lunes, 8 de abril de 2019

Enter the void



¿Qué estamos haciendo? Vivimos. Somos. Pero ¿qué es eso? Somos una especie que tiene conciencia de su ser. Constante observación de que existimos y también de que vamos a morir. Esta es la crueldad originaria. El gran sadismo. Sabemos que existimos pero no sabemos para qué. Un perro no se pregunta para qué existe. Vive como perro. Se alimenta, crece, muere sin haber pensado nunca en la fatalidad. La humanidad es otra cosa. Tenemos la tediosa cualidad de reflexionar. Es decir, de volver hacia nosotres mismes. Pensamos y nos pensamos. Existimos y nos preguntamos para qué existimos. Alguien nos lanzó al mundo sin explicarnos nada. Y sabremos todo el tiempo que habremos de morir. Que la fiesta de la vida se termina, que los demás seguirán sin vos y vos no sabés adónde te vas aunque a veces sospeches que vas hacia la nada, pero tampoco sabés qué significa eso porque no tenés experiencia de esa nada. Lo único que hiciste en esta vida por ahora fue vivir. Todo esto es bastante angustiante y es probablemente el motivo por el que existen las religiones, los ritos, la filosofía. Pero también es el motivo por el que existe la cultura. Digo cultura en tanto costumbres, hábitos, desarrollo humano en general. Llamo a cultura a la gran ficción que es vivir en tanto a cómo transitar el acto biológico de la existencia. La vida es ficción. Nos ficcionamos. Es decir: creamos ficciones para solapar el hecho de que no sabemos quién nos puso en el mundo, para qué, qué es el bien y qué es el mal si es que existe, de qué manera se puede trascender la mera existencia, por qué morimos, qué pasa cuando morimos, qué hay más allá de nuestro mundo, etc. El cómo y el porqué de cuestiones fundamentales para nosotres, no tienen respuesta.
No puedo pensar la vida más que como una ficción. Es decir, un cuento. La vida es cuento. Elegimos un sistema moral, un orden político, una forma de producir e intercambiar la materia. Decidimos qué está bien y qué está mal. Aprendemos y recordamos lo aprendido. Generamos una rutina que nos salva del caos porque si cada día tuviéramos que aprender a atarnos los cordones de las zapatillas todo sería bastante más complicado. La rutina nos ficciona. Esto es, inventamos un sentido. Decimos: hoy tengo que levantarme para ir a trabajar, porque hay que trabajar para cobrar un sueldo, porque vivimos en una sociedad capitalista en la que el trabajo se intercambia por lo que es necesario para nuestro sustento, pero además para otras cuestiones que decimos que son valiosas como determinada indumentaria, el consumo de espectáculos culturales, las vacaciones. Este cuento podría ser otro. Podríamos sustentar nuestra existencia de otra manera. Podríamos generar otro tipo de vínculos, otras formas de familias o ni siquiera pensarnos en tanto familias. Las comunidades podrían ser diferentes, la distribución del trabajo o el mismísimo concepto de trabajo podría ser otro. Podríamos valorar en forma diferente lo que está bien y lo que está mal; nuestra moral podría haber sido completamente distinta. Podríamos tener más tiempo para pensar en estas cosas. No estudiar tanto, ni trabajar tanto, ni ir de una salida a otra, de un amigo a otro, de una pareja a otra. Podríamos tener tiempo para afrontar la crueldad originaria. Pero no queremos tener ese tiempo.
Nos morimos. Y no sabemos para qué vivimos. Quizás peor: estamos incompletos. Vivimos buscando completitud y todo el tiempo nos enfrentamos al vacío. Compramos cosas, nos vamos de vacaciones, estudiamos una carrera, tenemos hijes, elegimos vivir en el sur, nos hacemos veganes, nos enamoramos, salimos con nuestros amigues. Todo esto en vistas de sentirnos llenxs, satisfechxs, realizadxs, de que hemos tomado las decisiones correctas, que estamos mejor que antes, que esta forma de ficcionarnos es más real. Pero asoma constantemente el vacío. Porque la primer gran injusticia que es vivir y no saber para qué y además ser conscientes de nuestra finitud, da pie a que todo ese escenario que inventamos, esté puesto siempre en duda, mal montado, en estado de fragilidad. Nada puede ser pensado en términos de justicia cuando afrontamos la injusticia de nuestra muerte. Morimos solxs, sin explicación, inevitablemente y sin respuesta a si todo lo que hicimos en nuestra vida fue bueno o malo. No hay nada de eso. Sólo vacío. Pero este vacío no es patrimonio exclusivo de la muerte. Si las premisas mínimas de la vida son injustas, inexplicables, azarosas, esto por supuesto se desdobla en toda nuestra existencia, más allá de cuánto éxito tengamos en ficcionarnos y creernos esa ficción. Podemos construir una vida llena de sentido. Creer realmente que todo lo que inventamos para que nuestro absurdo tenga algún tipo de forma es real, es bueno, es valorable. Pero por cada agujero se abrirá paso el sinsentido, el azar, el dolor. No importa cuánto intentemos equilibrar los componentes. El vacío irrumpe porque hay un abismo primordial de lo que sabemos y lo que podemos conocer. Estamos limitadxs, nunca estaremos llenxs. 
Entonces quizás sea hora de entrar en el vacío. Reconocerse ahí, en la tristeza, en la falta. Y no querer llenarla con nada, ni con nadie. Transitar el vacío. Hacerlo propio. Saborear la falta. Morderla fuerte. Que la falta no sea el camino hacia la plenitud. No añorar plenitud alguna. Caminar porque sí. Porque habrá algo más a unos pasos. Pero nunca será lo que nos satisfaga. Nunca estaremos llenxs. Nadie, por hermosa ficción que hagamos del amor, nos hará sentir completxs. Hay un tiempo de primeras alquimias, apenas empezás una carrera, un trabajo o cuando te enamorás. Una sensación de que de pronto todo está bien. No dura. No está hecho para durar y más que nada: no debe durar. He abandonado mi necesidad de completitud. Derroqué mi imperativo de felicidad. No quiero que nada active esos dispositivos que tan tentadoramente intentan reaparecer para aliviarme. Esos que te prometen que vas a dejar de sufrir, que con esta píldora, con esta pareja, con este nuevo colchón, todo será mucho mejor. Estoy dispuesta a dejar de creer en todo eso en pos de algo más terrible y verdadero: entender que siempre tendré una gran falta. Que no hay reemplazos porque lo que hay que desarmar es otra cosa. Una persona o una cosa con la que puedas aliviar la carga, no salva tu falta originaria. No te llena, sólo te calma. No quiero calmarme. Quiero ver el abismo. Quiero vivir prendida fuego. No quiero nada que me prometa que todo va a estar bien. Nada estará del todo bien. Y nada debe estar del todo bien, para poder entonces movernos. Caminar hacia adelante. Moverse no es ir hacia los costados. Es derribar el escenario.
Viví con tanto miedo. Desde muy chica tuve conciencia de la fatalidad. Sufrí soledades inmensas. Incomprensión. Vi el abismo y volví hacia atrás. A que me abracen, a que me cobijen. No hay frazadas. Simplemente jamás serán suficientes. Hay que vivir en la intemperie. Helarse los huesos. Dar bocanadas de aire podrido porque donde hay vida hay putrefacción. En realidad, más que vivir en la intemperie lo que hay que entender es que siempre estuvimos ahí. Que todo lo que hagamos para silenciarlo son formas de no mirarnos, de no sabernos, de no indagarnos, de no morirnos de frío. Formas de buscar abrigo en un mundo que deberíamos reconocer como injusto, cínico, hiriente, inexplicable. Viví con tanto miedo a todo eso. Al dolor, a la tristeza. Ahora entiendo que una porción de tristeza será siempre algo humano, mío, como el color de ojos o el tono de mi voz. Hay una falta constante que intenté desesperadamente enmascarar. Y finalmente fue la que me dio vida. Ver la falta, transitarla y esperar. Esperar. Y dejar que me inunde. Que todo sea falta. Que me falte. No buscar abrigo. Caminar la falta. Y convertirme, ver que soy un ser en falta. Para no negarla más. Para no intentar satisfacerla más. Y entonces hacer lo que quiera, o ser lo que quiera o no ser nada. ¿Qué importa? He declinado también mi ilusión de que existe una ficción correcta.
Estoy empezando a convivir con pequeñas y sinceras dosis de alegría.