viernes, 23 de diciembre de 2011

Elena libre


Elena tenía la manía de sacarse la remera en público cada vez que estaba contenta. Esto lo hacía, según me contó, desde muy chica hasta más o menos los diez años. Me dijo que no lo hacía siempre, nada más cuando estaba muy contenta. Nadie sabía explicarlo muy bien, ni siquiera ella misma. Lo único que atinó a decirme fue que cada vez que se sentía realmente feliz, eso venía acompañado del impulso, o más bien la necesidad, de sacarse la remera.
- Debía sentirme tan contenta y tan libre que la única forma de expresarlo era sacándome la remera- confesó la primera vez que me narró esos episodios. Se moría de vergüenza, porque la que primero me lo contó, en realidad, fue su abuela Tina. Entonces Elena debió sentir la necesidad de explicarse. Aunque para mí, como para Tina, era una historia sumamente encantadora.
Según Tina, Elena había tirado remeras por los aires, las había usado como poncho andino a puro revoleo, las llevó como banderas y hasta las había arrojado al mar durante sus primeras dos o tres vacaciones (tal era su euforia por el mar).

Elena ya no tenía exabruptos de esa naturaleza. De hecho, desde que la conocí me pareció una persona más bien conservadora, cautelosa. Yo tuve que incitarla a la bebida y las drogas menores porque para mí necesitaba soltarse, dejarse llevar. Elena era una persona maravillosa y yo la amaba con locura. Lo que yo quería más que nada era que fuera un poco más abierta sexualmente. Teníamos buen sexo, pero siempre pensé que podríamos ir mucho más allá. Me sentía inhibida de decir groserías (que tanto necesitaba expresar) o de instaurar prácticas un poco más arriesgadas. Me imaginaba muchas veces que la llamaba "Putita" y el sólo hecho de pensarlo me calentaba terriblemente. Pero yo sabía que a Elena no podía llamarla así. Seguramente me hubiera hecho un escándalo por eso de la prostitución y la figura de la mujer y no sé qué más. Yo no quería que ella ejerciera la prostitución, nada más quería tener un poco de sexo sucio, berreta, libertino. Con Elena eso no se podía. Nos limitábamos a las prácticas típicas. Nos iba bastante bien, pero para mí faltaba ese condimento perverso que hace que una relación sea verdaderamente íntima y verdaderamente buena.

El día que Tina me contó lo de las remeras, mi primer impulso fue reírme. Inés, la madre de Elena, estaba limpiando la casa así que iba y venía refunfuñando por lo que Tina me contaba. A Inés esa historia no le parecía nada graciosa. Elena, que estaba cebando los mates, amenazó varias veces a su abuela con confiscarle algunos si seguía metiéndose en detalles que ella consideraba escabrosos. Yo seguí indagando y así me enteré de unos quince o veinte episodios de despojo de remeras. Elena repetía que la cosa no era tan así como la contaba su abuela, que estaba inventando cosas, que no habrán sido más de tres o cuatro veces. Yo tampoco confiaba mucho en la lucidez de Tina. La historia me parecía graciosa, pero no se asimilaba en absoluto a la Elena que yo conocía.

El cuento de las remeras me parecía tan interesante que yo necesitaba expulsarlo por algún lado, entonces le hacía bromas todo el tiempo. Me producía curiosidad, calentura, amor, calentura. Esa Elena se me hacía mucho más atractiva que la que yo conocía, a quien ciertamente no podría jamás llamarla Putita. Sin embargo, a una Elena que hiciera actos de lanzamiento de remeras, yo podría decirle tantas cosas. Putita sería lo mínimo. Y de ahí a cualquier práctica estábamos a un solo paso. Yo soñaba con cadenas y esposas. Imaginaba a Elena enfundada en cuero, con una fusta. Nos pensaba tirándonos de los pelos, arrojándonos contra las paredes de mi habitación o teniendo sexo en los lugares más recónditos. ¿Cuál era el límite? Se trataba de una persona que desde su más tierna infancia simplemente se quedaba en tetas ante cualquier atisbo de alegría. Yo sabía que conmigo Elena era feliz. ¿Por qué, entonces, no se quedaba en tetas? Quiero decir, en situaciones de sexo se quedaba en tetas, pero hablo de otro tipo de tetas. Tetas felices que le cantaran al viento. Tetas libres. Una Elena así era para mí la mejor de las Elenas posibles.
Así que le insistí sobre la historia durante varios días. Le hacía chistes, le pedía que me contara lo que se acordaba, me hacía la incrédula para generarle la necesidad de demostrarme que todo eso de las remeras era cierto. Y funcionó. Logré que me mostrara una foto que tenía guardada en la casa de la madre. Era una foto del Carnaval. Ella tendría unos diez años (explicó que esa debía ser una de las últimas veces que se sacó la remera). Las tetitas incipientes de Elena hacían su aparición entre las espumas de los niños que la miraban asombrados y una tía disfrazada de mulata que se mataba de la risa. Me dijo que esa noche había sido de las más felices y divertidas de las que tuviera memoria. Hasta que, por supuesto, su madre corrió a taparla a grito pelado. La foto la había sacado su abuela. Fue una de las imágenes más hermosas que vi jamás.
Esa noche inicié un franeleo un poco más fuerte que otras veces. Ella tenía una colita de pelo y le tiré con fuerza para atrás para arquearle la espalda. A Elena pareció gustarle. Después la empujé contra una pared y le mordí el cuello. No podía olvidarme de esa foto. Las tetitas de Elena. Elena libre. Elena hecha un fuego. Todo lo que podría haber sido si la mano dura de las buenas costumbres y de su madre que corría a taparla, no le hubieran cosido la remera al cuerpo.
- Putita- le susurré al oído cuando sentí que ella estaba por acabar. Elena se detuvo.
- ¿Qué?- me dijo. Yo también me detuve.
- Nada.
- No... ¿Qué? ¿Cómo me llamaste?
- Putita- respondí con timidez. Imaginé que se me venía encima toda la sarta de pacaterías disfrazadas de derechos femeninos. Pero eso no pasó. Elena me preguntó si me gustaba llamarla así. Le dije que sí.
- Entonces soy tu putita- respondió. Y yo me enardecí tanto que tuvimos una de las mejores cogidas de la historia.

Nuestras prácticas sexuales fueron adquiriendo cada vez más colorido. Elena, que no era ninguna tonta, se dio cuenta de que todo había empezado con el asunto de la remera. Tal es así que un día me confesó que ella hubiera querido tener otra relación con su cuerpo, un poco más suelta, más libre, pero que su madre la había educado así y que después de la pubertad tuvo que entender que eso de quitarse la remera en público no era lo más adecuado. Yo le expliqué que eso de la remera tenía un valor simbólico y no sé qué cosas más le dije en tono intelectual y psicoanalítico que es el que me sale cuando lo que realmente quiero decir es "Ponete en bolas". Le dije que ya era grande como para tomar sus propias decisiones con respecto a su cuerpo y que lo importante era que uno siempre puede cambiar. Le dije además que lo que quería era que ella fuera libre, que se sintiera bien, que fuera feliz. Lo que yo verdaderamente quería era ampliar cada vez más nuestros hábitos sexuales.

Esas vacaciones fuimos a la costa. Hacía varios años que ninguna de las dos iba al mar. Como llegamos temprano, dejamos los bolsos en el hotel y nos fuimos a la playa. Elena estaba tan contenta de ir al mar que durante las cuadras que nos llevaban a la playa no paró de apurarme. Ni bien vio el mar salió corriendo. Fue hermoso verla así de feliz. Estaba tan contenta que en un acto de homenaje a su descocado pasado se sacó la remera y la tiró lejos. Me sentí satisfecha de haberla incitado a liberarse. Pero Elena estaba tan contenta, que se sacó también la bikini y quedó completamente desnuda. Yo no lo podía creer. Chapoteaba irreverente entre las olas, ante la mirada de los demás bañistas. El público comenzó a amontonarse. Las señoras comentaban furiosas. Los hombres miraban perplejos, excitados. Los nenes reían, los adolescentes hacían chistes. Toda la playa se había juntado en la orilla para mirar a Elena. Yo estaba atónita, petrificada. No sabía qué hacer. El tumulto alternaba de gritos a carcajadas. Algunos bebés lloraron y alguien exigió que se llamara a la policía. Los comentarios de la gente no cesaban. Decían que estaba loca, que había que internarla. El guardavidas vino corriendo y le tocó varias veces el silbato. Me preguntó si la conocía y me morí de vergüenza cuando tuve que admitir que sí.
Elena salió del agua. Yo la esperaba con la toalla y un bochorno infernal.
- Tapate, ¿querés?- le grité totalmente encolerizada.
En ese momento supe que nunca más iba a poder llamarla Putita.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Nuestra verdad posible

¿Cuánto tiempo duran las verdades?
Si yo pudiera serme infiel, ahora mismo me prendería un cigarrillo. Aunque hace años que no fumo, lo encendería sin dudar. Lo fumaría mientras escribo, porque escribiendo tengo derecho a cualquier cosa, hasta a decirme mentiras. Puedo inventar realidades, porque al fin y al cabo ¿qué es real? Tanto tiempo creyendo en la física y nada de tiempo en la patafísica.

Entonces imaginemos:
Un día dicen que nací. Un día perdí un diente de leche, dos, tres. El Ratón Pérez, los Reyes Magos. La escuela, la luna, el amor. Dicen que algo de todo eso es real. Lo que toco es real. La luna no la toco, entonces ¿no es real?
El amor no lo toco.
Me tomo un avión y creo, imagino, que me caigo para abajo o me caigo para arriba. Al espacio. ¿Por qué no? Y dicen que dicen que eso es vértigo, pánico, ¡fóbica! Digo que un día me pasó todo eso y casi...
Pero puedo decirme mentiras. Puedo inventar que creo en esto que toco: una silla, mi pelo, el mapa de un país. El amor no lo toco.
El mapa de un país, entonces, es real. El país es real porque lo toco. La gente de ese país es real. Toco a la gente. No a toda. Dicen que en ese país la gente tiene ideas. Las ideas no las toco. ¿Serán reales? ¿Serán verdades?
Veo, escucho. Me lleno la panza de maíz y soles y música y mar. Todo eso debe ser real. Lo que no toco, también ha de ser real. Porque dicen que la luna es real aunque no la toco. Y dicen que el amor es real.

Ahora creo que al fin he llegado a una verdad: No importa qué sea real. Todo es un ladrillo sobre un ladrillo, sobre una ventana, sobre una escalera, sobre un ladrillo, sobre un sueño y así...
Lo hago todo a mi forma, porque lo que toco no es real y lo que no toco es real y hay tanto más allá de tocar.
El amor no lo toco, pero juego a que a veces huele a real.

Como siempre, abro una puerta y ahí está: La Verdad.
Y después todo se cae, porque es un ladrillo, sobre un ladrillo, sobre una ventana y así...
Hasta que abro otra puerta y ahí está, una vez más: La Verdad. Pero es otra.
Menos mal. No duran nada las verdades.