miércoles, 20 de octubre de 2010

Pingüinos enlatados

 
Como quien abre una lata de salsa de tomate y se encuentra un pingüino despampanante, vos resultaste ser tanto más que ese puré colorado que yo había decidido comprar.
Pingüinito amable, lucecitas negras eran tus botones oculares. Y eras pluma voladora cada vez que te antojabas.
Tanto más que la delgada simpleza. Gordo pingüino, pancita blanca. Eras tanto más.
Y nos decíamos siempre, aunque éramos nunca.
Enanito juguetón, desde las profundidades del mar emergías de un salto sorpresivo y me besabas los párpados para cuidarme los sueños.

Y ahí estaba yo, como quien abre una lata de pingüinos enlatados y espera encontrarse con un bicho como cualquier otro, pero sacaste travieso tu pico picoteador y pica-que-te-pica me dejaste en una isla flotante, a la deriva del continente. Pingüino azabache, fabricante de maremotos, destilador de mis quietudes. Para darte las gracias, muchas gracias, por romperte en mi orilla, te regalé brisas onomatopéyicas, brisas de arenas blancas, espejitos de sol.

Como quien abre la vida en una lata. La vida que ya era vida antes de la lata, antes de abrir, antes del pingüino. Pero después, pingüino empetrolado, nos abandonamos en algún puerto. Y la vida quedó enlatada al vacío, desmenuzada, como un atún.

jueves, 14 de octubre de 2010

Mafalda



"No hay mal que dure cien años".
- Sí, pero hay males que hace rato peinan canas.

Algo así decía Mafalda en una de sus historietas. Yo se las robaba a mi abuela cuando me quedaba a dormir en su casa. Por alguna razón ella pensaba que era medianamente poético y ciertamente decorativo tener un cuadro de un payaso llorando en la habitación en la que dormían sus nietos. Cuando venían mis primas no había problema. Pero cuando me quedaba a dormir yo sola, ese payaso malicioso me espiaba los sueños. Entonces prefería devorarme de pe a pá las dos Mafaldas que habían quedado de la época en que mi mamá vivía con ellos.
Mafalda 3 y Mafalda 4. Ejemplares que todavía conservo. Y aunque he leído todos los números de la colección cientos de veces, esos dos son los que más han quedado en mi recuerdo, por haber sido fieles compañeros de las noches de insomnios y payasos asesinos.

De memoria me las sabía. Lo juro. Y me ofendía silenciosamente cuando alguien intentaba citarla con burdos errores. A veces me enojaba con la gente sólo por haber equivocado alguna palabra o porque le hayan adjudicado una frase de Miguelito a Felipe. De vez en cuando los corregía entre dientes... "Ah, sí, sí. Es cierto. Decía así como vos decís", admitían. "Mmmmmmsí...", respondía tranquilizándome una vez que el error había sido corregido.

Si Mafalda viviera hoy, ¿cómo sería?
Ojalá Mafalda se le haya rebelado un día a Quino y se haya ido por la vida, fuera del trazo que la apresaba a un cierto número de páginas y a un diario, semanario o libro de tira cómica.
Yo tengo la esperanza de verla algún día militando en la izquierda feminista, en algún encuentro de mujeres o simplemente fumándose un pucho en alguna reunión de amigos.
Si Mafalda viviera hoy, yo la besaría. Ella, probablemente pensaría que hay más en mí de Susanita que de Libertad. Yo intentaría explicarle que los años, que la burguesía, que una intenta pero...
Y ella se avergonzaría de que alguna vez, de chiquita, me hayan llamado como a ella: "Mafaldita". Pero ¿a quién no? Faltaba con ser un poco revoltosa y contestataria.

Hoy tengo más luchas en el tintero que en el papel. Más en el papel que en la mano. Más en la mano que sueltas, libradas, ejecutadas.
Pero ese empuje que me dio ella, prometo, me prometo, deconstruirlo, retransformarlo. No alcanza con haber intentado emularla.
A veces, si uno no vomita transformación, despertares, agitaciones, molotovs o lo que sea que nos quema en el cuerpo, entonces el cuerpo simplemente muere deshidratado por el baño María del cotidiano. Ese fuego lento que no incendia, sólo seca.

Mafalda, Mafaldita.
Dame luchas. Dame firmeza, dame proyectos. No dejes que me seque, como hoy. Rompamos la aridez diaria. Sino, ¿para qué tantos años de leerte?

Mafalda, Mafaldita, dame el sueño de despertar y dar la vida. Sino ¿para qué la vida?

sábado, 9 de octubre de 2010

Crónica de los amigohermanos

No hay peor exilio, que el exilio de uno mismo.
Algo así pienso cuando miro las fotos de Bariloche. Mis siete años, ungidos por un flequillo travieso y la panza contenta de papá abrazándome a mí y al grandote de mi hermano, que ya a los doce, casi lo superaba en altura. Mamá, del otro lado de la lente apretujaba en una misma toma a sus tres amores y al bosque de Arrayanes.
Ese es el último rollo de fotos en el que me veo.
Y después, el exilio de mí.

Durante varios años, por culpa de la culpa, subarrendé mi cuerpo a esa otra persona que fui y envié a las catacumbas de otro pueblo a todo lo que de mí intentaba ser libre. De vez en cuando, cuando mi yo prisionera se asomaba, siempre había alguien que la censuraba. Una maestra, la televisión, los pibes del barrio, mi grupo de amigos.
Pero como yo no era yo, sino una que portaba mi cuerpo y andaba robóticamente esperando a que todos le explicaran cómo era correcto vivir, tenía unos amigos que eran los que me aceptaban, siempre y cuando fuera como debía ser, sin quejarme demasiado, sin ser otra vez yo, es decir, siendo lo menos yo posible y bien encerradita esa rebelde malhumorada donde le correspondía.
Y no me fue tan mal. Tuve amigos, tuve hombres, tuve estudios, tuve novia. Una biografía que era la que tenía que ser, para que nadie me golpeara.
Y no me fue tan bien. Todo estaba apropiadamente adornado, pero la que habitaba en mí no conseguía encajarse completamente en el mundo. Se sentía sola cuando estaba entre la multitud. Lloraba a espaldas de sí y de frente se contaba mentiras. Sus amigos eran un cáliz en el que depositaba cansinamente sus insatisfacciones. Los veía alejarse o quizás ya vivían lejos, quizás ni siquiera hablaban su dialecto. Y por fin, de tanta pena, la que alquilaba mi cuerpo se murió. La mató la desesperanza de creer que mi ser estaba condenado a la miseria.

Entonces yo, en el exilio forzado, volví a mis calles, volví a mi cuerpo. Tomé el gobierno y me administré como creí adecuado: sin mirar a los costados; mirándome siempre para adentro. Y así fue la historia de la resurrección.

Cuando camino por el mundo aún me asusta la invasión de los coterráneos. El miedo al golpismo del ser, a que quieran derrocarme con sus sistemas de valores, con la ideología de lo correcto, con todo lo que yo debiera ser. Y así sucede que la gente me hace hace baruyo, me acosa, me burla, me ensordece.
Pero por suerte, a mi lado caminan ellos, los que andan las calles como peinándolas, los que me susurran caricias. Y vienen suaves como las sonrisas, a darme su mano desprejuiciada.
Son mis amigos. Los únicos que son tan verdaderos como la sangre que nos hermana viajando al mismo paso, encontrándonos aún en las diferencias, pidiéndonos nada. Amigos que cantan alegrías y no me exilian, me traen cada vez que me desvanezco en la ética de otros.
Algo así pienso cuando miro las fotos nuevas, las más actuales. Me veo a mí nuevamente, después de tantos años. Y los veo a ellos, llenos de luz, inundando de soles el espacio lindero.
Esos son mis amigohermanos. Ahora, que finalmente yo soy yo y ellos son ellos.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Revolución

La revolución no duerme en el polvo.
Es aire susurrante,
que se condensa,
que se transforma.
Revolucionar no es rebelarse.
Rebelarse es resignar bajo protesta.
Protestar no es desatar.
Desatar es liberar y liberarse.
Pero la liberación es engranaje.
El acto asiduo de aprenderse.
Liberarse, aprenderse
es revolucionar.

El amor no se posee,
no se detenta ni se adquiere.
El amor es río tibio,
caudaloso cuando libre.
Libre es aquel que hace ríos,
arroyos sueltos,
sin formas,
sin cauces.

Una noche soñé un río.
Un torrente destejido
de una bufanda azul.
Soñé un beso.
Y con boca insurgente,
empapé las decencias.
Enfurecí, desaté, liberé.
En cada beso, hilaba un río.
En cada río, una revolución.
Una noche soñé un río.
Soñé un beso.
Y desperté.

La revolución, decía él,
es un acto de amor.
Pero el amor es, también,
un acto de revolución.
Llegará un día la hora del río.
Los besos serán fusiles
y todas las vergüenzas del mundo
quedarán perforadas.
¡A las armas!