jueves, 14 de abril de 2011

Métodos de limpieza


- Tranquila que todo va a estar bien- me consoló mi amiga, del otro lado del teléfono inalámbrico.
- Sí, sí, ya sé...- le contesté haciendo equilibrio parada sobre una silla, mientras limpiaba frenéticamente con un cepillo el taparrollos de la persiana.

Sí, que todo iba a estar bien, claro que sí. Y que la mugre del taparrollos iba a salir también. Lo que pasa es que la vida nos llena de pelusas y para limpiarse el alma y los taparrollos, hacen falta más cepilladas de las que uno cree.

Corté el teléfono y me bajé de la silla.
Había limpiado la casa entera, en uno de esos raptos de frenesí obsesivo. Creía entrever esa analogía trucha que hacía mi vieja sobre el desorden de la casa y el desorden de la vida. Era necesario ordenar algo, aunque siempre resulta más fácil tirarle un baldazo al piso. Ella no se va de mi vida con agua y lavandina. Son precisas miles de cepilladas más. La puta que lo parió.
Eso sí: la casa quedó impecable.


La había conocido en un cine y ella estaba toda empezada y yo estaba toda empezada y la película... italiana, creo. Uno entra en la vida de alguien que ya viene con tantos kilómetros encima, que de suerte que no se maten a trompadas con nuestros propios kilómetros. No hay nada que hacer: cuantos más años, más metraje histórico. Hubiera sido necesario descubrirnos una tarde después del colegio, cuando todavía estábamos ávidas de toboganes y libres de pelusas. Pero nos agarramos con nuestros metrajes largo rato sopapeados, así que hacía falta arrancar un nuevo metraje histórico, porque el de ella había empezado en un cero: nació en... y de ahí en adelante uno, dos, jardín de infantes, uniforme, trece, novio, Bariloche, veintitrés. Y yo desde otro cero, cuatro, hermano mayor, siete, once, anteojos, educación religiosa, quince, corazón roto, dieciocho, diecinueve, veinticinco.
Entonces inventar una nueva cuenta, que fuera nuestra cuenta. Un cero desde el otro lado de lo interior.
Cero fue el cine, ¿está ocupado este asiento?, sus ronquidos, mi risa, despertáte que ya terminó, su vergüenza, un café, un beso, dos, tres, mi casa, nueve, un libro dedicado, doce, te quiero, catorce, te amo.
Y así se fue desplegando la cuenta conjunta, sin prestarle demasiada atención, veintidós, vacaciones en Santa Teresita, ventinueve vos viste cómo es tu vieja, treinta y uno. El problema fue que nuestras cadencias propias nunca dejaron de andar y entonces mi metraje cuarenta y cinco: taller de plástica, su metraje cuarenta y dos-b: comprar un pulóver. Lo cual no era nada malo, porque más o menos nos manteníamos en cifras similares. Lo malo fue cuando el metraje conjunto empezó a treinta y cuatro, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y cuatro. Vos ibas a un ritmo de uno en uno en tus cosas y yo en las mías había pasado las tres cifras. Ahí se nos complicaron las cadencias y bastó un mísero bache en la ruta para que se nos desatornillaran los ejes y quedáramos tiradas en la banquina del kilómetro 154, San Pedro, Buenos Aires. Lo peor que puede pasar cuando uno anda en Misiones y la otra persona en Viedma, es intentar unirse en un punto medio, 48 horas de hotel, para pegotear por la fuerza las cadencias que están tan ionizadas y encabronadas por el desfazaje emocional, que terminan repeliéndose con una potencia cósmica y qué metraje ni qué ocho cuartos, vos con esa forma de decir las cosas y al menos las digo, porque si es por vos ni me entero lo que te pasa, bache, estruendo y banquina.


Pero sí, sí. Me quedo tranquila. ¿Qué puede pasar? Hay que limpiar la casa, lo demás se va a ir aclarando. Escoba, trapo, aromatizante de lavanda.
Ella no se lava tan fácil.

domingo, 10 de abril de 2011

Padeceres

Qué pena me da Romi. Ayer una vez más, la misma conversación telefónica de siempre.

- Yo bien, Romi... ¿vos bien?-, le pregunté anticipando la respuesta por el tono lúgubre de su voz.
- Maso. Me peleé con Sole.
- ¿Qué pasó ahora?- le dije con un énfasis en la palabra "ahora". Sí, qué pasó ahora, como tantas otras veces. Pero ella, tan embadurnada de pesares, no notó mi cinismo.

Me contó algo sobre la ex de Sole y unos mensajes de texto que se mandaron, que Romi le había leído de prepo a Sole mientras se estaba bañando. Todo un tema, porque estuvo una semana entera con diarrea tratando de dilucidar cómo encarar la situación. Si le decía que había leído los mensajes Sole la mataba por haber invadido su intimidad. Pero si no le decía y tenía que seguir bancando la angustia estomacal que le producía toda esa incertidumbre, estaba en serios problemas escatológicos.

- ¿Y por qué no me llamaste?
- No sé. No sabía qué hacer- me dijo -. Hasta me lo quería olvidar. Pero no pude... Y ayer estallé.

Al parecer le escupió todo lo de la lectura de los mensajes a partir de una discusión que había empezado por cualquier otra cosa, un desacuerdo sobre lo que iban a hacer el siguiente fin de semana y la supuesta obligación de ir a un cumpleaños.

- Eso del cumple al final no era tan terrible, pero se fue dando lo otro. Yo lo tenía atragantado. Encima estaba indispuesta.
- Ah, cagaste.
- Sí, eso mismo.

Nosotras seguíamos dándole rienda suelta a nuestras fijaciones anales. No hay que perder el humor. Pero era cierto que la cosa se puso peor. Sole empezó con el discurso de la invasión a la propiedad privada. No entendí si se refería al celular o a su ex porque mientras me lo contaba, Romi empezó a llorar, desbordada porque esta vez sí, esta vez me deja, te lo juro, me lo dijo así, que no me quiere ver más y todo el cuento de cada semana del cual Romi parece no llevar registro. Todas las semanas Sole la deja para siempre jamás. Y yo me voy quedando sin consejos para darle, pobre Romi.

Quizás sería más fácil aconsejarla si no hubiera sido por esa noche, hace unos meses. Romi se había peleado con Sole, como siempre. Vino a casa y decidimos emborracharnos, o emborracharla a ella principalmente. Y tuvimos éxito. Pero lo de esa noche, no es que yo lo viniera pensando de antes. Fue algo que se dio de parte de las dos y supongo que del sopor de los alcoholes mezclados arbitrariamente, no por paladar sino por necesidad de aniquilación de quienes los bebieran. Bueno, no sé si mi aniquilación. Yo estaba bien, pero Romi, ¡pobre! Entonces había que hacerle la segunda. Y no sé cómo fue. Bueno, sí. Pero no quiero que parezca que fue algo que yo... De ninguna manera. Es que, pobre Romi, estaba tan linda. Tenía los cachetes rojos y la nariz brillante de tanto llorar. Lloraba y tomaba. Después nos reímos un poco y se le iluminó toda la cara, porque con Romi era pasar del llanto a la risa en un segundo. Y fue una cosa rara: esa luz que se le vino a la cara la provoqué yo. Se río y se puso tan linda y estaba ahí en mi cama como cuando... Pero esa vez anterior no había pasado nada, fue incómodo nomás porque estábamos muy cerca y se hizo un silencio y las dos creo que sentimos que... pero no pasó nada. Y así estaba de nuevo en mi cama y esta vez yo estaba tan triste por ella, que sentía que estaba triste por mí también. Le di un beso y de pronto estábamos desnudas y nos reíamos, porque siempre nos reíamos de nosotras, de mi rigidez y mi soberbia berreta, de la extremada torpeza de Romi, toda desbordada... pobre Romi, tan sensible, tan doliente. Daba pena. Daba una hermosa pena besarla.
Ninguna de las dos supo bien qué decir después de eso. Ella me vino a hablar unos días más tarde. Y cuando se refirió a aquella noche la nombró como "ese incidente". Lo dijo riéndose, apelando a mi capacidad de reírme de todo, a lo que por supuesto respondí con otro chiste, no sé cuál. Y entonces seguimos siendo amigas, que era lo que Romi necesitaba, especialmente unos días después cuando volvieron a discutir y me llamó maldiciendo y jurando que esta vez estaba cansada de Sole, nada más para volver a acunarla dos días después.

A veces me da tanta pena que me pondría a llorar.

viernes, 1 de abril de 2011

Mi mambo

Nunca me habían peinado una para mí.
Es decir: vi gente tomándola y hasta me ofrecieron (en la forma mezquina en la que te ofrecen algo que en realidad no te quieren convidar). Pero esa noche "El Jota", como se hacía llamar, me esperó a la salida del baño de mujeres, me agarró de la mano, me llevó hasta la cocina del bar y ahí nomás me dijo:
- Para vos.
 Una línea blanca yacía impecable sobre la mesada de aluminio. El Jota ni preguntó si yo tomaba. Lo suyo pretendía ser más una ofrenda que una insolencia.
Me quedé perpleja. El Jota era un tipo simple, anteojitos, pecas, zapatos brillantes. Parsimonia de pé a pá. Aunque, para ser honesta, tampoco lo conocía mucho. Hacía una hora nomás.

Yo venía caminando por una calle empedrada tratando de no tropezarme con los adoquines y con mi propia felicidad que suele distraerme y entorpecerme el paso. Otra vez estaba de viaje en un pueblo maravilloso, conociendo personas tejidas de calma y amabilidad. En eso venía pensando: en la gente generosa que conoce uno cuando viaja.
Ya debía ser como la una de la mañana y todo había cerrado. No se oían ruidos, salvo alguna moto que pasaba a lo lejos. En una calle vi un bar abierto. Debía ser de los pocos que quedaban. En el bar había cuatro tipos sentados en una de las mesas de la vereda. Los miré y nos saludamos. Cortesías de pueblo. Me invitaron a acompañarlos un rato, pero yo todavía tenía encima la desconfianza que te genera vivir en una metrópoli. De todas formas decidí relajarme porque ellos parecían gente tranquila. ¿Qué más daba? Pasar un buen rato charlando con la gente del lugar era parte de lo que pretendía hacer durante el viaje. Me ofrecieron de la cerveza que tomaban. Yo les dije que tomo fernet y no demoraron en traerme uno. El que me lo trajo, después supe, era Mario, el dueño del bar. Los otros tres eran amigos suyos, colegas en realidad. Luis era el más grande de los cuatro. Santiago era el más joven y hablaba más que nada de plata y cómo conseguirla. El Jota había sido quien me acercó la silla para que me sentara con ellos. Me hablaba con la bondad que sólo conocí en la gente de pueblos chicos. Fue quien más atento a mí estuvo en cada momento, especialmente cuando los demás hablaban de cosas que yo no entendía. 
- Es que nosotros dos -por él y Santiago- trabajábamos juntos en gastronomía y así los conocimos a ellos dos que trabajaban en lo mismo pero en otro restaurant. Después Mario se abrió este bar-. Me explicó El Jota.
Los cuatro tipos me sumaron a su reunión como si yo fuera una más del grupo. Yo me reía mucho de sus comentarios, quizás porque Mario ya se había encargado de traerme un segundo fernet y yo de tomarlo.
Así fue que tuve que ir al baño, justo cuando El Jota me pedía que lo acompañe a la casa a buscar las cartas de truco. Yo dudé bastante. Una cosa era tomar algo en un bar y otra era ir hasta lo del Jota, por más bueno que fuera.
Ni bien salí del baño, El Jota me llevó hasta la cocina, donde estaba su obsequio para mí.
- No, loco. Te agradezco pero no-. Le contesté un poco estupefacta.
- Pero dale, si es para vos.
- No, pero en serio. No es mi mambo.
- ¿Cómo que no es tu mambo? Mirá que ésta la rayo yo mismo. Tengo una tiza en casa. Podés tomar tranqui.
- Uy, loco. No. De verdad. No es mi mambo. Tomátela vos.
El Jota parecía más sorprendido de mi negativa de lo que yo estuve por su ofrenda. Salió rápido del estupor, porque no tardó en enrollar un billete y tomársela de un solo saque.
Cuando volvió a poner sus ojos sobre mí, pude ver que tenía un agujero de la nariz más grande que el otro. Yo sabía que la merca te come la carne, así que era claro que El Jota venía rayando tizas hace rato. Sin embargo nada de eso cambió mi opinión sobre él. En cualquier otra situación, es decir, con cualquier otra persona, me hubiera sentido incómoda, pero me seguí viéndolo de la misma forma que minutos atrás. Por esa mirada apacible que tenía, El Jota me había generado un aprecio instantáneo, aún sin conocerlo. Le sonreí y quise decirle que volviéramos a la mesa con los demás, pero él se me anticipó.
- ¿Vamos a casa echarnos un polvito rápido?
- ¿Qué?-, le contesté más perpleja que antes, no porque me pareciera raro que un tipo me hiciera una propuesta así, sino porque no lo vi venir de parte del Jota. Su forma de decirlo, sonriendo como un nene ansioso, me hizo reír. Su pedido fue tan abrupto y torpe que terminó dándome cierta ternura. Por eso me costó tener que explicarle otra vez.
- No es mi mambo.
- ¿Cómo que no? Un polvo rapidito y volvemos. Vamos en mi moto.
Su moto era una zanellita vieja y destartalada. Me causaba gracia El Jota, la motito, su extraña frontalidad. Pero igual yo iba a cortarle sus intenciones de cuajo, aún cuando se me hacía tan difícil poder expresárselo a un tipo de pueblo. Con la piolada de la merca y todo, no creía que El Jota pudiera digerir lo que le iba a decir.
- No es mi mambo, Jota. No me gustan los tipos.
- ¿Cómo?
- Me gustan las mujeres, loco.
Y después de esa frase, como tantas otras veces, con tantos otros hombres, no supimos más qué decirnos.

Volvimos a la mesa con los demás, pero yo ni me senté. Les dije a todos que tenía sueño y que me iba al hostel a dormir. Me saludaron con total cordialidad. Santiago me dio un papelito con su e-mail anotado y me dijo "Nos vemos, amiga". Mario y Luis estaban muy contentos de conocerme, según lo que me dijeron mientras me despedía.
El Jota me abrazó fuerte y me sonrió una última vez sin decir nada.

Al día siguiente arranqué para el próximo pueblo.