luz para dormir

- ¿Vic, estás despierta?
- Mmmmno.
- Dale, despertate.
- ¿Qué pasa?
- No me puedo dormir.
- ¿Y?
- Nada... eso. Que no me puedo dormir.
- ¿Y para eso me despertaste, Lu?
- ¿Te molesta si prendo la luz?
- No. No prendas. ¿Te pasa algo?
- Sí... quería decirte algo. Prendo la luz.
- No, no. Decime así, con la luz apagada. ¿Qué pasa?
- Que...
- ¿Qué?
- Que... ¿por qué te vas?
- ¿Cómo por qué me voy? ¿Otra vez con eso?
- No. No lo entiendo. ¿Por qué te vas?
- Ya fue. Prendé la luz.
- No. Me da igual hablar sin luz. ¿Por qué te vas?
- Para trabajar, independizarme. Ya te dije.
- Eso lo podés hacer acá. No entiendo.
- No sé, Lu. Yo tampoco entiendo. Pero lo siento así.
- ¿Y yo?
- ¿Y vos qué?
- Que te vas y no me dijiste nada de cómo va a seguir lo nuestro.
- No sé. No te dije porque yo tampoco lo sé. ¿Vos qué querés hacer?
- Que no te vayas.
- Pero me voy, Lu. ¿Me estás jodiendo? Me voy en cinco días.
- Ya sé. Por eso.
- ¿Te parece que es momento de hablar de esto? Me despertás y me hacés reclamos a cinco días de irme.
- ¿Y cuándo ibas a aceptar un reclamo? Si ya traté de hablarte antes y me venís diciendo siempre lo mismo. Que te vas por laburo, cuando acá tenés laburo. Que te vas para independizarte, cuando acá no te ata nada.
- No es así.
- ¿Qué?
- Que sí hay cosas que me atan.
- ¿Quién? ¿Yo?
- No... en parte. Pero no. No sé. Mi familia. Mi vida en general. No la entiendo.
- ¿Y en España vas a entender?
- No sé, pero acá no entiendo.
- ¿Qué?
- Nada.
- Hablá, Victoria.
- ¿Qué querés que te diga?
- Vos sabés. Prendo la luz.
- No. Pará.
- Hablá de una vez. Estoy harta. Hablá y decime algo que sea verdadero.
- ...
- ¿Qué nos queda, Victoria? Decilo, porque ya está todo perdido.
- No está perdido.
- Te vas a España.
- No es con vos, Lu.
- Es conmigo.
- No... Es conmigo. No sé qué quiero.
- A mí no.
- Te quiero, pero no así. No sé cómo.
- Al fin.
- ¿Eso querías saber?
- Ya lo sabía. Quería que lo digas.
- Pero no es todo tan así, Lu. Esperá. Entendeme.
- Ya está Victoria. Ya te entendí.
- Prendé la luz.
- No. Me gusta que esté todo negro, como mi cuadro.
- ¿Adónde vas?
- Al living.
- Esperá, Lu. No te vayas. Prendé la luz.
- No. Dejá. No necesitás luz para dormir.

lunes, 25 de julio de 2011

IX - Ese tipo de mujeres

Salgo del taller pensando en algunas cosas que me dijo Manuel. Correcciones que tengo que aplicarle al texto que, por lo demás, parece que está muy bien. De hecho, Manuel me pidió que si me dan ganas siga escribiendo un poco más sobre esa historia.
Camino por la calle distraída, ensimismada. Sin querer acabo de pasarme una cuadra la parada del colectivo, así que tengo que volver. Son más de las once y media de la noche del martes y el barrio donde vive Manuel está desolado.
Me pongo a esperar el colectivo con la cabeza cargada de pensamientos y con el estómago revuelto. Una señora se detiene a preguntarme por una calle y no sé responderle. Pocos minutos después me acuerdo que la calle que buscaba queda muy cerca, pero la mujer ya se fue.

En el taller, Manuel me dijo que era la primera vez que llevaba un texto tan humano. Me explicó que llegar a este punto duele muchísimo, pero que vale la pena. Yo estaba devastada. La noche que me puse a escribirlo también me había sentido muy mal, pero estaba tan sumergida en lo que estaba escribiendo, que la inmensa angustia se mezcló con un sentimiento de satisfacción. Estaba logrando sacar a la luz lo que pasó con Paula años atrás. Cuando terminé de escribir el cuento sentí que no podía esperar a llevarlo al taller. Imaginaba que habrían muchas cosas para corregir, pero el sólo hecho de poder leerlo para Manuel y mis compañeros me producía mucha ansiedad. No pensé que leerlo iba a devolverme la angustia que sentí al escribirlo y, mucho peor, la angustia que sentí cuando lo viví.

Esperando el colectivo, no puedo dejar de tiritar. El frío me cala la piel. Por la calle pasan muy pocos autos y por la vereda no camina casi nadie. Meto las manos en los bolsillos de la campera y hundo la boca en la bufanda. Me concentro en atraer el colectivo con mis pensamientos. Lo imagino viniendo y hasta le rezo. Pero la mística no me sirve de nada porque el colectivo sigue sin aparecer. De todas formas, la verdad es que no quiero volver a casa. La sola idea de volver me horada más que el frío. ¿Cómo enfrentar mi cotidiano después de haber estado tan inmersa en el recuerdo de Paula? Paula volviendo a mí, absolutamente inoportuna. Después de tantos años. Paula no tiene nada que ver con mi actualidad y sin embargo su imagen está volviendo a adueñarse de todo.
El colectivo frena y me salpica una zapatilla con un poco de agua del cordón. Con desdén pero sin decir nada, miro las gotas en la goma blanca. El conductor me pregunta de mala manera si voy a subir. Subo, saco boleto y consigo sentarme al lado de la ventana.
Saco del morral la carpeta donde guardo los cuentos que escribí. Tomo el de Paula, que tiene escritas en birome las correcciones que anotó Manuel. "La selva invegetal". A un costado del título, Manuel escribió "Muy bueno". Hay algunas palabras tachadas, signos de admiración en las oraciones que le gustaron y al final un pequeño punteo de consejos para que pueda hacer una reescritura más pulida del texto. Debajo de todo, Manuel escribió "Fuerza!!!", así, con tres signos de admiración. Perspicaz como siempre, él sabe todo lo que este cuento me está moviendo. Me dijo que es claro que esta una historia que yo necesito contar y que me va a remover las entrañas. Había acertado. En plena lectura empecé a sentir una náusea que se sostuvo hasta que subí al colectivo. Gracias a la manera de manejar del conductor mis náuseas crecieron y ahora me siento realmente mal. Tomo un espejito del morral. Estoy pálida, como cuando me da un ataque al hígado. Lo único que espero es que no tardemos en llegar. Por suerte falta poco.
Cierro la carpeta con los textos y la guardo en el morral. Escribir sobre Paula es muy difícil. Manuel ni se imagina. Retomar esa historia en este momento es imposible. Está bien hacer catársis alguna vez, pero ahondar más en esto es tortuoso. Especialmente cuando algunas historias que viví parecieran repetirse. No exactas. Actitudes de la gente, formas de ser. Ese tipo de mujeres que parece que se me pegan. Aunque cada vez que digo algo así, La Rusa me dice que soy yo la que las elijo.

Toco el timbre del colectivo. Para y bajo. Camino las dos cuadras hasta mi casa y el viento me ayuda a aliviar las náuseas. Sin embargo los pensamientos no me dejan en paz. Siento que quizás todo este tiempo no hice más que repetirme. Que siempre elijo el mismo tipo de mujeres. Gente que eventualmente me hace mal. O quizás sea yo las que las guío en el camino hacia mi propia destrucción. Repito modelos, repito viejas conductas una y otra vez. A veces me veo reaccionando como lo hubiera hecho años atrás. Haciendo los mismos reclamos, quejándome por las mismas cosas, sintiéndome siempre sola, insatisfecha, inadecuada. Sí, se crece, se aprende. Pero mi esencia me persigue. No es este tipo de mujeres lo que va a terminar por arruinarme. Yo voy a arruinarme. Soy yo la que las elige, Rusa. ¿Hasta dónde se puede cambiar? ¿Hasta dónde voy a cambiar yo?

Abro la puerta de casa. Dejo las llaves en la mesa y el morral en el sillón. Me saco la campera y las zapatillas. Voy a mi pieza para cambiarme la ropa. Prendo la luz. Me sorprendo: mi novia está en la cama durmiendo. La veo y sonrío. Seguramente me esperó y se terminó quedando dormida. Me siento al borde de la cama y le acaricio la cabeza. No sabía que iba a venir a mi casa. Ella y sus sorpresas. Ella que también algún día va a dejarme.

O quizás, por una sola vez, todo sea diferente.

viernes, 22 de julio de 2011

VIII - Cuando te haya llevado la luna

Una vez que Victoria se haya ido a España, nadie va a querer coger conmigo.
Me he vuelto un ser humano tan triste que nadie tendría ganas de acercarse a mí. Hace unos años quizás, hubiera podido lograr algunas conquistas. Pero me abrí a Victoria porque no pude hacer otra cosa. Me enamoré de ella y me pasó por encima como una aplanadora. Y como me abrí a ella, quedé al descubierto para cualquier otra persona. Me convertí en una mujer unidimensional, obvia. Desparramada como un frasco de salsa de tomate caído repugnantemente en el piso de la cocina. No hay nada en mí que represente ningún misterio. Ahora que ella me está dejando, sé que nadie cogería conmigo.

Escucho un estruendo que viene desde el baño. Ruido de cosas que se caen de las repisas.
- ¿Qué pasó? -grito desde mi pieza.
- Nada. Ya está. Ya casi termino -me contesta Victoria que está maquillándose frente al espejo. Ella casi nunca se maquilla, pero cuando lo hace se nota que sabe. Tampoco hace alarde de la ropa que se compra, pero es cara y le calza impecable.
Sale del baño y viene a la pieza. Yo estoy sentada en la cama, inmóvil, mirándome las zapatillas, concentrada en que tendría que lavarlas o pasarles un trapito, pero no estoy realmente pensando en eso, hago como que pienso en eso y se lo comento a Victoria. Ella no me mira ni me contesta porque está buscando su vestido nuevo en una bolsa.
La pieza está hecha un caos. El placard vomitando ropa, ropa tirada en el piso, más ropa sobre la cama, la cama deshecha, la tele prendida pero sin volumen; la música de la compu que está en el living nos llega como enredándolo todo un poco más. Hace tres días que Victoria está internada en mi casa y no limpiamos nada. Se suponía que iba a quedarse unos días para aprovechar el poco tiempo que nos queda juntas, pero al final lo que más hicimos fue discutir.
Victoria está en bombacha y musculosa. Tiene el pelo recogido en un rodete.
- ¿Te lo vas a dejar así? -le pregunto.
- ¿Qué? ¿El pelo? No, ahora me lo arreglo bien. Después de ponerme el vestido.
Claro, ese es el orden que saben las nenas: primero el maquillaje, después el vestido, el peinado, los zapatos y las uñas. El pelo después de la ropa para no despeinarse. Las uñas tienen que ser lo último, para que no se corra el esmalte. Victoria lo sabe. Yo creo que lo supe alguna vez, pero siempre hago todo al revés. Igual, hace rato que no me visto para una fiesta.
Se saca la musculosa y se pone el vestido. Con el maquillaje y el pelo recogido le queda mejor que cuando se lo probó el día que lo fuimos a comprar. Trato de mostrarme tranquila con todo esto. Ella se va sin mí a la fiesta de despedida que le organizó la madre. Y yo me lo tengo que bancar. Casi dos años en pareja y su familia sigue actuando como si yo no existiera. Victoria me lo explicó varias veces, pero sigo sin entenderlo. Uso la palabra "entender" porque es la que usa ella cuando se refiere a su familia. Que los tengo que entender. Que no es fácil para sus padres entender que su hija está de novia con una mujer. Que en la fiesta van a estar los amigos de sus padres, sus abuelos, sus hermanos y para todos ellos lo nuestro no es tan entendible, que es mejor ahorrarse el problema. Todo para ella tiene que ver con entenderse y parece que yo no entiendo nada. Yo creo que lo entiendo, pero siento que todo lo que está pasando es una atrocidad. Victoria nunca se hizo cargo de lo nuestro y encima ahora se va a España para complacer a su familia y evitarse todo lo que nuestra pareja le está significando. No puedo más. Muchas veces sentí que estaba a punto de estallar, incluso unos meses antes de lo del viaje, pero me terminaba echando atrás, como ahora que quiero decirle cientos de cosas y finalmente me contengo. No quiero ni hacer un gesto de más, porque ni bien se me escurra algo que manifieste mi bronca o mi sensación de abandono, ella va a saber leerlo y se va a desatar otra pelea. Estoy realmente agotada. Faltan diez días para que se vaya y todo se está poniendo insostenible.
Miro la tele de mi pieza. Están dando una película de amor que ya vi. Me imagino mirándola una vez que Victoria se haya ido a la fiesta. Acostada, sola, sin nada más para hacer que mirar esa película que vi decenas de veces. Esa idea me atraviesa el estómago y me asquea. Entonces, casi inevitablemente, le termino escupiendo una confrontación porque no soporto quedarme con esto encima.
- Tu familia ni se imagina -le digo a punto de tirar una bomba.
- ¿Qué cosa? -me responde con cara de hartazgo porque sabe lo que se viene.
- Que aunque yo no voy, vos vas a ir hermosa -. Ni bien lo largo, me arrepiento.
- Gracias -contesta con tranquilidad y me perdona la vida. Si se lo hubiera tomado a mal, mi comentario hubiera bastado para seguir discutiendo, como venimos haciéndolo todos estos días. Pero ahora elijo calmarme y no buscar más pelea porque me alegra haber zafado. Siempre lo mismo: provoco, pero después soy incapaz de hacerle frente a la situación que generé.
Me levanto de la cama y empiezo a juntar la ropa. Mientras se mira en el espejo grande de la pieza, Victoria me hace una sonrisa. Le respondo con otra sonrisa. No quiero sonreír. Ella sí. Probablemente quiere irse a la fiesta relajada. Dejando todo bien cerrado, como quien se va de vacaciones. Quiere dejarme a mí bien cerrada. Con la boca cerrada, quiero decir. Irse sin culpas. No sé cómo lo hace, pero le sale. Ella puede hacer punto y aparte. Ponerse el vestido, arreglarse el pelo, dejarme en vilo.
Acomodo la pieza. Tiro la ropa sucia en el canasto. Doblo y apilo la ropa limpia en el placard. Siento que si queda todo ordenado de alguna forma voy a poder redimirme de mí misma.
Con fuerzas recuperadas, me asomo al baño donde Victoria se está recogiendo el pelo con unos invisibles. La miro un ratito mientras se termina de arreglar. Le sonrío porque está verdaderamente maravillosa. Es mía y es hermosa.
- Ya me tengo que ir -me dice desplomando, sin saberlo, los pocos segundos de alegría que sentí en las últimas horas.
- Sí, no vamos a dejar esperando a Jeremías -le retruco con odio.
- ¿Otra vez con eso?
- No. Otra vez no. Dale, andá -le digo tratando otra vez de zafar de la pelea. Tiro la piedra y escondo la mano. Siempre lo mismo. Qué cobarde. Pero esta vez ella no está dispuesta a bancársela.
- Si mi hermano lo quiere invitar no le puedo decir que no. Es su mejor amigo. No maquines más. ¿No me podés dejar que la pase bien? Es una fiesta que hacen para mí. No tengo la culpa de que mi familia no te haya invitado.
- ¿Tu hermano lo invita a Jeremías pero vos no me podés llevar a mí?
- Y bueno, Luciana ¿Qué querés que haga? Vos sabés cómo son mis viejos. ¿No podés entender un poco? -responde Victoria levantando el tono.
- Estoy podrida de entender. ¿Y a mí quién carajo me entiende?
- Yo te estoy entendiendo todo el tiempo. Ya me dijiste lo que pensabas. Lo discutimos todos estos días. Y también estoy podrida –me responde seca y contundente.

Hago silencio. Me viene como un cross a la mandíbula mi imagen en la cama, mirando la película mientras Victoria esté en la fiesta. Pienso que cuando ella se haya ido a España, esa imagen va a repetirse infinitamente. Soledad, cama, película. Me aterra que me deje. Y va a dejarme. No es por España. Es por su familia y por todo lo que no quiere decirles. Es por todo lo que ella misma no quiere decirse. Es por mí. Veo todo lo que ella no ve, pero es tan duro que no puedo ni pronunciarlo.
Ahora lo único que quiero es evitar otra vez la pelea inminente.

- Bueno, basta. En serio. No discutamos más. ¿Te llamo un taxi o te vas a pintar las uñas? -logro balbucear con una sonrisa improvisada.
- Me pinto las uñas y me voy. ¿Tenés esmalte, de casualidad?
Busco en el mueble debajo del lavamanos. Tengo dos tipos de rojo y un bordó. Uno de los rojos está seco. No sé cuánto hace que los tengo. Los otros dos esmaltes están más o menos utilizables. Victoria elige el rojo más clarito.
-¿Me pintás? -me dice.

Después de dos manos de esmalte, el paquete Victoria queda perfecto. Le llamo un taxi y la deposito en el asiento de atrás. Me despide desde la ventanilla y quizás por el taxista o por el apuro, me saluda con un beso en el cachete.

Entro de vuelta en casa. Apago la música de la compu. Voy a mi pieza. En la tele todavía están pasando la película, pero justo es una parte que me gusta. Subo el volumen y me acuesto en la cama.
- Tengo que irme -dice ella llorando-. Ya no hay nada que pueda salvarnos.
Él se acerca, la toma de la mano y pacientemente le dice:
- Sólo vamos a poder salvarnos, amor mío, cuando te haya llevado la luna.

sábado, 16 de julio de 2011

VII - Cúlpese a usted mismo

- ¿Y sobre qué escribiste?- Me pregunta Manuel, mi profesor de taller de escritura, y se tira para atrás en la silla esperando mi respuesta. Los otros siete alumnos nos escuchan atentos. Una lámpara que cae a un metro por encima de la mesa en la que estamos es la única luz encendida en el living de Manuel. Todo está en silencio. Un compañero abre su anotador, otro juega con una birome.
- Me estaba acordando de ese texto que nos habías pasado. El de Rilke- respondo.
- ¿Qué parte?
- Donde dice que si uno cree que su cotidiano es demasiado pobre como para escribir un relato, hay que culparse a uno mismo por no ser lo bastante poeta para ver su riqueza.
- Sí, eso ya lo sé. Estaba preguntándote qué escribiste- contesta con cinismo.
- Una historia de dos mujeres.
- Ajá.
- Pareja.
Hago una pausa. No es la primera vez que llevo un texto lésbico. Seguramente ya todos habrán adivinado mi sexualidad.
- ¿Es sobre alguna conocida o alguien más cercano?- pregunta Manuel.
- ¿Por lo de la riqueza del cotidiano decís?
- Sí.
Otra vez me quedo callada.
- Pregunta si es sobre una pareja tuya- me aclara una compañera que tengo sentada al lado.
- Sí, me imaginé- le respondo. Giro la cabeza hacia Manuel y le digo:- Es una ex pareja de hace unos años. Paula. No es igual. Cambié algunas cosas.
- ¿Cómo se llama el cuento?
- "La selva invegetal"
- Bien. Me gusta el título.
Me aclaro la garganta. Me cruzo de piernas y apoyo la mano que sostiene las hojas impresas encima de una de mis piernas. Comienzo a leer mi cuento en voz alta para todo el taller, pero me empiezan a temblar las piernas. Enseguida me agarra también un ligero temblor en las manos. La lectura se hace muy dificultosa. Me trabo constantemente y tengo la boca seca. Con la voz quebrada, después de varios minutos logro llegar hasta el final.
Levanto la vista para mirar a mis compañeros y a Manuel. Un calor profundo me sube desde el cuello hasta las mejillas. Las orejas me arden.
Nadie dice nada.
- ¿Alguien quiere decir algo sobre el texto?- pregunta Manuel y me sonríe con aprobación. Yo sin embargo siento el estómago revuelto.
- Me gusta mucho. Es muy sincero. Se nota que viene desde lo más profundo...- me dice un compañero.
Antes de que termine de hablar, me pongo a llorar.

lunes, 4 de julio de 2011

VI - La hija de dios

Victoria ronca. Bueno, no ronca, pero a veces cuando duerme respira fuerte. Parece mentira que el primer defecto que le encontré se lo descubrí cuando dormía. En realidad es algo a lo que le tengo un gran afecto porque las primeras veces que lo noté me sentí aliviada: Victoria era humana. No es que no supiera que era humana, el problema fue que me maravillé tanto con ella desde que la conocí que me costaba encontrar algo que hiciera mal. Pero roncaba. Menos mal. Y no lo supe enseguida. Primero tuve que verla dormir.

Todo empezó hace un par de años. Mi amiga Fefu me había pedido que me sumara al grupo de chicas que iban a jugar al fútbol con ella los domingos a la tarde. Yo no tenía ganas de hacer despliegue físico, por un lado para cuidar la poca imagen femenina que me quedaba y por otro, porque tampoco me sobraba energía. Hacía unos meses había cortado con mi pareja de aquel entonces, de quien prefiero no recordar el nombre. Pero Fefu fue insistente así que finalmente accedí a ir. La verdad es que no tenía mucho para hacer los domingos, más que poner música y tirarme en la cama a pensar en todo lo que había hecho mal en mi relación.
Las primeras veces que fui a jugar al fútbol me moría de vergüenza, pero a medida que fui conociendo a las chicas me fui enganchando. Yo no era lo que se dice una buena jugadora, pero salvo un par, casi ninguna jugaba muy bien. Fefu era arquera y su novia, Celes, delantera (y una de las que mejor jugaba). En general llegábamos a juntar entre 8 y 12 jugadoras, así que hacíamos dos equipos que elegíamos con el tradicional "Pan y queso".
El último domingo de septiembre, Camila (una que yo no bancaba mucho porque me parecía una cheta un tanto insoportable) vino con una amiga. "Hétero a leguas", me dijo Fefu. Y sí, no había que ser psíquica para darse cuenta. Ropa de marca, pelo largo y brilloso, linda, femenina, con una actitud que parecía bastante soberbia. "¿No será mucho pa' las pibas del potrero?", le dije a Fefu que se atragantó de la risa. "La traje para que juegue, pero la quiero en mi equipo", dijo Camila. Nadie se opuso. No esperábamos mucho de la chetita nueva. Pero cuando volvió de cambiarse la ropa y empezó el partido, no lo pudimos creer. La chetita que trajo Camila, sin perder la compostura, veloz e intrépida nos metió dos goles antes de que pudiéramos entender lo que estaba pasando. Como pensábamos que la chetita nueva debía jugar mal, les habíamos cedido a Celes, que nos metió el tercer gol. El cuarto lo hizo La Popi, una amiga de Celes y el quinto otra vez la piba nueva. Nosotras metimos un gol entre el tercero y el cuarto de ellas, pero sabíamos que no iba a servir para nada. Terminamos el partido antes de tiempo porque era una vergüenza. Una de las de nuestro equipo se excusó diciendo que le dolía la panza, otra dijo que ya tenía frío y alguien más alegó que tenía que volverse temprano. Lo cierto era que la desventaja del partido se había hecho insostenible. La hétero nos había dejado en vergüenza, ¡a nosotras!, que tan fulberas nos creíamos. Como si la cosa del fútbol fuera propiedad nuestra por ser tortas, por ser chongas de pura cepa.
Después del partido era la cita obligada: pizza con cerveza, que en realidad era cerveza con pizza. Cuando nos sentamos en la pizzería, ya todas amigas de nuevo y lejos de la rivalidad de la cancha (porque nos hacíamos las que no nos importaba, pero un poco nos importaba), Fefu le preguntó a la piba nueva cómo se llamaba. "Victoria", le dijo. En ese momento nos acordamos que ya se había presentado, pero no le habíamos prestado atención. Ahora que nos había humillado en nuestra área de experiencia (de cortísima experiencia), su nombre cobraba otro significado. Victoria no tardó en acoplarse a la charla del grupo. Todas éramos lesbianas, era clarísimo, pero a Victoria no parecía importarle. Yo pensé que estaba bueno que tuviera una mente tan abierta.
Ese domingo nos quedamos hablando bastante más tiempo que los anteriores. Victoria resultó ser lo opuesto de lo que imaginaba. Sabía de música, de cine y de actualidad. Había estudiado Comunicación en la UBA, aunque después dejó por falta de tiempo y terminó haciendo Periodismo en una privada. Ahí la había conocido a Camila, que estudiaba otra carrera en la misma facultad.
Con el correr de las horas varias de las chicas se empezaron a ir. "Mañana es lunes", dijo Celes y se fue, pero Fefu se quedó conmigo. "Te hago el aguante", me dijo, "se nota que te re gusta" dijo por Victoria. "Es hétero", le contesté. Pero sí, me gustaba. Era la primer mujer que me había llamado la atención desde mi relación anterior. "No sé, eh", me dijo Fefu. "Esta mina es la hija del Diego. No puede mover la pelota así y ser tan hétero. Además, ¿qué hace acá tanto tiempo? Para mí tiene onda con vos. Te re mira". Desde ahí ya no pude hablar con Victoria de la misma manera. Si la cosa era imposible, entonces era más fácil porque no había chances de nada. Pero si era posible, ¿qué? ¿qué tenía que hacer? Me había olvidado de todo. Mi relación anterior me había barrido la confianza, el deseo, el chamuyo, la autoestima. Nos quedamos hablando un rato más, aunque el rictus de la timidez ya me había poseído entera. Al rato, Camila pidió la cuenta y nos levantamos para irnos. Victoria estaba con el auto del padre, así que preguntó si alguna necesitaba que la acercara. "¿Para qué lado vas?", le pregunté tomando coraje. "Para Flores, cerca de Rivadavia, ¿vas para ahí?", preguntó. "Sí, buenísimo". Fefu se quedó callada. Sabía bien que yo vivía en Chacarita, pero como buena amiga entendió todo. Cuando nos despedimos me abrazó y me dijo que la llamara al día siguiente para contarle todo.
El viaje fue absolutamente placentero. No podría describirlo bien, pero una vez a solas con Victoria me sentí mucho más relajada. Cuanto más hablábamos, más me gustaba. Podíamos conversar sobre cualquier cosa, aunque no recuerdo bien qué dijimos porque en el fondo estaba muy nerviosa. Le pedí que me dejara por Rivadavia y Nazca, que iba a lo de un amigo (aunque en realidad me iba para casa y sabía que desde ahí me podía tomar el colectivo). Cuando llegamos, le dije que hiciera una cuadra más por Nazca. Ahí pudo parar el auto. La charla se había puesto interesante. Me contó sobre un proyecto periodístico que estaba armando con una amiga que era fotógrafa. Yo le di algunas ideas que se me fueron ocurriendo en el momento y ella me escuchó muy atenta. Todo estaba saliendo tan bien que por primera vez desde que había cortado con mi ex sentí verdaderas ganas de besar a una mujer. Victoria tenía una manera de hablar y unos ademanes que me encantaban, así que no pude evitar sentir una gran pena por el hecho de que fuera heterosexual. Una locura. El abc de las reglas lésbicas: no te enganches con una hétero. Sin embargo no podía evitar que me gustara todo lo que era. Hasta su nombre. Victoria. Victoria. Lo pensaba e imaginaba lo lindo que sonaba junto a mi nombre: Luciana y Victoria. Esa mujer me estaba provocando algo casi místico. Me sentía fuera del tiempo y del espacio. Sólo existíamos ella y yo. Y toda esa adrenalina que había en el aire. Estaba ávida de esa conversación, hambrienta de todo lo que ella me estaba dando. Lo único que deseaba era que ella se estuviera sintiendo igual. Llegué a imaginar que eso era posible, que había algo en sus gestos, en su interés por mis palabras, que tenía que significar que al menos un poco le había gustado. Hasta que le sonó el celular. Atendió y cuando cortó me dijo que era su mamá y que ya se tenía que ir. Entonces llegó el turno irremediable de las despedidas. No estaba segura si iba a volver a verla. Le pedí que viniera el domingo siguiente a jugar al fútbol con nosotras. Ella accedió, pero con un tono que parecía fingido. Victoria se iba a ir de mi vida en ese instante a menos que hiciera algo para retenerla. No supe qué hacer. Como muchas otras veces, me congelé de miedo y no dije nada, simplemente me saqué el cinturón de seguridad, la saludé y me bajé del auto. Ella dio arranque, pero antes de que se fuera le golpeé la puerta. Abrió. "Me olvidé la campera", le dije. Había quedado en el asiento de atrás, así que me metí para alcanzarla. "Esperá, sentate", me dijo ella. Yo no entendía nada. Se me hizo un nudo en la panza y me senté porque no podía pensar en nada. Victoria acercó su cara a la mía. Me dijo "Sos muy linda" y me dio un beso. Un calor intenso me corrió por todo el cuerpo. Sentí que me estaba poniendo toda colorada. Parecía una nena. No fue porque mi pareja anterior me había extirpado la confianza en mí misma. Aún teniendo absoluta confianza, no hubiera podido proceder de mejor manera. Ella era tan maravillosa que se me habían nublado casi todas las funciones corporales. Estaba inmóvil. Por suerte, mis ganas le ganaron a mi torpeza y pude darle un buen beso, el beso que durante tantas horas había deseado. "Ahora sí me tengo que ir", me dijo alejándose de mí. Le di un beso más y me bajé del auto.
Victoria no volvió a jugar al fútbol el domingo siguiente, ni el otro. Cuando no pude más de esperarla, le pedí a Camila su teléfono.
Me costó varios llamados lograr un nuevo encuentro con Victoria y me costó muchos encuentros llegar a dormir con ella. Victoria nunca había estado con una mujer. La primera vez que estuvimos juntas no paraba de decirme que por favor no se lo contara a nadie. En realidad dijo eso al principio, pero cuando la cosa se fue poniendo agitada ya no dijo más. Tengo el mejor de los recuerdos de aquella vez. Hacía mucho tiempo que yo no tenía ningún deseo por una mujer. Todas me parecían aburridas, chatas. Algunas personas lo atribuían a que todavía seguía haciendo el duelo por mi ex. Pero Victoria parecía haber caído del cielo y todo lo que hacía, para mí tenía un toque de divinidad. Cuando se quedó dormida, yo estaba todavía tan eufórica que no podía conciliar el sueño. Además me daba vergüenza que me oyera roncar. Entonces la oí roncar a ella. Fue más bien una respiración fuerte, pero para mí fue suficiente. Me acurruqué contra su cuerpo, le acaricié la panza un rato y me quedé dormida.


Una vez le dije que roncaba y no lo creyó. Pensé que seguramente le había dado un poco de vergüenza, así que le dije que sólo pasó un par de veces. La verdad es que siempre ronca. No mucho, pero desde aquel momento bastó para que pudiera bajarla del Olimpo en el que la veía. Ese era mi secreto con su ser dormido: al fin y al cabo Victoria no era la hija de dios. Aunque muchas veces durante estos dos años de pareja pagué el precio de haberla visto tan parecida.

lunes, 27 de junio de 2011

V - Píntalo de negro

- No puedo explicarlo bien. Es un sueño que tuve. Era un pozo. Yo estaba en un pozo o una especie de cueva subterránea. Y sabía que arriba mío estaba la salida. Quiero decir, sentía que había una luz arriba, pero no la podía ver. Era como si la viera con el rabillo del ojo, percibía que estaba ahí, pero cuando miraba hacia ese punto, la luz no existía o desaparecía. O sea que no había ninguna salida. Eso estoy tratando de pintar.
- Lo empezaste a trabajar bien, pero tenés que darle alguna textura. Tenés que encontrar esa luz en algún lugar. Porque sino no es más que un cuadro negro- me responde Isabel, mi profesora de pintura. Los otros tres alumnos miran mi cuadro a medio hacer. Me da una vergüenza enorme exponerme a su juicio. Los tres son mejores que yo y hace mucho más tiempo que vienen pintando. Me da todavía más vergüenza que La Rusa lo esté mirando. Ella nunca hubiera hecho un cuadro así, tan de principiante. Es verdad. No tiene texturas, no tiene un buen trabajo de luces y sombras.
- Pero está bueno. Tiene una intensidad increíble- dice La Rusa y todos asienten. Ojalá no sintiera que están siendo condescendientes.
- Sí, tenés que seguirlo. Lo vamos a ir trabajando. No te preocupes. Tenés talento. Lo demás es pura técnica, pero tenés adentro esa intensidad que dice Leonora y aunque no lo creas, porque te veo la cara de que no lo creés, toda esa humanidad la estás expresando. Hay una evolución con respecto a tus cuadros anteriores- dice Isabel mientras La Rusa asiente. Isabel y los demás alumnos de la clase son los únicos que conozco que la llaman Leonora.
Me quedo mirando mi cuadro mientras Isabel se acerca a la pintura de otro de los alumnos. La Rusa se queda al lado mío mientras se abotona la camisa que usa para pintar.
- Es más oscuro que los anteriores, señora Leonora- le digo riendo.
- Es más sincero- contesta La Rusa.
- Bastante obvio lo mío, igual ¿no? Mi pozo negro.
- Pero es lo que te saca.
- ¿Qué cosa?
- La pintura. El arte. Es lo que te saca la verdadera negrura.
- Tengo que pensar cómo hacer eso de la luz. ¿Se te ocurre algo?
- Es tu cuadro- responde La Rusa y me deja sola con el lienzo. Confía más en mí que yo misma.
Abro la caja de los óleos. No sé qué quiero hacer. Tomo un pincel. Lo pongo entre mi dedo índice y el medio como un cigarrillo y me quedo mirando lo que tengo pintado. Estuve tratando de ser fiel a mi sueño, pero cada vez que trato de recordarlo no puedo hacerme una imagen clara. Sigo buscando de qué manera se había manifestado esa luz, pero se me hace imposible visualizarla.
Ya no me quedan uñas para morder. El último pedacito que me arranqué me hizo sangrar un poco un dedo.
Isabel me alcanza un mate. Lo tomo con tanto apuro que me quemo un poco el labio. Lo dejo en la mesa y vuelvo a mi cuadro. Tengo que resolver el tema de la luz. Para inspirarme agarro algunos libros de pintura que tiene Isabel en la biblioteca. Hojeo uno hasta que encuentro una imagen que me parece que podría estar bien. No sé si voy a poder lograr el trabajo de perspectiva, pero podría intentar. Isabel me puede ayudar con la técnica. Trazo un par de líneas y dibujo un punto en el extremo derecho superior, donde podría ir la luz. Tomo el óleo blanco y el amarillo. Mezclo los colores en la paleta. Le pongo además una pizca de rojo para tratar de hacer un color más opaco, tirando a ocre. Una luz entre blanca y ocre, en ese punto que dibujé. Comienzo a darle algunas pinceladas y a trabajar el claroscuro con el negro que sigue húmedo. Vuelvo a mirar la imagen del libro. La llamo a Isabel y le muestro la imagen. Le digo que es más o menos lo que me parece que puede ir bien en mi cuadro. Ella cierra el libro y me acerca al cuadro.
- No, Lu, no entendés- me dice-. Vos esa luz no la ves. No te pedí que pintes la luz. Te pedí que la encuentres. Que la encuentres para no pintarla. Porque lo que estás diciendo es que en este momento, en el momento del cuadro, esa luz no existe. Está sólo como concepto, porque creés que debe haber una salida. Pero la posibilidad de salir no la ves. No pintes la luz. No pintes lo que creés que el otro quiere ver. Pintá la negrura. Dale al lienzo eso que sentís verdaderamente. Sé sincera. Tapate de negro si es lo que te pasa. Pero ojo, porque la oscuridad tiene matices. Ese es tu cuadro.
- Está bien- respondo.
- ¿Entendiste?
- Sí.
Pero no entiendo nada. No tengo la menor idea de lo que significaba que encuentre la luz para no pintarla. Isabel usa ese lenguaje de artista que me termina confundiendo más. Me siento todavía más angustiada. No sólo no puedo resolver todo lo que está pasando con Victoria, ahora tampoco puedo resolver mi cuadro. No puedo hacer nada de nada y estoy realmente harta de verme así, en este lugar. Impotente. Ahogada... Tapada de enduido. Mucho enduido. Salpicado y quizás con unas formas fuertes. Con unas gasas y algún pegamento. Una especie de red, papeles pegados, desgarrados, papel maché. Algo como un collage. Que dé esa sensación, como de humedad. De encierro. De anclaje. Un color óxido, pero encima de un gris. Un bordó o un rojo apagado, como sangre. Una imagen así, asfixiante.
- Es la hora, Lu. Perdoná pero hoy tengo que terminar a horario porque tengo irme para otro lado- me dice Isabel-. ¿Se te ocurrió cómo lo vas a seguir?
- Sí. Lo voy a empezar de nuevo. Me voy a casa. Lo quiero retomar allá que tengo algunas cosas más.
- Dale, buenísimo. Traelo la próxima clase.

Isabel nos abre la puerta a todos y nos despedimos en la vereda. Le digo a La Rusa que esta vez no voy a ir a su casa porque me quiero quedar pintando. Me tomo un taxi para llegar lo antes posible. Subo el cuadro al taxi tratando de no ensuciar nada porque todavía está húmedo.

Cuando llego a casa la veo a Victoria que está sentada en el escalón de entrada del edificio.
- Te mandé un mensaje. ¿No te llegó? Quise venir a verte. De pronto sentí algo... vos sabés- me dice Victoria. Como siempre, de su discurso encriptado tengo que entenderlo todo.
- ¿Qué sentiste? ¿Que me vas a extrañar?
Entramos al edificio. Victoria sonríe sin decir nada. No espero que conteste. Siempre dice poco, tal vez para no comprometerse con sus palabras, para que ellas también puedan irse cuando haga falta. Lo sé perfectamente, pero no sé cómo cambiar esto, cómo cambiarnos.
- ¿Y ese cuadro todo negro?- me pregunta mientras subimos al ascensor, un poco incómodas por el tamaño del bastidor.
- Es nuevo, pero le falta.
- ¿Pero no le vas a hacer algo en otro color?
- Aunque no lo creas, la profe me dijo que lo pinte de negro.
- Como la canción de los Stones- dice Victoria mientras bajamos del ascensor.
- Sí, algo así.

Abro la puerta del departamento y entramos. Antes de prender la luz siento la respiración de Victoria, a punto de darme un beso. Y apenas apoya su boca sobre la mía, veo en mi mente la imagen exacta de mi sueño. Mi cuadro, oscuro como un pozo.
Negro, como la muerte negra.

jueves, 23 de junio de 2011

IV - Desde arriba como la lluvia

Cuando me pide si se puede dar una ducha ya sé que vamos a coger. Dos años de pareja habilitan ciertas certezas. Llega a mi casa cansada del trabajo, con la mugre de la ciudad encima, de los pedacitos de tierra, de los pedacitos de gente. No sé porqué sigue trabajando todavía. Dice que el viernes es su último día. Se va a dejar las próximas dos semanas para descansar, comprar cosas y despedirse de todos. Cada vez que nos vemos es una despedida. Y quisiera hacer algo, decir algo. Cualquier cosa que me saque de esta serie de eventos que me golpean desde afuera, sin que pueda hacer nada más que aceptarlos. Algo, un ápice de rebeldía. Un “no”, al menos, en la punta de la lengua. Pero no me sale nada. Lo único que quiero es retenerla, abrazarla fuerte y que me diga que va a devolver el pasaje, que todo esto de España es una locura.
- Se terminó el acondicionador- me informa Victoria cuando sale del baño, envuelta en una toalla y con el pelo húmedo sobre los hombros. Si dejara de ser tan linda, tan condenadamente linda, todo sería mucho más fácil. Y esa manera de decir “acondicionador” como si estuviera en una propaganda. ¿Por qué no le dice “crema enjuague” como la gente común?
- Mañana compro. ¿Todo bien?
- Sí. Todo perfecto- contesta y sonríe. Aún sabiendo que vamos a coger, o quizás porque lo sé, su sonrisa me calienta enseguida. Hay algo en ese gesto, una maldad, una travesura, un secreto. ¿Cómo lo logra? Estoy sentada en el sillón del living y lo único que quiero es que se acerque. Y ella lo sabe-. ¿Querés que vayamos a cenar a algún lugar?- me dice, conociendo la respuesta.
- No. Prefiero que nos quedemos acá- le respondo un poco temerosa de que tome la decisión de vestirse y que esa certeza de que íbamos a coger se desvanezca.
- ¿Y qué querés hacer?- me dice dándome el pie justo. Vuelve a sonreír. Vuelvo a calentarme. Sin que le conteste, se acerca. Se pone de pie frente a mí y yo le acaricio las piernas. Subo la mano abriendo un poco la toalla. Victoria cierra los ojos y me deja tocarla, pero sin sacarse la toalla. Le acaricio la panza, muy despacio. No le gusta que vaya rápido. Y quiero que se caliente mucho. Voy a jugar hasta que me pida por favor que la coja. Ese es el acting que más le gusta. Y por todos los kilómetros que hay hasta España, me la voy a coger hasta que reviente. Le acaricio la cintura con las dos manos y voy subiendo. Me pongo de pie y le saco la toalla. Con el dorso del dedo índice le acaricio un pezón. Se retuerce un poco. Sé que estoy haciendo todo lo que le gusta. Acerco la boca a su cuello, dejo caer mi aliento suave y empiezo a besarla. Subo con la lengua hasta su oreja y se la lamo. Abre apenas las piernas y ese solo gesto me calienta todavía más. Acerco mi boca a la suya. Con las dos manos la tomo de la espalda y la acerco a mi cuerpo. Ella me abraza y me clava un poco las uñas. Le doy un beso muy suave y después empiezo a acelerarlos, a hacerlos más intensos. Ella responde de la misma manera. Me acaricia la cintura y me empieza a subir la remera y el pulóver hasta que me los saca. El pulóver se me traba en la cabeza un poco, pero no nos reímos. En esa imposibilidad de reírnos me doy cuenta lo calientes que estamos las dos. Me saca el corpiño y me acerca a su cuerpo desnudo. Ni bien siento el contacto con su piel me doy cuenta lo mucho que lo necesito, el nivel de desesperación que me produce. Nos besamos cada vez más intensamente. Con una mano acerco su cadera y la abro de piernas sobre una de mis piernas. Empiezo a frotarla así y acerco mi boca a su oreja. Me acerco bien a su cuerpo y la aferro con fuerza. Ella suelta algunos gemidos. Me abre el botón y el cierre del jean y me mete la mano por encima de la bombacha. Yo muero por tocarla, pero sigo tratando de evitarlo hasta volverla loca. Quiero que me lo pida, que no aguante más. Mete la mano por debajo de mi bombacha y siento que no voy a poder controlarme por más tiempo. Se me salen un par de gemidos y ella se enloquece más. Si se calienta lo suficiente no hay forma de que todos esos kilómetros de distancia no le duelan. Me detengo pensando eso y casi me atrapa la angustia, pero me fuerzo a volver. Sin sacarme el pantalón, me empuja despacio para que me siente en el sillón. Se me sienta encima con las piernas abiertas. Empieza a moverse y a frotarse contra mí. No aguanto más y empiezo a tocarla, muy despacio, mientras nos besamos. Le muerdo la clavícula y el cuello. Empiezo a masturbarla un poco más rápido mientras ella sigue moviéndose. Le acerco un dedo sin meterlo. Ella se mueve pero sigo sin mover mi dedo. Me dice con desesperación “Cogeme” y le meto el dedo hasta el fondo, pero no lo muevo. “Movete”, le ordeno desafiante. Y Victoria se desborda completamente. Empieza a moverse como loca y a gritar. Me calienta tanto que siento que voy a acabar así, sin que me toque. Le chupo una teta. Le muerdo el pezón. Le agarro el culo bien fuerte. Victoria se mueve más. Pierdo totalmente el control y la llevo violentamente al piso. Me saco el pantalón y la bombacha. Sigo cogiéndola ahí en el piso. Cada vez más fuerte. Me pide que se la chupe. Obedezco. La recorro con mi lengua, justo como a ella le gusta. Voy acelerando el ritmo. Sus gemidos se hacen más fuertes. Se la chupo más. Me agarra la cabeza. Grita. Me toma más fuerte. Con la otra mano me aprieta un brazo. Grita más. Me pide que no pare. Que se la chupe más. Que no pare. Ahí. Justo ahí. Me toma la cabeza. Se la acerca bien. Cierra las piernas, no pares, no pares, qué bien que la chupás, retuerce la sábana, ahí, ahí, me encanta, no pares, así, sí, así, me agarra de los pelos, me los estruja y estalla en un grito seco. Empieza a convulsionar en mi boca y finalmente me aparta la cara para que no la toque más. Queda tirada en el piso sin poder moverse. Yo me acerco, le doy un beso, la abrazo y me tiro al costado.
- Qué bien que cogés, hija de puta- me dice en un suspiro. Sonríe cansada-. Dame un ratito que me recupero- concluye. O sea que no me va a coger, pienso.
Espero un rato, pero sigue evidentemente sin recuperarse.
- ¿Tenés hambre?- le digo sabiendo que por ahora no me va a llegar el turno.
- Sí… Bastante. ¿Hay algo o tenemos que pedir?
- Hay, pero no quiero cocinar. Pidamos algo.

Me levanto. Busco mi ropa y me visto. Victoria agarra la toalla del piso y se va a la pieza a cambiar.
No entiendo porqué no me quiso coger. Quizás piense que hay tiempo, que hay mucha noche por delante, que todavía nos quedan algunos días. O quizás no piense nada. Lo mucho que me gusta coger con ella, se diluye apenas terminamos. Especialmente ahora. Lo de España me vuelve a la cabeza y me atraviesa al medio. Me siento tan vacía que no puedo entender cómo hace unos pocos minutos estaba tan caliente. Yace sobre mí todo el fracaso del mundo.
Nada va a evitar los miles de kilómetros de distancia. Esos kilómetros que ella elige.

Pido una pizza por teléfono.
De a una gotita por vez, empieza a manifestarse la tormenta, hasta que lo cubre todo.
- Pobre el pibe del delivery. Justo se largó- me grita Victoria desde la pieza.
- Y bueno, es inevitable.

Victoria llega al living toda vestida y se sienta en el sillón. La miro y lo único que puedo pensar es que no hay vuelta atrás de nada. Ya acabó, ya se vistió, ya sacó el pasaje. Y no hay nada que pueda hacer. Ni cogérmela como los dioses, ni llorarle, ni putearla. Todo está servido. Cayéndome desde arriba, inevitable, como la lluvia.

lunes, 20 de junio de 2011

III - Una montaña de nada

Era viernes y estaba horrible. La lluvia parecía acompañar todos los decesos. Mi pareja, el buen clima, el otoño. Todo estaba muriendo. Lo único que pude hacer fue tomarme un taxi hasta lo de La Rusa que, apenas le conté lo que pasó con Victoria, entendió que iba a ser imposible movilizarme a ningún lugar que no fuera una cama. Entonces me ofreció su cama, la tele y unos vinos. Cuando llegué eran más de las 12 así que la madre y la tía abuela estaban durmiendo. La luz de la casa estaba totalmente apagada, salvo el velador de la pieza de La Rusa. Tenía la estufa eléctrica prendida, así que me saqué el abrigo y me senté en la cama. Me dio el control remoto de la tele y se fue hasta la cocina a buscar un vino. Llegó con la botella destapada y un par de vasos. Me sirvió hasta arriba. Yo casi no la miraba. Estaba concentrada en hacer zapping. No había nada en la tele, pero yo no tenía ganas de hablar, así que traté de encontrar lo que fuera. Había dos películas de Julia Roberts, en dos canales distintos. Erin Brockovich y Notting Hill. Dejé la segunda porque la otra la había visto unas diez veces más. Me senté en la cama, apoyada contra la pared con la almohada en la espalda y me tapé con el acolchado hasta el cuello. La Rusa se sentó al lado mío, pero encima del acolchado.
- Triste forma de pasar un viernes triste- dije.
- Podría ser peor, che.
- Sí, podría estar con Victoria.
- ¿Querés que hablemos?
- No. Quiero mirar la peli.
- Pensé que odiabas mirar estas películas.
- Las odio, sí. Pero porque termino mirándolas, aunque las odie. Y entonces las odio más, porque no puedo odiarlas.
Miré el vaso de vino, lo agarré, lo mecí circularmente para mezclarlo y le di un trago largo. La Rusa tomaba con más tranquilidad, pero tenía más aguante. Podía seguir tomando por horas, incluso después de que yo caía abatida. A La Rusa le gustaba tomar sola. Yo siempre necesitaba tener un testigo al lado o alguien a quien llorarle cuando todo saliera mal.
- ¿Qué significa "Hill"?- preguntó La Rusa, que nadie sabe cómo aprobó inglés en la secundaria.
- Mmm creo que es "montaña".
- ¿O sea que es una montaña de nada?
- ¿Qué cosa?
- Esta película. Notting Hill.
- No, Rusa- le contesté riéndome a carcajadas- Es Notting, con doble T. Nothing de "Nada" es con T-H.
- Bueno, es casi lo mismo. Un montón de nada. Como miles de ceros.
- Ah... lo tuyo evidentemente no son ni los idiomas, ni las matemáticas. Menos mal que sos tan buena pintando, porque sino... Mirá, muchos ceros no es una montaña de ceros. Cero por mil, no son miles de ceros. Es cero. Cero por cualquier número, es cero. O sea que nada, multiplicada, es la misma nada.
- ¿Pero no podés tener mucha nada?
- A veces pareciera que sí. ¿Pero no es lo mismo? El vacío es vacío. Más vacío, sigue siendo vacío. No importa qué tan grande sea. Lo que importa es que siempre lo sentís vacío.
- Pero para mí sí podés tener una montaña de nada. Y sería muchísimo más que unos granitos de nada.
- ¿Y cuál sería la diferencia?
- Y no sé... unos granitos de nada es cuando esperás poco y no recibís nada. Una montaña de nada podría ser...
- Que alguien se tome un avión a España- interrumpí.
- No. Que alguien se quede acá esperando- dijo La Rusa casi sin pensar. Quise contestarle pero no supe qué. No esperaba esa frase. La Rusa no suele escupir ese tipo de apreciaciones. Especialmente cuando uno está casi cayendo al piso del ring. Esta vez me dio el golpe de gracia. Lo único que se me ocurrió fue devolverle con lo mismo.
- Bueno, ¿pero de qué me hablás? ¿Vos no te pasaste meses cogiendo con María después de que cortaron? Y sabías bien que aparecía, te usaba para coger y se iba. O peor, te llenaba de sus chicanas, para que sigas enganchada. Te manipuló durante meses. ¿No estabas esperándola, acaso?
- No tiene nada que ver que traigas lo de María ahora.
- ¿Por qué? ¿Vos podés decir eso de Victoria y yo no puedo hablarte de María?
- Yo lo decía por vos, no por Victoria. Y en todo caso, por haber pasado lo de María te estoy diciendo que te ahorres la espera. Esta mina se va y no te deja nada.
- O como decís vos, me deja una montaña.
- Sí, de nada.
- Gracias.
- De nada.
Ahí nomás nos largamos a reír. Era inútil intentar tener una pelea con La Rusa. Ninguna se la tomaba en serio. Durábamos unos minutos y alguna de las dos terminaba tirando un chiste. La abracé y me recosté unos minutos encima de sus piernas.
- Metete adentro- le dije. Y tironeé del acolchado para levantarlo. Parecía no tener ganas de taparse, pero me dio el gusto. Una vez que estuvo tapada, apagué el velador de la mesita de luz y volví a recostarme sobre sus piernas. El pelo rubio y largo de La Rusa casi me caía sobre la cabeza. Miré para arriba la cara de La Rusa. Estaba con los ojos puestos en la película, muy concentrada. El reflejo azul de la tele le iluminaba las pecas. En verano le salen más, por el sol. Volví a mirar la pantalla de la tele y me acurruqué haciéndome una bola con el acolchado. La Rusa me puso una mano sobre el brazo y la dejó ahí. No me acariciaba, sólo la dejó posada ahí. Le costaba mucho el contacto físico, por eso entendí el afecto que significaba esa mano.
La lluvia que tintineaba sobre el techo de chapa del patio, el calor de la estufa, el acolchado y la mano de La Rusa fueron suficientes para que cayera profundamente dormida. Estaba exhausta, como si hubiera pasado varios días sin dormir. Al fin podía descansar.

El día que Victoria me contó lo del pasaje a España, cuando parecía que los ceros se habían multiplicado por mil, por primera vez en mucho tiempo, durante una noche entera no sentí la montaña de nada.

lunes, 13 de junio de 2011

II - Una semana de estabilidad

Viernes. La Rusa me llama por teléfono. Dice que está preocupada por mí e intenta convencerme de salir a algún lugar.- Lo mejor que podrías hacer ahora es venirte a bailar conmigo.
- Rusa, ¿no te das cuenta que se me está viniendo el mundo abajo?
- Y bueno, justamente. Vamos a tirarlo del todo.
- No sé. Siento que no me da la energía física. Estoy agotada, te juro. Esperame. Tocan timbre. Te llamo en un rato.

Atiendo el portero eléctrico. Es Victoria. Es raro que venga sin avisar. Victoria nunca me da sorpresas. O mejor dicho, no me da buenas sorpresas.
Mientras bajo por el ascensor para abrirle, me miro al espejo. Desde que me dijo lo del viaje a España, hace veinte días, subí tres kilos. Siempre odié a la gente que dice que cuando se angustia se le cierra el estómago. Yo como. Es lo único que me sale. Ahora sí que estoy horrible.
Desde la puerta vidriada de la entrada, la veo sonreír forzadamente. Entonces sonrío y parece que lo hago porque estoy contenta de verla. Pero sonrío porque sé que algo le pasa. Por fin le pasa algo.
Nos saludamos y entramos. De vuelta en el ascensor evito mirarme al espejo. Tengo que mantenerme lo más fuerte posible. Los encuentros con Victoria se están haciendo cada vez más insostenibles. Necesito toda mi fortaleza y para eso es necesario que no recuerde los tres kilos que tengo de más.

Entramos a mi casa. Victoria se sienta en el sillón y resopla. Definitivamente viene a contarme algo. Le ofrezco algo para tomar por pura cortesía, porque si quisiera se lo agarraría sola. No quiere nada. Imagino que lo único que quiere es contarme lo que la tiene así de rara, pero va a dar vueltas hasta que tenga que descorchárselo yo misma.
- ¿Estás bien?- le pregunto.
- Sí. Tenía un rato y pasé a verte.- Miente. No vendría sin una intención. Hace unos meses quizás sí. Esta sorpresa me huele a pólvora. Y ya no sé qué puede estallar más fuerte que su partida.
- Tenés cara rara. Si te pasa algo podés contármelo -le digo.
- No. Estoy tranqui.
Listo. Esto sí que va a ser una masacre. Victoria nunca dice que está "tranqui", a menos que esté en el plano opuesto. Es incapaz de hablar. Al menos no de buenas a primeras. Viene, resopla, pero dice que está todo bien. Y lo sostiene durante un buen rato.
- No tenés cara de estar tranqui. Pero si no querés, no te pregunto más.
- ¿Y cómo es la cara de "estar tranqui"? ¿Se puede saber? ¿Qué, no conozco mis propias caras?- me dice levantando el tono de voz.
- Bueno, está bien -contesto para evitar la discusión-. Che, yo me voy a hacer un té. ¿Te hago uno?
- Bueno.

Voy a la cocina. Mientras pongo la pava y espero que hierva el agua, me tomo una pausa en silencio. No entiendo cómo es que sólo necesita unos pocos minutos para desequilibrarme. Estos últimos veinte días fueron una locura. Está totalmente ansiosa, discutiendo con la familia, organizando los nuevos planes, hablando con el primo, haciendo trámites. Es un manojo de nervios y todavía ni sabe cuándo se va. Lo peor es que de alguna forma me mete en su ritmo. Y me sorprendo ayudándola a preparar un viaje que detesto. El viaje que dice que hace para crecer, para madurar. No sé por qué carajo necesita irse a otro continente para madurar. Acá ni empezó a intentarlo y ya está bien podrida. Y yo me estoy pudriendo con ella. La cosa se está poniendo cada vez peor. Pienso que si solo pudiera tener una semana de estabilidad pondría en orden mi vida. Bajaría estos tres kilos que me sobran. Me pondría al día con la facultad. Una semana sin tener que resolver ninguno de los problemas de Victoria, su familia, su ansiedad, su completa incoherencia. Una semana de estabilidad alcanzaría para empezar a hacer algo que me haga bien.

- Ya saqué el pasaje- me grita desde el living. El agua hierve y apago la hornalla. Sin llegar a servir el té me acerco hasta donde está.
- ¿Para cuándo?
- El mes que viene. Bah, son veintiseis días, en realidad.
- Está bien.
Vuelvo a la cocina. El pecho se me contrae y siento que no puedo respirar. Lo único que sé es que tengo que servir el té. Tengo que buscar los saquitos y servir el té. Pero no puedo ni caminar. Me siento en la banqueta de la cocina porque siento que voy a desplomarme. Estallo en un llanto histérico, sin reparo. Quisiera no hacer ruido pero lo hago, porque en el fondo quiero que sepa que estoy llorando. Lloro con las manos tapándome la cara, tratando de contener las lágrimas que parece que salieran como una herida imparable. Lloro más de lo que puedo controlar. Lloro con mocos y me empapo las manos. No me importa nada. Me estoy vomitando.
Victoria me escucha llorar y viene hasta donde estoy. Se arrodilla y se pone frente a mí.
- No, Puchita... No llores así.
Me abre las manos y me apoya la cara sobre su hombro. Me abraza fuerte. Hace meses que no me llama "Puchita". ¿Qué es esto? ¿Qué son sus brazos? Ella no va a responderme nada. Solamente me abraza, pero no va a cambiar sus planes. Entonces lloro más. Solamente un poco más, porque ya no tiene sentido. ¿Cuánto tiempo va a esperar a que me calme para soltarme el abrazo? Tic tac. ¿Cuánto más hasta que me suelte del todo? Veintiseis días. Tic tac. Yo ya no soy Puchita. Y porque alguna vez lo fui, ella se va. Se va de mí.
Me alejo de ella. Me levanto en silencio y agarro una servilleta para sonarme los mocos. Agarro otra y me seco la cara. No es suficiente. Necesito ir al baño. Mirarme al espejo. Lavarme la cara. Cuando estoy saliendo de la cocina le suelto:
-En España vas a ser tan torta como acá.
Ella se queda inmóvil.
- ¿Qué querés decir con eso?- me pregunta sorprendida, pero no le contesto. Me resguardo en el baño. Pongo las manos en cuenco debajo del agua. Hundo la cara en el agua. No lloro más. Me miro al espejo, tomo la toalla y me seco la cara sin dejar de mirarme. Cuando salgo del baño la veo a Victoria que está agarrando su mochila y su abrigo.
- Me voy -dice. Está enojada. No. Está muy enojada.
- Está bien -contesto. En otro momento me hubiera preocupado, la hubiera frenado. Ahora da igual. Tic tac. Tiene un pasaje que explota en veintiseis días. Tic tac. Tic tac. Hasta que reviente la pólvora.

La acompaño hasta abajo para abrirle la puerta. Nos saludamos con un beso en la boca. ¿Cuántos más nos quedan? Probablemente desde ahora piense todo de esta manera. Un cronómetro desfavorable. Y yo lo único que quiero es una semana de estabilidad.
Quizás, después de que reviente la pólvora.
Tic tac.