lunes, 8 de abril de 2019

Enter the void



¿Qué estamos haciendo? Vivimos. Somos. Pero ¿qué es eso? Somos una especie que tiene conciencia de su ser. Constante observación de que existimos y también de que vamos a morir. Esta es la crueldad originaria. El gran sadismo. Sabemos que existimos pero no sabemos para qué. Un perro no se pregunta para qué existe. Vive como perro. Se alimenta, crece, muere sin haber pensado nunca en la fatalidad. La humanidad es otra cosa. Tenemos la tediosa cualidad de reflexionar. Es decir, de volver hacia nosotres mismes. Pensamos y nos pensamos. Existimos y nos preguntamos para qué existimos. Alguien nos lanzó al mundo sin explicarnos nada. Y sabremos todo el tiempo que habremos de morir. Que la fiesta de la vida se termina, que los demás seguirán sin vos y vos no sabés adónde te vas aunque a veces sospeches que vas hacia la nada, pero tampoco sabés qué significa eso porque no tenés experiencia de esa nada. Lo único que hiciste en esta vida por ahora fue vivir. Todo esto es bastante angustiante y es probablemente el motivo por el que existen las religiones, los ritos, la filosofía. Pero también es el motivo por el que existe la cultura. Digo cultura en tanto costumbres, hábitos, desarrollo humano en general. Llamo a cultura a la gran ficción que es vivir en tanto a cómo transitar el acto biológico de la existencia. La vida es ficción. Nos ficcionamos. Es decir: creamos ficciones para solapar el hecho de que no sabemos quién nos puso en el mundo, para qué, qué es el bien y qué es el mal si es que existe, de qué manera se puede trascender la mera existencia, por qué morimos, qué pasa cuando morimos, qué hay más allá de nuestro mundo, etc. El cómo y el porqué de cuestiones fundamentales para nosotres, no tienen respuesta.
No puedo pensar la vida más que como una ficción. Es decir, un cuento. La vida es cuento. Elegimos un sistema moral, un orden político, una forma de producir e intercambiar la materia. Decidimos qué está bien y qué está mal. Aprendemos y recordamos lo aprendido. Generamos una rutina que nos salva del caos porque si cada día tuviéramos que aprender a atarnos los cordones de las zapatillas todo sería bastante más complicado. La rutina nos ficciona. Esto es, inventamos un sentido. Decimos: hoy tengo que levantarme para ir a trabajar, porque hay que trabajar para cobrar un sueldo, porque vivimos en una sociedad capitalista en la que el trabajo se intercambia por lo que es necesario para nuestro sustento, pero además para otras cuestiones que decimos que son valiosas como determinada indumentaria, el consumo de espectáculos culturales, las vacaciones. Este cuento podría ser otro. Podríamos sustentar nuestra existencia de otra manera. Podríamos generar otro tipo de vínculos, otras formas de familias o ni siquiera pensarnos en tanto familias. Las comunidades podrían ser diferentes, la distribución del trabajo o el mismísimo concepto de trabajo podría ser otro. Podríamos valorar en forma diferente lo que está bien y lo que está mal; nuestra moral podría haber sido completamente distinta. Podríamos tener más tiempo para pensar en estas cosas. No estudiar tanto, ni trabajar tanto, ni ir de una salida a otra, de un amigo a otro, de una pareja a otra. Podríamos tener tiempo para afrontar la crueldad originaria. Pero no queremos tener ese tiempo.
Nos morimos. Y no sabemos para qué vivimos. Quizás peor: estamos incompletos. Vivimos buscando completitud y todo el tiempo nos enfrentamos al vacío. Compramos cosas, nos vamos de vacaciones, estudiamos una carrera, tenemos hijes, elegimos vivir en el sur, nos hacemos veganes, nos enamoramos, salimos con nuestros amigues. Todo esto en vistas de sentirnos llenxs, satisfechxs, realizadxs, de que hemos tomado las decisiones correctas, que estamos mejor que antes, que esta forma de ficcionarnos es más real. Pero asoma constantemente el vacío. Porque la primer gran injusticia que es vivir y no saber para qué y además ser conscientes de nuestra finitud, da pie a que todo ese escenario que inventamos, esté puesto siempre en duda, mal montado, en estado de fragilidad. Nada puede ser pensado en términos de justicia cuando afrontamos la injusticia de nuestra muerte. Morimos solxs, sin explicación, inevitablemente y sin respuesta a si todo lo que hicimos en nuestra vida fue bueno o malo. No hay nada de eso. Sólo vacío. Pero este vacío no es patrimonio exclusivo de la muerte. Si las premisas mínimas de la vida son injustas, inexplicables, azarosas, esto por supuesto se desdobla en toda nuestra existencia, más allá de cuánto éxito tengamos en ficcionarnos y creernos esa ficción. Podemos construir una vida llena de sentido. Creer realmente que todo lo que inventamos para que nuestro absurdo tenga algún tipo de forma es real, es bueno, es valorable. Pero por cada agujero se abrirá paso el sinsentido, el azar, el dolor. No importa cuánto intentemos equilibrar los componentes. El vacío irrumpe porque hay un abismo primordial de lo que sabemos y lo que podemos conocer. Estamos limitadxs, nunca estaremos llenxs. 
Entonces quizás sea hora de entrar en el vacío. Reconocerse ahí, en la tristeza, en la falta. Y no querer llenarla con nada, ni con nadie. Transitar el vacío. Hacerlo propio. Saborear la falta. Morderla fuerte. Que la falta no sea el camino hacia la plenitud. No añorar plenitud alguna. Caminar porque sí. Porque habrá algo más a unos pasos. Pero nunca será lo que nos satisfaga. Nunca estaremos llenxs. Nadie, por hermosa ficción que hagamos del amor, nos hará sentir completxs. Hay un tiempo de primeras alquimias, apenas empezás una carrera, un trabajo o cuando te enamorás. Una sensación de que de pronto todo está bien. No dura. No está hecho para durar y más que nada: no debe durar. He abandonado mi necesidad de completitud. Derroqué mi imperativo de felicidad. No quiero que nada active esos dispositivos que tan tentadoramente intentan reaparecer para aliviarme. Esos que te prometen que vas a dejar de sufrir, que con esta píldora, con esta pareja, con este nuevo colchón, todo será mucho mejor. Estoy dispuesta a dejar de creer en todo eso en pos de algo más terrible y verdadero: entender que siempre tendré una gran falta. Que no hay reemplazos porque lo que hay que desarmar es otra cosa. Una persona o una cosa con la que puedas aliviar la carga, no salva tu falta originaria. No te llena, sólo te calma. No quiero calmarme. Quiero ver el abismo. Quiero vivir prendida fuego. No quiero nada que me prometa que todo va a estar bien. Nada estará del todo bien. Y nada debe estar del todo bien, para poder entonces movernos. Caminar hacia adelante. Moverse no es ir hacia los costados. Es derribar el escenario.
Viví con tanto miedo. Desde muy chica tuve conciencia de la fatalidad. Sufrí soledades inmensas. Incomprensión. Vi el abismo y volví hacia atrás. A que me abracen, a que me cobijen. No hay frazadas. Simplemente jamás serán suficientes. Hay que vivir en la intemperie. Helarse los huesos. Dar bocanadas de aire podrido porque donde hay vida hay putrefacción. En realidad, más que vivir en la intemperie lo que hay que entender es que siempre estuvimos ahí. Que todo lo que hagamos para silenciarlo son formas de no mirarnos, de no sabernos, de no indagarnos, de no morirnos de frío. Formas de buscar abrigo en un mundo que deberíamos reconocer como injusto, cínico, hiriente, inexplicable. Viví con tanto miedo a todo eso. Al dolor, a la tristeza. Ahora entiendo que una porción de tristeza será siempre algo humano, mío, como el color de ojos o el tono de mi voz. Hay una falta constante que intenté desesperadamente enmascarar. Y finalmente fue la que me dio vida. Ver la falta, transitarla y esperar. Esperar. Y dejar que me inunde. Que todo sea falta. Que me falte. No buscar abrigo. Caminar la falta. Y convertirme, ver que soy un ser en falta. Para no negarla más. Para no intentar satisfacerla más. Y entonces hacer lo que quiera, o ser lo que quiera o no ser nada. ¿Qué importa? He declinado también mi ilusión de que existe una ficción correcta.
Estoy empezando a convivir con pequeñas y sinceras dosis de alegría.

martes, 12 de febrero de 2019

En clave No-Varón


Son esas cositas. Reconocer un error, pedir perdón. Estar equivocada. Pero no sólo eso. Estar desnudamente equivocada. Frente a la otra, equivocarme. Había algo para perder ahí. Algo, todo. Siempre lo sentí como algo del orden de la masculinidad. A ver si lo que digo tiene sentido: que se perdía algo de la clave masculina de mi persona. Como si mi identidad se resguardara en esa clave. En aquello que lo masculino podía defender. Es decir, una identidad defendida por mi soldado varón. Entonces cualquier defecto señalado era un golpe a mi identidad. Un golpe a mi soldado. Había que llevar las discusiones a cualquier término, al peor de los términos, pero nunca abdicar. Porque mi soldado no podía ser vencido a razón de que toda mi persona sería vencida. ¿Qué había más allá de mi supuesta identidad? Seguramente nada. Si alguien demostraba que me había equivocado, qué vergüenza. Algo se iba a destruir en esa disputa de quién tiene razón. Y no podía ser yo. Jamás mostrar la falta. Aferrarse a cualquier incongruencia que estuviera defendiendo. Aferrarse siempre me pareció algo del orden de lo masculino. Tengo esa imagen del hombre que permanece despierto toda la noche, agarrado a un palo que es suyo ahora, que quizás haya sido robado pero que hoy es suyo. El hombre sostiene el palo como si de eso dependiera su vida. Y es así. El palo, el falo, diría cualquier freudiano. Esa es la imagen que tenía de mi identidad. Tenía que aferrarme a eso, no mostrar error, no pedir perdón, no dejar entrar nada. Ser un soldado también de mi sexualidad. Que no sea tocada. Que no sea criticada. Ser un cavernícola de mi cuerpo. No ser observada.
A veces pienso que pasa eso con los varones. No pueden ser desmentidos. No soportan el debate. No toleran escuchar. No tienen escucha. Pero porque hay algo de su masculinidad que se pone en juego si se demuestra que se equivocan. Entonces, sale el soldado. A nosotras también nos enseñaron a ser así. A defendernos del mundo. Porque la otra persona siempre es un riesgo. 
El mundo de la guerra es el mundo de los hombres. El Estado moderno, su burocracia alienante, sus formas de protección de la propiedad privada y de apropiación de los cuerpos, es el ideario masculino de las relaciones sociales. 
Pero nosotras tenemos una vía de escape. Un punto de fuga en el que podemos inventar todo. El mundo de las mujeres y de las identidades diversas puede ser el de la empatía. Nuestro ideario de mundo está inventándose ahora mismo, al tiempo que leemos teoría feminista y conocemos experiencias de identidades subyugadas. El mundo de la mujer como categoría esclavizada, como clase social que fue sostén del varón obrero, del varón peón, del varón comerciante, es un universo que se está creando, que aflora de las alcantarillas de la historia. Es nuestra otra historia, la de las esclavas que Hegel no contó, la de las esposas del proletariado que Marx olvidó. Las hijas del fordismo que dejaron de ser útiles después de la Segunda Guerra y volvieron a sus casas a ser buenas esposas. Las nietas de las brujas, las nuevas mercancías del neoliberalismo. Esta es la otra historia, la que no quisieron ver. Y se está tejiendo. 
En mí se teje en todos mis agujeros: en mis dolores traza vendas, en mis miedos construye redes para que pueda dejarme caer y errar y caer y volver a errar y aprender y aquí no va a pasar nada porque estamos nosotras, las hermanas de tu historia, lanas de tejido que no estamos para decirte lo mal que hiciste sino para dejarte aprender, dejarnos aprender y errar y aquí no va a pasar nada, pues hermanas.
Entonces me equivoco. Y a veces no sé un montón de cosas. Entonces ubico lo que me dan ganas de aprender y si quiero lo aprendo. Y ubico mi error y un poco de vergüenza me sigue dando, pero si quiero pido perdón. O al menos trato de enmendar. O mínimamente de callar cuando estoy defendiendo una pelotudez por el mero hecho de defenderme. Escuchar ha sido una gran ganacia. Callarme y escuchar a la otra. Lo que dice, lo que pide, cómo experimentó tal o cual situación. 
¿Y qué tiene si me equivoco? ¿Qué parte de mi identidad pierdo? ¿Aquello masculino que no podía ser tocado? Que se vaya eso. Detrás de todo estaré yo. Y estarán las que al lado mío construyen vínculos amorosos que jamás se van a jactar de que me haya equivocado. Mientras tanto estaremos construyendo empatía, que es humanizarse. Y estaremos aportando a debatir y construir ideas mejores, porque primará la idea por sobre esos egos que no podían abdicar. 
Pienso en todas las veces en las que creí que se me jugaba todo en una pelea. Ahora entiendo que mi identidad no estuvo nunca ahí. Tendría que haber pensado qué estaba discutiendo realmente, por qué necesitaba tan desesperadamente defenderme. Y tenía que dejar ir. Nada de lo mío se jugaba ahí. Lo mío estaba en otro lado. Y aún si tenía razón, ¿qué me ganaba? ¿una tostadora? ¿una estrellita en la conciencia de mi personalidad? Puras baratijas. Lo que había que tejer era otra cosa. Equívocos, errores, debates, abrazos, empatía, escucha. Había que construir afectivamente. En eso sí se juega todo. Y si te equivocás, aprendés y seguís. No debería haber un archivo para marcar esos errores. Nadie lo resistiría. Porque si estamos construyendo amorosamente, humanamente, todo es plausible que suceda. También el error. Y seguimos siendo cada una lo que es. Se aprende. Se sigue. 
Y así, de a poco, vamos tejiendo nuestra otra historia.

viernes, 8 de febrero de 2019

Apendicitis


Cuando la enfermera prendió la luz de la habitación supe que al fin era jueves y que todo había terminado. Lo primero que vi fue la cara de mamá apoyada a los pies de la cama en la que yo apenas había podido dormir. Sentada en una silla de pésima calidad, mamá se despertó con su propio ronquido unos segundos después de que la luz blanca invadiera nuestros sueños atrofiados. La señora de la cama de al lado también se despertó, pero esta vez no le tocaban a ella los remedios sino a mí. Cambio de suero, jeringa con antibiótico y cómo te sentís, viste que ya pasó todo, no te preocupes.
No sé exactamente cuándo me quedé dormida. El anestesista se presentó, también las dos asistentes de cirujía, o al menos creo que eran asistentes. Nunca vi a la cirujana. Me dormí antes. No sé cuándo, pero el anestesista se había presentado, también las asistentes y yo estaba mirándolo todo boca arriba.
No soñé nada, ni maravilloso, ni horrible. Alguien me había dicho que era el mejor de los sueños. Pero sólo tuve una sensación de negrura e intrascendencia. Después me despertaron para comunicarme que la operación había terminado y me condujeron a mi habitación. Mamá me tocó la cara. También papá. Después se fue. Mamá no. 
Tuve calor, naúseas. Sentí que el mundo se derretía. Y ni siquiera me dejaron retener una almohada. Es por la operación y porque te podés marear, dijo la enfermera. Sádica. Me dijeron que durmiera, que todo iba a estar mejor a la mañana. Pero estaba en el infierno. Me ahogaba. Me dolía la panza como en cien desgarros. Y calor, calor, calor. Es por la anestesia, dijo alguien. Dormí, dijo alguien más. Yo cerraba los ojos pero no podía dormir. Si tan sólo pudiera conseguir una almohada. No podía respirar así, en esa posición. Estaba en una caverna, a kilómetros de profundidad del exterior. La enfermera me prometió que me daría la condenada almohada en seis horas. Entonces me concentré en sobrevivir esas horas. Mamá me dijo que debía tener apnea, que no me preocupara, que no me iba a ahogar, que todo el malestar era por la anestesia que se estaba yendo. Quería decirle que me sentía horriblemente, le quería contar de la caverna en la que estaba, pero me habían prohibido hablar y no tenía fuerzas y tampoco creía que mamá me hubiera entendido lo de la caverna. Pero me concentré en sobrevivir algunas horas, al menos hasta conseguir la almohada. Lo logré un rato antes de lo previsto. Me ganaste por cansancio, dijo la enfermera y me aferré a ese ansiado objeto, dejándome transportar hacia la superficie de a poco, porque yo sabía que mi cuerpo desmembrado necesitaba eso para estar un poquito mejor y llegar a la mañana más o menos entera. 
Eran las seis y cuarto, según lo que dijo la enfermera del turno de la mañana. Ya había salido el sol pero la habitación, si no era por la violenta luz artificial, hubiera estado en penumbras. Siempre te despertaban así. Para limpiar, para darte un analgésico, para inyectar algo en la vía del brazo de la señora operada de los intestinos de la cama de al lado. Llegué finalmente a las seis y cuarto y era jueves y ya me habían operado y mamá roncó, se despertó, me miró y le hizo un mimo a mi pie que tenía justo al lado de su cabeza. Se había quedado toda la noche al lado mío y yo no le regalé nada por su cumpleaños porque no me alcanzó la plata y prometí que si sobrevivía al viaje implacable de aquella noche, le compraría el perfume que tanto le gustaba y por qué siempre escatimar en gastos si mamá había estado ahí como nadie, tan cerca mío, peleando por mi derecho a una almohada y después explicándome por qué no podían dármela en ese momento y que todo iba a pasar una vez que la anestesia con su coletazo desenfrenado detuviera su marcha agónica. No lo dijo así porque mamá no habla de esa manera pero juré, en medio de ese tiempo de arabescos de fuego, que escribiría algo sobre ese abismo y lo escribiría mejor de lo que sucedió. Y prometí que entendería qué era lo que tenían que extirparme. Porque había que hacer literatura de ese dolor tan burdo y concreto y decir algo más. Que mamá durmió al lado de mi cama pero en la caverna de la anestesia estuve sola y atravesé horas de apneas sin almohada y de suplicios inalienables y de un cuerpo que hubiera sido derrotado si yo misma, en mi propia caverna, no me hubiera dicho vos podés, unas horas más, ya pronto será jueves y todo habrá terminado.

sábado, 26 de enero de 2019

La policía de los cuerpos



Hay una foto mía que me encanta. Debo tener unos 4 años y estoy tomando mate en la playa. Tapada con una toalla, lo único que asoma son mis piernitas flacas. Fui flaquita hasta los 9 y después, no sé qué pasó. Quizás no haya que buscar las causas sino las consecuencias de no haber ingresado correctamente al grupo de personas que sí se ajustaban al modelo correcto de cuerpo, de pensamiento, de orientación sexual. No haber sido correcta fue algo que pagué durante años, cada día. 
Hace unas semanas leí el libro "cuerpos sin patrones", de Laura Contrera y Nicolás Cuello. Confieso que lo leí por curiosidad porque realmente no esperaba cambiar mi manera de pensar con respecto al cuerpo. En parte sigo intentando, aún hoy, pertenecer al grupo de los correctos. Porque cuando no tuviste una forma adecuada, lo único que querés hacer es saldar esa deuda con vos misma. No querés tener orgullo de lo que sos. Querés que te dejen en paz. Durante muchos años hubiera querido simplemente pasar desapercibida. Que nadie me diga nada en la calle o en un boliche. Que sea más fácil pertenecer a un grupo de amigues sin sentirme interpelada por todo lo que no era. No leí ese libro tratando de transformarme, sino para sacar datos sobre la sociedad y qué sé yo. Pero finalmente me transformó.
El asunto es que, si bien algo intuía, nunca pensé que la mayoría de las vivencias horribles que experimenté en mi vida social habían tenido que ver especialmente con no haber tenido un cuerpo hegemónico. Sí, fui conciente de cada palabra que me dijeron, pero después no pude hacer una lectura de las consecuencias reales que eso había causado en todo mi sistema de pensamiento.
En el libro de Contrera-Cuello encontré palabras como vergüenza, culpa, silencio, falta. Casi toda la vida asumí, tal cual lo expresa el libro, que yo era incogible. Que estaba fuera del circuito del deseo de lxs demás. De más grande pude modificar un poco la forma de mi cuerpo (o sea, bajar de peso, usar determinada ropa) y también proyectar cierta imagen de orgullo, más bien diría soberbia, para blindarme o mejor dicho: para ofrecer un mejor producto de mí misma. Dejé de usar ropa monocromática, me teñí el pelo, me hice la canchera. Abandoné mi lugar en el fondo de la foto y me dije a mí misma que iba a jugar a ser eso todo el tiempo que pudiera. Me enamoré o me gustó gente a la que sentí que estaba engatuzando. Sabía que ni bien supieran mi verdadera trama, se iban a cansar de mí. Transité esos amores como una especie de truco de magia. Mientras pudiera tenerlas bajo esa alquimia de creer en mi personaje, estaba todo resuelto. Pero lo cierto es que después afloró siempre lo verdaderamente mío. Un cuerpo que no era hegemónico, un cuerpo al que llamaré gordx sólo para apropiarme por un rato de esa palabra que odiamos tanto. Porque todo lo horrible que viví y que finalmente me enfermó el alma, fue por haber sido más grande que lo que este mundo de mierda propone como un cuerpo deseable. Conozco muy pocas femineidades que se sientan realmente cómodas en su cuerpo. Siempre hay algo que sentimos que no está del todo bien. Pero no hay nada que sea tan insidiosamente atacado como la gordura. ¿Será como escupirle al centro del patriarcado una de las peores desobediencias? Pero esto no lo hicimos con conciencia. No hasta ahora. No fue dejadez, no fue porque nos encantara sentirnos horribles. Fueron los genes. O fue simplemente que tenemos cuerpos diversos y eso es todo. Altas, bajas, con más o menos tetas, nariz, orejas, con tonalidades de piel diferentes. Somos diversas. Pero nos dicen desde que nacemos que tenemos que ser como una pequeña porción de las mujeres. Cierta altura, ciertas medidas, cierto color de ojos, cierto número en la balanza. Y si no encajás en eso, hay que sentirse siempre en falta. Inadecuada. Por supuesto que los demás se sienten en derecho constante de marcarte todas esas cosas que te hacen incorrecta. En la niñez y en la adolecsencia lo padecimos en mayor o menor medida todas las mujeres. No sé si es la edad, quizás sí, pero ahora no me lo dicen. Al menos no es que no puedo caminar por la calle sin que me tiren un comentario de mierda. Eso ya no pasa. Pero pasó cada día de mi vida entre los 9 y los 25 más o menos. Eso sí, ahora celebran si perdí unos kilos. No sé por qué. De alguna forma siempre siguen opinando pero ya no dañan. El daño lo hicieron antes, cuando crecí. En el momento en que tenía que hacerme cargo de mi identidad. Y ahora estoy entendiendo cuánto de eso fue horadado por el hecho de no haber tenido un cuerpo que se ajuste a los cánones que... No. Voy a decirlo como tiene que ser: por haber sido gorda. Y me pregunto quién decide cuándo alguien es gordx. Porque también están los que te consuelan diciendo que vos no sos gorda o no sos TAN gorda. Esto, según el libro que leí, tiene que ver con que la gordura se asocia a lo feo, al descuido personal, a la vagancia. O sea que si te ven que vos mal que mal tratás de ponerle onda, te ganás que te digan que no estás tan mal. Pero: buena suerte tratando de conseguir compañere sexual. Porque ahí sí que se complica. Aunque no estés "tan mal", estás lo suficientemente mal como para no formar parte del circuito del deseo. Entonces tratás de apalearlo siendo inteligente, graciosa, buena. Vivir en falta es tratar lastimosamente de tapar todo eso que te hicieron creer que no sos.
En definitiva, no voy a mentir diciendo que esto se resuelve trabajando nuestra autoestima, porque tenés un ejército constante de mensajeros del mal que te van a seguir machacando con los cuerpos deseables para que sientas que sos una porquería que no tiene derecho al goce y de esa manera nos quitan lo más básico de la existencia. El derecho a disfrutar. A vivir de la manera que se nos antoje, a ser criaturas deseantes y deseadas. Pero hay un par de cosas que sí se pueden hacer. Primero, dar cuenta de quiénes somos y adueñarse un poco de eso. Esa nariz, esos ojos, esos rollos. Adueñarse. Quizás algo se pueda cambiar, pero no es realmente necesario. Sí, necesitamos ser queridas. Vivimos en una sociedad. Pero primero hay que empezar a transitar una construcción colectiva de nuestros cuerpos diversos. Empecemos a militar porque lo que cambie sean los patrones corporales. Y eso sí arranca por nosotras mismas. No bajo el concepto pedorro de la autoestima. Sino bajo la hermosa palabrita que nombré recién: Militancia. Es decir, militancia de los cuerpos. Que tu cuerpo sea un órgano de militancia. Apropiate de lo tuyo para decir: Sí, voy a vivir mi cuerpo como carajo se me antoje. Voy a vivir mi cuerpo de manera tal de aportar diversidad a este mundo obtuso, hipócrita, hiriente de las otredades.
Quiero decir que fracasé infinidad de veces en intentar apropiarme de mi cuerpo. Fracasé porque seguí pensando que casi todo lo que era estaba mal. No podía ni coger sin pensar que ojalá no me mire las estrías o no me toque el rollito o si con luz se me ve la celulitis. No pude garchar así. Me comió la cabeza durante años. Estar desnuda era mostrar a carne viva todo lo que para mí era defectuoso. El embrujo del amor me duraba hasta ahí. Si me veían desnuda, ¿cómo sostener? Iban a saberlo todo. Mis imperfecciones, mis inseguridades, todo lo que el mundo le hizo a mi cabeza. Entonces cogía sin pensar. Cogía rápido, en carrera para que la cabeza no me alcanzara. Cualquier pausa significaba volver a tomar conciencia de mi cuerpo, del desprecio que aplicó el mundo sobre mi cuerpo y que luego apliqué sobre mí. Repetí para mí misma esos gritos de la calle, ese afán de la gente de caca que te cruzás en los boliches. Me pude alejar de esa gente físicamente, pero no la pude sacar de mi cabeza. Me afectaron profundamente. Todas las parejas, todos los encuentros sexuales, todas las personas que me gustaron con las que ni siquiera pude tener un diálogo, todo estuvo afectado por ese abuso sistemático que tuvieron contra mi cuerpo, como imagino habrán tenido en mayor o menor medida sobre todos los cuerpos no hegemónicos (¿y quién tiene realmente ese cuerpo ideal? ¿un puñado de personas? ¿y el resto qué? ¿nos dedicaremos eternamente a sufrir?). 
Sé que le hice vivir a mis compañeres sexuales muchos momentos de mierda. Si pudieran haber habitado mi cabeza en esos momentos entenderían que era un infierno mucho más horrible del que imaginaron. Todo lo peor me lo hice a mí misma. Y entonces es momento ahora de militar este cuerpo. Que sea rebelión. Que sea lo que es. Que sea deseante y deseado. Que se mueva, que baile. Que se junte amorosamente con otros cuerpos militantes. Que se debatan los cuerpos. Que se mezclen los dolores de todes y los desanudemos colectivamente. Y los llenemos de ideas nuevas, de placeres inmensos. Porque esa sí que es una buena manera de escupirle el asado a la policía de la contextura física. No sé qué tan bien me va a salir todo esto. Estoy dando mis primeros pasos. Nunca escribo desde la sabiduría. Escribo como una forma de plasmar un listado de metas. Nada está cerrado en la construcción feminista. Estamos debatiendo todo. Para afuera y para adentro. Que esto quede claro. Nada de lo que escribo es una forma de enseñar. Son palabras para mí y para quien le pueda servir. Estamos en construcción y vamos caminando. Intuyendo que algunas cosas van por ahí, pero ¿quién sabe? Queremos cambiar el mundo pero falta tanto. Al menos, mientras tanto, ir ayudándonos entre todas a hablar, a disfrutar, a abrazarnos, a reírnos, a pasarla un poquito mejor.