viernes, 8 de febrero de 2019

Apendicitis


Cuando la enfermera prendió la luz de la habitación supe que al fin era jueves y que todo había terminado. Lo primero que vi fue la cara de mamá apoyada a los pies de la cama en la que yo apenas había podido dormir. Sentada en una silla de pésima calidad, mamá se despertó con su propio ronquido unos segundos después de que la luz blanca invadiera nuestros sueños atrofiados. La señora de la cama de al lado también se despertó, pero esta vez no le tocaban a ella los remedios sino a mí. Cambio de suero, jeringa con antibiótico y cómo te sentís, viste que ya pasó todo, no te preocupes.
No sé exactamente cuándo me quedé dormida. El anestesista se presentó, también las dos asistentes de cirujía, o al menos creo que eran asistentes. Nunca vi a la cirujana. Me dormí antes. No sé cuándo, pero el anestesista se había presentado, también las asistentes y yo estaba mirándolo todo boca arriba.
No soñé nada, ni maravilloso, ni horrible. Alguien me había dicho que era el mejor de los sueños. Pero sólo tuve una sensación de negrura e intrascendencia. Después me despertaron para comunicarme que la operación había terminado y me condujeron a mi habitación. Mamá me tocó la cara. También papá. Después se fue. Mamá no. 
Tuve calor, naúseas. Sentí que el mundo se derretía. Y ni siquiera me dejaron retener una almohada. Es por la operación y porque te podés marear, dijo la enfermera. Sádica. Me dijeron que durmiera, que todo iba a estar mejor a la mañana. Pero estaba en el infierno. Me ahogaba. Me dolía la panza como en cien desgarros. Y calor, calor, calor. Es por la anestesia, dijo alguien. Dormí, dijo alguien más. Yo cerraba los ojos pero no podía dormir. Si tan sólo pudiera conseguir una almohada. No podía respirar así, en esa posición. Estaba en una caverna, a kilómetros de profundidad del exterior. La enfermera me prometió que me daría la condenada almohada en seis horas. Entonces me concentré en sobrevivir esas horas. Mamá me dijo que debía tener apnea, que no me preocupara, que no me iba a ahogar, que todo el malestar era por la anestesia que se estaba yendo. Quería decirle que me sentía horriblemente, le quería contar de la caverna en la que estaba, pero me habían prohibido hablar y no tenía fuerzas y tampoco creía que mamá me hubiera entendido lo de la caverna. Pero me concentré en sobrevivir algunas horas, al menos hasta conseguir la almohada. Lo logré un rato antes de lo previsto. Me ganaste por cansancio, dijo la enfermera y me aferré a ese ansiado objeto, dejándome transportar hacia la superficie de a poco, porque yo sabía que mi cuerpo desmembrado necesitaba eso para estar un poquito mejor y llegar a la mañana más o menos entera. 
Eran las seis y cuarto, según lo que dijo la enfermera del turno de la mañana. Ya había salido el sol pero la habitación, si no era por la violenta luz artificial, hubiera estado en penumbras. Siempre te despertaban así. Para limpiar, para darte un analgésico, para inyectar algo en la vía del brazo de la señora operada de los intestinos de la cama de al lado. Llegué finalmente a las seis y cuarto y era jueves y ya me habían operado y mamá roncó, se despertó, me miró y le hizo un mimo a mi pie que tenía justo al lado de su cabeza. Se había quedado toda la noche al lado mío y yo no le regalé nada por su cumpleaños porque no me alcanzó la plata y prometí que si sobrevivía al viaje implacable de aquella noche, le compraría el perfume que tanto le gustaba y por qué siempre escatimar en gastos si mamá había estado ahí como nadie, tan cerca mío, peleando por mi derecho a una almohada y después explicándome por qué no podían dármela en ese momento y que todo iba a pasar una vez que la anestesia con su coletazo desenfrenado detuviera su marcha agónica. No lo dijo así porque mamá no habla de esa manera pero juré, en medio de ese tiempo de arabescos de fuego, que escribiría algo sobre ese abismo y lo escribiría mejor de lo que sucedió. Y prometí que entendería qué era lo que tenían que extirparme. Porque había que hacer literatura de ese dolor tan burdo y concreto y decir algo más. Que mamá durmió al lado de mi cama pero en la caverna de la anestesia estuve sola y atravesé horas de apneas sin almohada y de suplicios inalienables y de un cuerpo que hubiera sido derrotado si yo misma, en mi propia caverna, no me hubiera dicho vos podés, unas horas más, ya pronto será jueves y todo habrá terminado.

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