domingo, 28 de agosto de 2011

De todos los bares del mundo...



Renata me pregunta dónde puede hacer taller de narrativa, porque asume que debo saber mucho sobre el mundillo literario. Se equivoca, pero ¿para qué corregirla? Le digo que hay cientos de talleres a los que puede ir, pero miento. Conozco con suerte cuatro o cinco y casi todos a través de amigos.
- Al taller de Laura Díaz. La conocés ¿no?- le digo, aunque sé que no la conoce. Y eso me hace quedar a mí, que sí la conozco, como una entendida.
- No. Perdoná, es que capaz no leo tanto.
- No te creas que yo leo mucho- respondo con falsa modestia. Pero es cierto, la verdad es que leo poco. Aunque después de ese comentario, quedo todavía mejor que antes.
Estamos tomando un vino que eligió Renata creyendo que elegía un buen vino. Es el que cualquiera eligiría pensando que es bueno. Y no es. Es bastante peor que otros vinos más baratos. No sé porqué sé eso. Sé cosas tontas, que escucho en algún lado y después reutilizo para mandarme la parte. La astucia está en saber con quién usar cada cosa. A Renata, por ejemplo, se nota que le gusta que conozca de escritores, de política, de arte.
- ¿Escribís algo además del blog?- me pregunta.
- Algo de poesía... Pero es para mí misma. No se la muestro a nadie ¿entendés?- le digo. Ella asiente. Hace silencio y me mira. Sé lo que piensa. Que algún día se la voy a mostrar a ella. Pero no escribo poesía. Y casi sin conocerla, ya sé que no le mostraría nada verdaderamente mío.
- Hay un poema de Girondo que me encanta. Lo leí en una antología. Pero me recomendaron otro libro de él. No me acuerdo el nombre...- me dice.
- La verdad que yo a Girondo mucho no lo leí... - respondo. No leí a Girondo. Qué farsante. Y si ella me sigue preguntando se va a dar cuenta de todo.
Se prende un cigarrillo. Tenemos que estar sentadas en las mesas de afuera del bar, porque ella fuma. Yo dejé hace unos años. Y por cortesía acepté sentarme afuera. Por cortesía no. Me gustan las mesas de afuera, las prefiero al encierro y al ruido seco del parloteo de los demás. A ella le digo que lo hago por cortesía, que lo hago por ella. La mesa en la que estamos es de madera, al estilo rústico de los barrios pretenciosos de Capital. Una pata es más corta que las demás y la mesa se tambalea cuando apoyo alguno de mis brazos, cosa que hago bastante porque hablo gestualizando mucho con las manos. Le cuento algo sobre Medio Oriente. Es necesario que le explique cosas del mapa del mundo. Apoyo un dedo para marcar el lugar geográfico de un país clave en mi explicación, la mesa se mueve y se caen las cenizas de los cinco cigarrillos que se fumó y dos colillas. Las limpia. A mí no me importa. Quisiera que me importe, pero ya estoy embarcada en mi desdén. Lo nuestro no va a funcionar. Lo supe apenas nos vimos o unos minutos después. Le gusté. Y no puedo hacer nada con eso.
Termino de hacer mi disertación. Renata está maravillada conmigo. Qué asco.
- Está bueno hablar de estas cosas con alguien- dice.
- Sí. Es interesante- respondo.
- Ahora todos usan esa palabra.
- ¿Cuál? ¿Interesante?
- Sí. Y nunca sabés si es verdad o te están pelotudeando.
Sonrío. Al fin me hace reír. Levanto la mirada para distenderme un poco. Miro las demás mesas, los bares de la cuadra, los de enfrente. Quizás no todo esté perdido entre nosotras. Quizás, si me hace reír. Miro los autos que pasan. La noche, los perros, la gente. Y detrás de la pareja que camina por la vereda, aproximándose hacia nosotras, la veo. Carolina. Caminando con dos amigos que conozco. La veo. Me ve. La pareja pasa y Carolina queda justo frente a mí. De todos los bares del mundo...
Me paro. Saludo a los amigos. La saludo a ella. Sonrío estúpidamente. La sangre me hierve. Le digo algo sin pensar. El clima, la gente. Me late la sien y las orejas. Sé que me puse colorada. De todos los bares del mundo, tenías que elegir el mío.
De pronto me acuerdo de Renata y la presento. Renata se para y saluda. Después vuelve a sentarse. Yo sigo de pie. Carolina me mira con tranquilidad. Entiende lo que pasa. Sabe que estoy en una cita. Sabe que esto es lo que hago, que este es mi oficio. Conocer mujeres, mandarme la parte. Ser más que el mundo. Ser menos que una sombra. Y sabe que todo lo dejaría por ella. Yo me muero de vergüenza y de culpa, como si la estuviera traicionando. Carolina está tranquila, como siempre. La calma de quien no siente, de quien no me siente. Me toma suave de un brazo y me dice que es bueno verme, que me cuide, que ande bien. Y se va. La miro irse y me siento. Otra vez frente a Renata.
- ¿Tu ex?- me pregunta.
- Algo así- respondo. Y siento no puedo hablar más. El estómago se me retuerce.
- ¿Querés que pidamos algo más o mejor nos vamos?- dice Renata, intuyéndome.
- Vamos mejor- digo. Si digo una sola palabra más voy a quebrarme.
Pago yo, paga ella. La misma disputa de siempre, pero esta vez no me importa. Pago yo porque me da culpa todo y me da asco todo. Caminamos unas cuadras juntas, porque vamos para el mismo lado. Pero no estamos juntas. Hay medio metro y una eternidad de distancia entre las dos. No la miro. Hay cosas que puedo decir en estos casos. Temas para hablar en piloto automático. Pero no se me ocurre ninguno. Caminamos en un silencio que nos corta al medio.
- De todos los bares del mundo...- dice Renata. Me detengo. La miro atónita. Renata me sonríe. No puedo evitar reírme. Quiero contarle todo. Lo mucho que me duele, aún hoy, que Caro no me haya querido. La tristeza que cargo hace tanto tiempo. Estoy desnuda, Renata. Lo único que quiero es un abrazo que sea verdadero. Pero no le digo nada.
- Te entiendo- me dice-. A todos nos duelen estas cosas.
Estamos frente a frente. Detenidas. No me salen las palabras. Renata vuelve a sonreírme. Se acerca. Me abraza. Me abraza fuerte y me acaricia la espalda. Siento que hace siglos que nadie me abraza. Quizás no todo esté perdido. Le beso el cuello y el cachete. Le doy un beso en la boca. Siento su lengua dura y áspera. Su desesperación y sus ganas de besarme. Todo lo que Renata venía conteniendo desde el bar. Ya lo sabía. Y no puedo hacer nada con eso. Me alejo. Le pido que me perdone. Le hago señas a un taxi y le digo que se lo tome. Otra vez le pido que me perdone. No puedo decirle nada más.
El taxi se va.
Camino. La noche se pone más oscura. Tomo solamente las calles desiertas. Silencio. Frío que quema la panza. Si pudiera salirme de esta piel. De estos huesos rancios. Si pudiera salirme de todos los bares del mundo...
Y de todas las mujeres del mundo.

domingo, 21 de agosto de 2011

XII - Epílogo

La noticia me llegó el jueves. Casualidades, dirás vos. Pero no. Yo creo que te intuía. Cinco años después, Paula, todavía te intuyo. Fue como si supiera que la cola intrépida de nuestro amor, me iba a pegar un último latigazo.
Me enteré por Camila, la que jugaba al fútbol con nosotras. Tu amiga de la facu. Tan poco delicada como siempre, me lo tiró como si me estuviera hablando del clima. "Paula se casa, ¿no sabías?". No, no sabía. Pero yo había llevado el cuento al taller dos semanas antes. Lo tengo fechado y todo. Es increíble. "La selva invegetal". Manuel, mi profesor, me pidió que siguiera escribiendo. Dice que si lo desarrollo puedo convertirlo en novela. Ya escribí varios capítulos, anteriores a ese. Esta es mi verdadera forma de soltarte.
No alcanzó con tu viaje a España, ni con los meses en los que no paré de llorarte, todos esos días en los que pensaba que me iba a morir, que iba a dejar mi alma y mi cuerpo en ese dolor empantanado. Sólo para terminar dándome cuenta de que no me iba a morir, que nadie se muere de amor y entonces sí, en ese momento, desear realmente morirme. Deberíamos poder morirnos de amor. Porque te hubiera elegido cada día, Paula, cada mañana y cada noche. Y vos no.
Y yo me hubiera muerto de amor.

Pero encontré otras historias, otras mujeres, otras vidas. Mi mujer actual, mi vida actual. Y la escritura, mi selva vegetal.

El día que te fuiste a España encontré mi viejo cuaderno de cuentos y prometí que si un día escribía nuestra historia, algo tendría que ser diferente. Y no pude hacer nada diferente. El taller de pintura, La Rusa, Fefu, tu familia. Todo el dolor que sentí cuando te fuiste volvió intacto apenas me senté a escribir. Pero algo tenía que cambiar. Lo mínimo que me hiciera sentir que en todo esto habría una conquista, un apredizaje. Una victoria.
Una victoria, Paula. Una Paula que fuera Victoria.
Cinco años después, una victoria.
Una selva vegetal.
Y yo.

domingo, 14 de agosto de 2011

XI - La selva invegetal

Yo tenía diez años cuando por la primera vez me hicieron firmar el "Libro de Disciplina" del colegio, que era como las amonestaciones pero de la escuela primaria. Fue por una discusión que tuve con la profesora de educación física que quería obligarnos a hacer una rutina horrible con unas cintas y unos aros, para mostrarla a toda la escuela. Todos teníamos que participar, aunque no quisiéramos. Eso me pareció muy injusto y me dio tanta bronca e impotencia, que no pude evitar escupirle un "usted es una imbécil" en la cara. No me pareció un insulto tan fuerte, pero fue suficiente para que la directora y la profesora se plantaran ante mí con su libro de castigo y me demostraran que el poder iba a recaer siempre sobre ellas. Firmé el Libro con mucha angustia porque seguía pensando que tenía razón. Salí de la Dirección. Mis compañeros estaban en medio de la clase de Matemática, pero no quise entrar. Me fui a un rincón del patio, me senté acercando mis rodillas al pecho y, hecha una bolita, me puse a llorar.
- Me enteré de lo que pasó- me dijo alguien. Levanté la cabeza. Era Mariel, mi maestra de Lengua. Se puso en cuclillas para estar a mi altura. Con una mano me acarició la cabeza. -¿Estás bien?
Le conté lo que había pasado, es decir, mi versión de lo que había pasado. Ella asentía con la cabeza. Yo estaba segura de que ella iba a ponerse del lado de la profesora de educación física y la directora, porque eso era lo que hacían los grandes: se ponían de acuerdo contra los chicos. Pero cuando terminé de contarle todo, Mariel me abrazó y me dijo:
- Vos sos muy especial ¿sabés? Tenés una mente muy despierta. Yo te veo en las clases con los ojitos brillantes, absorbiendo todo. Sos muy diferente a los demás. Tus inquietudes van más allá de lo que nosotras podemos darte. Y a veces las maestras tenemos un límite. Va a pasarte siempre en la vida. La gente no va a saber ver tu brillo, o no lo va a entender. Y vas a vivir muchas injusticias. Pero no dejes de confiar en vos. Más allá de todo lo que vivas, sería una pena que ese brillo se te apague.
Recién hace unos años pude entender lo que mi maestra quiso decirme. Era cierto: el paso por la vida me fue apagando el brillo. Es muy caro el precio que se paga por ser diferente. Mariel lo sabía y eso era lo que me había querido decir. En ese momento sólo asentí con la cabeza porque no supe qué decir. Después me pidió que le escribiera un cuento sobre una nena muy especial que vive una aventura y al final de la historia se lleva un aprendizaje. Apenas llegué a mi casa me puse a escribir el cuento. Me llevó varias hojas de mi cuaderno de cuentos y bastante tiempo de trabajo, pero lo terminé. Nunca había escrito un cuento tan largo. En ese cuaderno tenía escritos por lo menos cinco cuentos, un par de poesías y alguna canción. Además tenía dibujos e historietas que también me gustaba hacer. Le di el cuento al día siguiente y Mariel me lo devolvió con algunas anotaciones en verde. Debajo de todo me puso unas palabras suyas y una carita sonriente. Lo que mi maestra me había escrito en esas líneas era que no dejara de escribir, que yo tenía mucho talento y que era muy buena en lo que hacía. También me decía eso del brillo que me había dicho el día anterior, que pase lo que pase no deje que me lo apaguen. Al final me pedía que guarde ese cuento para que lo pudiera leer cuando fuera más grande. Le hice caso y lo guardé en mi cuaderno de cuentos.

Hace un rato encontré el cuaderno. Estuve toda la tarde limpiando la casa, tirando cosas, acomodando. En el placard de arriba había una caja con cosas viejas, del secundario. Detrás había otra caja con cosas mucho más viejas: cuadernos de todos los grados de la escuela, dibujos, historietas, muñequitos de arcilla, tarjetas de cumpleaños, un diario íntimo (el que escribí en 7º grado) y mi cuaderno de cuentos. El cuento estaba al final del cuaderno, doblado y enganchado a la última hoja con un clip de plástico en forma de corazón. Me acordé de todo un segundo. El Libro de Disciplina, la profesora de educación física, Mariel. No me acordaba del cuento, es decir, de lo que había escrito. Lo leí. El cuento que escribí contaba la historia de una chica a la que le habían dicho que en la selva había un mago que se llamaba Rolando, que si ella lo encontraba, él le iba a dar la mayor riqueza del mundo. La chica iba en busca de ese tesoro pensando que era una olla de monedas como las de los duendes del arcoiris. Cuando llegó al lugar en el que el mapa indicaba que estaba la selva del tesoro, se encontró con que esa selva no existía y en su lugar había un inmenso desierto. No había plantas, ni agua, ni estaba el mago. Caminó durante mucho tiempo hasta que casi se muere, pero entonces apareció el mago Rolando y le dijo que la verdadera riqueza del mundo era lo que ella tenía adentro. Le dijo también que ella era muy buena y que tenía alma de maga y por eso tenía muchos poderes con los que podía ayudar a la gente a ser feliz y también ser feliz ella. Pero lo importante era que siempre se acordara de las palabras mágicas: "La selva está adentro mío". Y que cada vez que se perdiera en el desierto, esas palabras le iban a mostrar el camino a casa. La chica le hizo caso, dijo las palabras mágicas y pudo volver a su casa, con el tesoro más grande que alguien le pudiera haber dado.
Sonreí. Me estremeció la inmensa sensibilidad que envolvía el cuento. Lo cerré, le puse el clip y lo guardé dentro del cuaderno. Limpie de polvo cada cuaderno y los volví a guardar en la caja. Me subí a la silla y guardé la caja en el placard de arriba. Hice lo mismo con la caja de las carpetas y agendas del secundario. Subí por tercera vez para guardar la caja nueva que iría a parar junto con todos los demás recuerdos: la de las cosas de Victoria. Fotos, cartas, regalos, entradas de cine y recitales. Después de cerrar el placard, vine al living y me senté en el sillón.


Estoy sentada en el sillón del living hace un rato, sin poder moverme. Victoria ya debe estar en Ezeiza. La familia llorando, las amigas llorando. Yo no puedo llorar. Hace días que no lloro, aunque sé que estoy triste. Creo que estoy tan triste que me siento seca, como el desierto del cuento.
Las ocho y cuarto. Casi la hora de embarque. No quise ir. No pude ir. Después de la noche que me vine a dormir acá, al sillón del living, no quise hablarle más. Me la pasé tomando vodka, vino y creo que hasta tequila, en la casa de La Rusa. Le limpiamos el armario de los licores a la madre, así que fuimos a comprar para reponer lo que vaciamos y al final lo terminamos tomando también. Ayer, en el plena borrachera, agarré mi celular y la llamé a Victoria. La Rusa estaba dormida pero se despertó por mis gritos. Me agarró de un brazo y me llevó a la calle para que no despertara a su familia. Quería decirle a Victoria lo mucho que la amaba y lo mucho que la odiaba. No me acuerdo exactamente las palabras que usé, sólo me acuerdo que al final le dije que ella era mi cuadro negro, que ella era la parte más negra de mi vida negra. No lo dije porque lo creía. Lo dije porque pensé que era la única forma de dejarla ir. Lo dije porque no había nada más por hacer.

Ocho y media. Ahora sí: hora de embarque. Pasaje, pasaporte, abrazo de su papá, abrazo de su mamá. Amigas llorando, últimas fotos. Pasarela hasta el avión. Azafatas, video informativo, cierre de puertas. Ahora mismo, Victoria se va. La parte más negra de mi cuadro negro. La primera de todas las partes. El amor; mi amor. La parte más roja.
Butaca. Cinturón de seguridad. Ruidos de avión. Mecanismos que se prueban. Encarrilamiento hacia la pista. Luces a los costados. El negro de la ruta que se deja. El brillo de la luna amarilla. El avión de Victoria se mueve. Victoria se mueve. Yo no me puedo mover. Ahora sí, seguramente ya mismo: toma velocidad, levanta las ruedas, despega. Rompe el cielo.

Victoria está en el aire. Todo lo que yo busqué en ella está en el aire. Busqué la selva y no había nada. ¿Cómo volver a mí? ¿Cómo volver de la nada?

"La selva está adentro mío", dijo el mago Rolando. Digo las palabras mágicas esperando que algo cambie. La selva está adentro mío. Pero quizás, todavía, tenga que caminar mucho desierto.

lunes, 8 de agosto de 2011

X - Sin luz para dormir

- ¿Vic, estás despierta?
- Mmmmno.
- Dale, despertate.
- ¿Qué pasa?
- No me puedo dormir.
- ¿Y?
- Nada... eso. Que no me puedo dormir.
- ¿Y para eso me despertaste, Lu?
- ¿Te molesta si prendo la luz?
- No. No prendas. ¿Te pasa algo?
- Sí... quería decirte algo. Prendo la luz.
- No, no. Decime así, con la luz apagada. ¿Qué pasa?
- Que...
- ¿Qué?
- Que... ¿por qué te vas?
- ¿Cómo por qué me voy? ¿Otra vez con eso?
- No. No lo entiendo. ¿Por qué te vas?
- Ya fue. Prendé la luz.
- No. Me da igual hablar sin luz. ¿Por qué te vas?
- Para trabajar, independizarme. Ya te dije.
- Eso lo podés hacer acá. No entiendo.
- No sé, Lu. Yo tampoco entiendo. Pero lo siento así.
- ¿Y yo?
- ¿Y vos qué?
- Que te vas y no me dijiste nada de cómo va a seguir lo nuestro.
- No sé. No te dije porque yo tampoco lo sé. ¿Vos qué querés hacer?
- Que no te vayas.
- Pero me voy, Lu. ¿Me estás jodiendo? Me voy en cinco días.
- Ya sé. Por eso.
- ¿Te parece que es momento de hablar de esto? Me despertás y me hacés reclamos a cinco días de irme.
- ¿Y cuándo ibas a aceptar un reclamo? Si ya traté de hablarte antes y me venís diciendo siempre lo mismo. Que te vas por laburo, cuando acá tenés laburo. Que te vas para independizarte, cuando acá no te ata nada.
- No es así.
- ¿Qué?
- Que sí hay cosas que me atan.
- ¿Quién? ¿Yo?
- No... en parte. Pero no. No sé. Mi familia. Mi vida en general. No la entiendo.
- ¿Y en España vas a entender?
- No sé, pero acá no entiendo.
- ¿Qué?
- Nada.
- Hablá, Victoria.
- ¿Qué querés que te diga?
- Vos sabés. Prendo la luz.
- No. Pará.
- Hablá de una vez. Estoy harta. Hablá y decime algo que sea verdadero.
- ...
- ¿Qué nos queda, Victoria? Decilo, porque ya está todo perdido.
- No está perdido.
- Te vas a España.
- No es con vos, Lu.
- Es conmigo.
- No... Es conmigo. No sé qué quiero.
- A mí no.
- Te quiero, pero no así. No sé cómo.
- Al fin.
- ¿Eso querías saber?
- Ya lo sabía. Quería que lo digas.
- Pero no es todo tan así, Lu. Esperá. Entendeme.
- Ya está Victoria. Ya te entendí.
- Prendé la luz.
- No. Me gusta que esté todo negro, como mi cuadro.
- ¿Adónde vas?
- Al living.
- Esperá, Lu. No te vayas. Prendé la luz.
- No. Dejá. No necesitás luz para dormir.