lunes, 25 de julio de 2011

IX - Ese tipo de mujeres

Salgo del taller pensando en algunas cosas que me dijo Manuel. Correcciones que tengo que aplicarle al texto que, por lo demás, parece que está muy bien. De hecho, Manuel me pidió que si me dan ganas siga escribiendo un poco más sobre esa historia.
Camino por la calle distraída, ensimismada. Sin querer acabo de pasarme una cuadra la parada del colectivo, así que tengo que volver. Son más de las once y media de la noche del martes y el barrio donde vive Manuel está desolado.
Me pongo a esperar el colectivo con la cabeza cargada de pensamientos y con el estómago revuelto. Una señora se detiene a preguntarme por una calle y no sé responderle. Pocos minutos después me acuerdo que la calle que buscaba queda muy cerca, pero la mujer ya se fue.

En el taller, Manuel me dijo que era la primera vez que llevaba un texto tan humano. Me explicó que llegar a este punto duele muchísimo, pero que vale la pena. Yo estaba devastada. La noche que me puse a escribirlo también me había sentido muy mal, pero estaba tan sumergida en lo que estaba escribiendo, que la inmensa angustia se mezcló con un sentimiento de satisfacción. Estaba logrando sacar a la luz lo que pasó con Paula años atrás. Cuando terminé de escribir el cuento sentí que no podía esperar a llevarlo al taller. Imaginaba que habrían muchas cosas para corregir, pero el sólo hecho de poder leerlo para Manuel y mis compañeros me producía mucha ansiedad. No pensé que leerlo iba a devolverme la angustia que sentí al escribirlo y, mucho peor, la angustia que sentí cuando lo viví.

Esperando el colectivo, no puedo dejar de tiritar. El frío me cala la piel. Por la calle pasan muy pocos autos y por la vereda no camina casi nadie. Meto las manos en los bolsillos de la campera y hundo la boca en la bufanda. Me concentro en atraer el colectivo con mis pensamientos. Lo imagino viniendo y hasta le rezo. Pero la mística no me sirve de nada porque el colectivo sigue sin aparecer. De todas formas, la verdad es que no quiero volver a casa. La sola idea de volver me horada más que el frío. ¿Cómo enfrentar mi cotidiano después de haber estado tan inmersa en el recuerdo de Paula? Paula volviendo a mí, absolutamente inoportuna. Después de tantos años. Paula no tiene nada que ver con mi actualidad y sin embargo su imagen está volviendo a adueñarse de todo.
El colectivo frena y me salpica una zapatilla con un poco de agua del cordón. Con desdén pero sin decir nada, miro las gotas en la goma blanca. El conductor me pregunta de mala manera si voy a subir. Subo, saco boleto y consigo sentarme al lado de la ventana.
Saco del morral la carpeta donde guardo los cuentos que escribí. Tomo el de Paula, que tiene escritas en birome las correcciones que anotó Manuel. "La selva invegetal". A un costado del título, Manuel escribió "Muy bueno". Hay algunas palabras tachadas, signos de admiración en las oraciones que le gustaron y al final un pequeño punteo de consejos para que pueda hacer una reescritura más pulida del texto. Debajo de todo, Manuel escribió "Fuerza!!!", así, con tres signos de admiración. Perspicaz como siempre, él sabe todo lo que este cuento me está moviendo. Me dijo que es claro que esta una historia que yo necesito contar y que me va a remover las entrañas. Había acertado. En plena lectura empecé a sentir una náusea que se sostuvo hasta que subí al colectivo. Gracias a la manera de manejar del conductor mis náuseas crecieron y ahora me siento realmente mal. Tomo un espejito del morral. Estoy pálida, como cuando me da un ataque al hígado. Lo único que espero es que no tardemos en llegar. Por suerte falta poco.
Cierro la carpeta con los textos y la guardo en el morral. Escribir sobre Paula es muy difícil. Manuel ni se imagina. Retomar esa historia en este momento es imposible. Está bien hacer catársis alguna vez, pero ahondar más en esto es tortuoso. Especialmente cuando algunas historias que viví parecieran repetirse. No exactas. Actitudes de la gente, formas de ser. Ese tipo de mujeres que parece que se me pegan. Aunque cada vez que digo algo así, La Rusa me dice que soy yo la que las elijo.

Toco el timbre del colectivo. Para y bajo. Camino las dos cuadras hasta mi casa y el viento me ayuda a aliviar las náuseas. Sin embargo los pensamientos no me dejan en paz. Siento que quizás todo este tiempo no hice más que repetirme. Que siempre elijo el mismo tipo de mujeres. Gente que eventualmente me hace mal. O quizás sea yo las que las guío en el camino hacia mi propia destrucción. Repito modelos, repito viejas conductas una y otra vez. A veces me veo reaccionando como lo hubiera hecho años atrás. Haciendo los mismos reclamos, quejándome por las mismas cosas, sintiéndome siempre sola, insatisfecha, inadecuada. Sí, se crece, se aprende. Pero mi esencia me persigue. No es este tipo de mujeres lo que va a terminar por arruinarme. Yo voy a arruinarme. Soy yo la que las elige, Rusa. ¿Hasta dónde se puede cambiar? ¿Hasta dónde voy a cambiar yo?

Abro la puerta de casa. Dejo las llaves en la mesa y el morral en el sillón. Me saco la campera y las zapatillas. Voy a mi pieza para cambiarme la ropa. Prendo la luz. Me sorprendo: mi novia está en la cama durmiendo. La veo y sonrío. Seguramente me esperó y se terminó quedando dormida. Me siento al borde de la cama y le acaricio la cabeza. No sabía que iba a venir a mi casa. Ella y sus sorpresas. Ella que también algún día va a dejarme.

O quizás, por una sola vez, todo sea diferente.

viernes, 22 de julio de 2011

VIII - Cuando te haya llevado la luna

Una vez que Victoria se haya ido a España, nadie va a querer coger conmigo.
Me he vuelto un ser humano tan triste que nadie tendría ganas de acercarse a mí. Hace unos años quizás, hubiera podido lograr algunas conquistas. Pero me abrí a Victoria porque no pude hacer otra cosa. Me enamoré de ella y me pasó por encima como una aplanadora. Y como me abrí a ella, quedé al descubierto para cualquier otra persona. Me convertí en una mujer unidimensional, obvia. Desparramada como un frasco de salsa de tomate caído repugnantemente en el piso de la cocina. No hay nada en mí que represente ningún misterio. Ahora que ella me está dejando, sé que nadie cogería conmigo.

Escucho un estruendo que viene desde el baño. Ruido de cosas que se caen de las repisas.
- ¿Qué pasó? -grito desde mi pieza.
- Nada. Ya está. Ya casi termino -me contesta Victoria que está maquillándose frente al espejo. Ella casi nunca se maquilla, pero cuando lo hace se nota que sabe. Tampoco hace alarde de la ropa que se compra, pero es cara y le calza impecable.
Sale del baño y viene a la pieza. Yo estoy sentada en la cama, inmóvil, mirándome las zapatillas, concentrada en que tendría que lavarlas o pasarles un trapito, pero no estoy realmente pensando en eso, hago como que pienso en eso y se lo comento a Victoria. Ella no me mira ni me contesta porque está buscando su vestido nuevo en una bolsa.
La pieza está hecha un caos. El placard vomitando ropa, ropa tirada en el piso, más ropa sobre la cama, la cama deshecha, la tele prendida pero sin volumen; la música de la compu que está en el living nos llega como enredándolo todo un poco más. Hace tres días que Victoria está internada en mi casa y no limpiamos nada. Se suponía que iba a quedarse unos días para aprovechar el poco tiempo que nos queda juntas, pero al final lo que más hicimos fue discutir.
Victoria está en bombacha y musculosa. Tiene el pelo recogido en un rodete.
- ¿Te lo vas a dejar así? -le pregunto.
- ¿Qué? ¿El pelo? No, ahora me lo arreglo bien. Después de ponerme el vestido.
Claro, ese es el orden que saben las nenas: primero el maquillaje, después el vestido, el peinado, los zapatos y las uñas. El pelo después de la ropa para no despeinarse. Las uñas tienen que ser lo último, para que no se corra el esmalte. Victoria lo sabe. Yo creo que lo supe alguna vez, pero siempre hago todo al revés. Igual, hace rato que no me visto para una fiesta.
Se saca la musculosa y se pone el vestido. Con el maquillaje y el pelo recogido le queda mejor que cuando se lo probó el día que lo fuimos a comprar. Trato de mostrarme tranquila con todo esto. Ella se va sin mí a la fiesta de despedida que le organizó la madre. Y yo me lo tengo que bancar. Casi dos años en pareja y su familia sigue actuando como si yo no existiera. Victoria me lo explicó varias veces, pero sigo sin entenderlo. Uso la palabra "entender" porque es la que usa ella cuando se refiere a su familia. Que los tengo que entender. Que no es fácil para sus padres entender que su hija está de novia con una mujer. Que en la fiesta van a estar los amigos de sus padres, sus abuelos, sus hermanos y para todos ellos lo nuestro no es tan entendible, que es mejor ahorrarse el problema. Todo para ella tiene que ver con entenderse y parece que yo no entiendo nada. Yo creo que lo entiendo, pero siento que todo lo que está pasando es una atrocidad. Victoria nunca se hizo cargo de lo nuestro y encima ahora se va a España para complacer a su familia y evitarse todo lo que nuestra pareja le está significando. No puedo más. Muchas veces sentí que estaba a punto de estallar, incluso unos meses antes de lo del viaje, pero me terminaba echando atrás, como ahora que quiero decirle cientos de cosas y finalmente me contengo. No quiero ni hacer un gesto de más, porque ni bien se me escurra algo que manifieste mi bronca o mi sensación de abandono, ella va a saber leerlo y se va a desatar otra pelea. Estoy realmente agotada. Faltan diez días para que se vaya y todo se está poniendo insostenible.
Miro la tele de mi pieza. Están dando una película de amor que ya vi. Me imagino mirándola una vez que Victoria se haya ido a la fiesta. Acostada, sola, sin nada más para hacer que mirar esa película que vi decenas de veces. Esa idea me atraviesa el estómago y me asquea. Entonces, casi inevitablemente, le termino escupiendo una confrontación porque no soporto quedarme con esto encima.
- Tu familia ni se imagina -le digo a punto de tirar una bomba.
- ¿Qué cosa? -me responde con cara de hartazgo porque sabe lo que se viene.
- Que aunque yo no voy, vos vas a ir hermosa -. Ni bien lo largo, me arrepiento.
- Gracias -contesta con tranquilidad y me perdona la vida. Si se lo hubiera tomado a mal, mi comentario hubiera bastado para seguir discutiendo, como venimos haciéndolo todos estos días. Pero ahora elijo calmarme y no buscar más pelea porque me alegra haber zafado. Siempre lo mismo: provoco, pero después soy incapaz de hacerle frente a la situación que generé.
Me levanto de la cama y empiezo a juntar la ropa. Mientras se mira en el espejo grande de la pieza, Victoria me hace una sonrisa. Le respondo con otra sonrisa. No quiero sonreír. Ella sí. Probablemente quiere irse a la fiesta relajada. Dejando todo bien cerrado, como quien se va de vacaciones. Quiere dejarme a mí bien cerrada. Con la boca cerrada, quiero decir. Irse sin culpas. No sé cómo lo hace, pero le sale. Ella puede hacer punto y aparte. Ponerse el vestido, arreglarse el pelo, dejarme en vilo.
Acomodo la pieza. Tiro la ropa sucia en el canasto. Doblo y apilo la ropa limpia en el placard. Siento que si queda todo ordenado de alguna forma voy a poder redimirme de mí misma.
Con fuerzas recuperadas, me asomo al baño donde Victoria se está recogiendo el pelo con unos invisibles. La miro un ratito mientras se termina de arreglar. Le sonrío porque está verdaderamente maravillosa. Es mía y es hermosa.
- Ya me tengo que ir -me dice desplomando, sin saberlo, los pocos segundos de alegría que sentí en las últimas horas.
- Sí, no vamos a dejar esperando a Jeremías -le retruco con odio.
- ¿Otra vez con eso?
- No. Otra vez no. Dale, andá -le digo tratando otra vez de zafar de la pelea. Tiro la piedra y escondo la mano. Siempre lo mismo. Qué cobarde. Pero esta vez ella no está dispuesta a bancársela.
- Si mi hermano lo quiere invitar no le puedo decir que no. Es su mejor amigo. No maquines más. ¿No me podés dejar que la pase bien? Es una fiesta que hacen para mí. No tengo la culpa de que mi familia no te haya invitado.
- ¿Tu hermano lo invita a Jeremías pero vos no me podés llevar a mí?
- Y bueno, Luciana ¿Qué querés que haga? Vos sabés cómo son mis viejos. ¿No podés entender un poco? -responde Victoria levantando el tono.
- Estoy podrida de entender. ¿Y a mí quién carajo me entiende?
- Yo te estoy entendiendo todo el tiempo. Ya me dijiste lo que pensabas. Lo discutimos todos estos días. Y también estoy podrida –me responde seca y contundente.

Hago silencio. Me viene como un cross a la mandíbula mi imagen en la cama, mirando la película mientras Victoria esté en la fiesta. Pienso que cuando ella se haya ido a España, esa imagen va a repetirse infinitamente. Soledad, cama, película. Me aterra que me deje. Y va a dejarme. No es por España. Es por su familia y por todo lo que no quiere decirles. Es por todo lo que ella misma no quiere decirse. Es por mí. Veo todo lo que ella no ve, pero es tan duro que no puedo ni pronunciarlo.
Ahora lo único que quiero es evitar otra vez la pelea inminente.

- Bueno, basta. En serio. No discutamos más. ¿Te llamo un taxi o te vas a pintar las uñas? -logro balbucear con una sonrisa improvisada.
- Me pinto las uñas y me voy. ¿Tenés esmalte, de casualidad?
Busco en el mueble debajo del lavamanos. Tengo dos tipos de rojo y un bordó. Uno de los rojos está seco. No sé cuánto hace que los tengo. Los otros dos esmaltes están más o menos utilizables. Victoria elige el rojo más clarito.
-¿Me pintás? -me dice.

Después de dos manos de esmalte, el paquete Victoria queda perfecto. Le llamo un taxi y la deposito en el asiento de atrás. Me despide desde la ventanilla y quizás por el taxista o por el apuro, me saluda con un beso en el cachete.

Entro de vuelta en casa. Apago la música de la compu. Voy a mi pieza. En la tele todavía están pasando la película, pero justo es una parte que me gusta. Subo el volumen y me acuesto en la cama.
- Tengo que irme -dice ella llorando-. Ya no hay nada que pueda salvarnos.
Él se acerca, la toma de la mano y pacientemente le dice:
- Sólo vamos a poder salvarnos, amor mío, cuando te haya llevado la luna.

sábado, 16 de julio de 2011

VII - Cúlpese a usted mismo

- ¿Y sobre qué escribiste?- Me pregunta Manuel, mi profesor de taller de escritura, y se tira para atrás en la silla esperando mi respuesta. Los otros siete alumnos nos escuchan atentos. Una lámpara que cae a un metro por encima de la mesa en la que estamos es la única luz encendida en el living de Manuel. Todo está en silencio. Un compañero abre su anotador, otro juega con una birome.
- Me estaba acordando de ese texto que nos habías pasado. El de Rilke- respondo.
- ¿Qué parte?
- Donde dice que si uno cree que su cotidiano es demasiado pobre como para escribir un relato, hay que culparse a uno mismo por no ser lo bastante poeta para ver su riqueza.
- Sí, eso ya lo sé. Estaba preguntándote qué escribiste- contesta con cinismo.
- Una historia de dos mujeres.
- Ajá.
- Pareja.
Hago una pausa. No es la primera vez que llevo un texto lésbico. Seguramente ya todos habrán adivinado mi sexualidad.
- ¿Es sobre alguna conocida o alguien más cercano?- pregunta Manuel.
- ¿Por lo de la riqueza del cotidiano decís?
- Sí.
Otra vez me quedo callada.
- Pregunta si es sobre una pareja tuya- me aclara una compañera que tengo sentada al lado.
- Sí, me imaginé- le respondo. Giro la cabeza hacia Manuel y le digo:- Es una ex pareja de hace unos años. Paula. No es igual. Cambié algunas cosas.
- ¿Cómo se llama el cuento?
- "La selva invegetal"
- Bien. Me gusta el título.
Me aclaro la garganta. Me cruzo de piernas y apoyo la mano que sostiene las hojas impresas encima de una de mis piernas. Comienzo a leer mi cuento en voz alta para todo el taller, pero me empiezan a temblar las piernas. Enseguida me agarra también un ligero temblor en las manos. La lectura se hace muy dificultosa. Me trabo constantemente y tengo la boca seca. Con la voz quebrada, después de varios minutos logro llegar hasta el final.
Levanto la vista para mirar a mis compañeros y a Manuel. Un calor profundo me sube desde el cuello hasta las mejillas. Las orejas me arden.
Nadie dice nada.
- ¿Alguien quiere decir algo sobre el texto?- pregunta Manuel y me sonríe con aprobación. Yo sin embargo siento el estómago revuelto.
- Me gusta mucho. Es muy sincero. Se nota que viene desde lo más profundo...- me dice un compañero.
Antes de que termine de hablar, me pongo a llorar.

lunes, 4 de julio de 2011

VI - La hija de dios

Victoria ronca. Bueno, no ronca, pero a veces cuando duerme respira fuerte. Parece mentira que el primer defecto que le encontré se lo descubrí cuando dormía. En realidad es algo a lo que le tengo un gran afecto porque las primeras veces que lo noté me sentí aliviada: Victoria era humana. No es que no supiera que era humana, el problema fue que me maravillé tanto con ella desde que la conocí que me costaba encontrar algo que hiciera mal. Pero roncaba. Menos mal. Y no lo supe enseguida. Primero tuve que verla dormir.

Todo empezó hace un par de años. Mi amiga Fefu me había pedido que me sumara al grupo de chicas que iban a jugar al fútbol con ella los domingos a la tarde. Yo no tenía ganas de hacer despliegue físico, por un lado para cuidar la poca imagen femenina que me quedaba y por otro, porque tampoco me sobraba energía. Hacía unos meses había cortado con mi pareja de aquel entonces, de quien prefiero no recordar el nombre. Pero Fefu fue insistente así que finalmente accedí a ir. La verdad es que no tenía mucho para hacer los domingos, más que poner música y tirarme en la cama a pensar en todo lo que había hecho mal en mi relación.
Las primeras veces que fui a jugar al fútbol me moría de vergüenza, pero a medida que fui conociendo a las chicas me fui enganchando. Yo no era lo que se dice una buena jugadora, pero salvo un par, casi ninguna jugaba muy bien. Fefu era arquera y su novia, Celes, delantera (y una de las que mejor jugaba). En general llegábamos a juntar entre 8 y 12 jugadoras, así que hacíamos dos equipos que elegíamos con el tradicional "Pan y queso".
El último domingo de septiembre, Camila (una que yo no bancaba mucho porque me parecía una cheta un tanto insoportable) vino con una amiga. "Hétero a leguas", me dijo Fefu. Y sí, no había que ser psíquica para darse cuenta. Ropa de marca, pelo largo y brilloso, linda, femenina, con una actitud que parecía bastante soberbia. "¿No será mucho pa' las pibas del potrero?", le dije a Fefu que se atragantó de la risa. "La traje para que juegue, pero la quiero en mi equipo", dijo Camila. Nadie se opuso. No esperábamos mucho de la chetita nueva. Pero cuando volvió de cambiarse la ropa y empezó el partido, no lo pudimos creer. La chetita que trajo Camila, sin perder la compostura, veloz e intrépida nos metió dos goles antes de que pudiéramos entender lo que estaba pasando. Como pensábamos que la chetita nueva debía jugar mal, les habíamos cedido a Celes, que nos metió el tercer gol. El cuarto lo hizo La Popi, una amiga de Celes y el quinto otra vez la piba nueva. Nosotras metimos un gol entre el tercero y el cuarto de ellas, pero sabíamos que no iba a servir para nada. Terminamos el partido antes de tiempo porque era una vergüenza. Una de las de nuestro equipo se excusó diciendo que le dolía la panza, otra dijo que ya tenía frío y alguien más alegó que tenía que volverse temprano. Lo cierto era que la desventaja del partido se había hecho insostenible. La hétero nos había dejado en vergüenza, ¡a nosotras!, que tan fulberas nos creíamos. Como si la cosa del fútbol fuera propiedad nuestra por ser tortas, por ser chongas de pura cepa.
Después del partido era la cita obligada: pizza con cerveza, que en realidad era cerveza con pizza. Cuando nos sentamos en la pizzería, ya todas amigas de nuevo y lejos de la rivalidad de la cancha (porque nos hacíamos las que no nos importaba, pero un poco nos importaba), Fefu le preguntó a la piba nueva cómo se llamaba. "Victoria", le dijo. En ese momento nos acordamos que ya se había presentado, pero no le habíamos prestado atención. Ahora que nos había humillado en nuestra área de experiencia (de cortísima experiencia), su nombre cobraba otro significado. Victoria no tardó en acoplarse a la charla del grupo. Todas éramos lesbianas, era clarísimo, pero a Victoria no parecía importarle. Yo pensé que estaba bueno que tuviera una mente tan abierta.
Ese domingo nos quedamos hablando bastante más tiempo que los anteriores. Victoria resultó ser lo opuesto de lo que imaginaba. Sabía de música, de cine y de actualidad. Había estudiado Comunicación en la UBA, aunque después dejó por falta de tiempo y terminó haciendo Periodismo en una privada. Ahí la había conocido a Camila, que estudiaba otra carrera en la misma facultad.
Con el correr de las horas varias de las chicas se empezaron a ir. "Mañana es lunes", dijo Celes y se fue, pero Fefu se quedó conmigo. "Te hago el aguante", me dijo, "se nota que te re gusta" dijo por Victoria. "Es hétero", le contesté. Pero sí, me gustaba. Era la primer mujer que me había llamado la atención desde mi relación anterior. "No sé, eh", me dijo Fefu. "Esta mina es la hija del Diego. No puede mover la pelota así y ser tan hétero. Además, ¿qué hace acá tanto tiempo? Para mí tiene onda con vos. Te re mira". Desde ahí ya no pude hablar con Victoria de la misma manera. Si la cosa era imposible, entonces era más fácil porque no había chances de nada. Pero si era posible, ¿qué? ¿qué tenía que hacer? Me había olvidado de todo. Mi relación anterior me había barrido la confianza, el deseo, el chamuyo, la autoestima. Nos quedamos hablando un rato más, aunque el rictus de la timidez ya me había poseído entera. Al rato, Camila pidió la cuenta y nos levantamos para irnos. Victoria estaba con el auto del padre, así que preguntó si alguna necesitaba que la acercara. "¿Para qué lado vas?", le pregunté tomando coraje. "Para Flores, cerca de Rivadavia, ¿vas para ahí?", preguntó. "Sí, buenísimo". Fefu se quedó callada. Sabía bien que yo vivía en Chacarita, pero como buena amiga entendió todo. Cuando nos despedimos me abrazó y me dijo que la llamara al día siguiente para contarle todo.
El viaje fue absolutamente placentero. No podría describirlo bien, pero una vez a solas con Victoria me sentí mucho más relajada. Cuanto más hablábamos, más me gustaba. Podíamos conversar sobre cualquier cosa, aunque no recuerdo bien qué dijimos porque en el fondo estaba muy nerviosa. Le pedí que me dejara por Rivadavia y Nazca, que iba a lo de un amigo (aunque en realidad me iba para casa y sabía que desde ahí me podía tomar el colectivo). Cuando llegamos, le dije que hiciera una cuadra más por Nazca. Ahí pudo parar el auto. La charla se había puesto interesante. Me contó sobre un proyecto periodístico que estaba armando con una amiga que era fotógrafa. Yo le di algunas ideas que se me fueron ocurriendo en el momento y ella me escuchó muy atenta. Todo estaba saliendo tan bien que por primera vez desde que había cortado con mi ex sentí verdaderas ganas de besar a una mujer. Victoria tenía una manera de hablar y unos ademanes que me encantaban, así que no pude evitar sentir una gran pena por el hecho de que fuera heterosexual. Una locura. El abc de las reglas lésbicas: no te enganches con una hétero. Sin embargo no podía evitar que me gustara todo lo que era. Hasta su nombre. Victoria. Victoria. Lo pensaba e imaginaba lo lindo que sonaba junto a mi nombre: Luciana y Victoria. Esa mujer me estaba provocando algo casi místico. Me sentía fuera del tiempo y del espacio. Sólo existíamos ella y yo. Y toda esa adrenalina que había en el aire. Estaba ávida de esa conversación, hambrienta de todo lo que ella me estaba dando. Lo único que deseaba era que ella se estuviera sintiendo igual. Llegué a imaginar que eso era posible, que había algo en sus gestos, en su interés por mis palabras, que tenía que significar que al menos un poco le había gustado. Hasta que le sonó el celular. Atendió y cuando cortó me dijo que era su mamá y que ya se tenía que ir. Entonces llegó el turno irremediable de las despedidas. No estaba segura si iba a volver a verla. Le pedí que viniera el domingo siguiente a jugar al fútbol con nosotras. Ella accedió, pero con un tono que parecía fingido. Victoria se iba a ir de mi vida en ese instante a menos que hiciera algo para retenerla. No supe qué hacer. Como muchas otras veces, me congelé de miedo y no dije nada, simplemente me saqué el cinturón de seguridad, la saludé y me bajé del auto. Ella dio arranque, pero antes de que se fuera le golpeé la puerta. Abrió. "Me olvidé la campera", le dije. Había quedado en el asiento de atrás, así que me metí para alcanzarla. "Esperá, sentate", me dijo ella. Yo no entendía nada. Se me hizo un nudo en la panza y me senté porque no podía pensar en nada. Victoria acercó su cara a la mía. Me dijo "Sos muy linda" y me dio un beso. Un calor intenso me corrió por todo el cuerpo. Sentí que me estaba poniendo toda colorada. Parecía una nena. No fue porque mi pareja anterior me había extirpado la confianza en mí misma. Aún teniendo absoluta confianza, no hubiera podido proceder de mejor manera. Ella era tan maravillosa que se me habían nublado casi todas las funciones corporales. Estaba inmóvil. Por suerte, mis ganas le ganaron a mi torpeza y pude darle un buen beso, el beso que durante tantas horas había deseado. "Ahora sí me tengo que ir", me dijo alejándose de mí. Le di un beso más y me bajé del auto.
Victoria no volvió a jugar al fútbol el domingo siguiente, ni el otro. Cuando no pude más de esperarla, le pedí a Camila su teléfono.
Me costó varios llamados lograr un nuevo encuentro con Victoria y me costó muchos encuentros llegar a dormir con ella. Victoria nunca había estado con una mujer. La primera vez que estuvimos juntas no paraba de decirme que por favor no se lo contara a nadie. En realidad dijo eso al principio, pero cuando la cosa se fue poniendo agitada ya no dijo más. Tengo el mejor de los recuerdos de aquella vez. Hacía mucho tiempo que yo no tenía ningún deseo por una mujer. Todas me parecían aburridas, chatas. Algunas personas lo atribuían a que todavía seguía haciendo el duelo por mi ex. Pero Victoria parecía haber caído del cielo y todo lo que hacía, para mí tenía un toque de divinidad. Cuando se quedó dormida, yo estaba todavía tan eufórica que no podía conciliar el sueño. Además me daba vergüenza que me oyera roncar. Entonces la oí roncar a ella. Fue más bien una respiración fuerte, pero para mí fue suficiente. Me acurruqué contra su cuerpo, le acaricié la panza un rato y me quedé dormida.


Una vez le dije que roncaba y no lo creyó. Pensé que seguramente le había dado un poco de vergüenza, así que le dije que sólo pasó un par de veces. La verdad es que siempre ronca. No mucho, pero desde aquel momento bastó para que pudiera bajarla del Olimpo en el que la veía. Ese era mi secreto con su ser dormido: al fin y al cabo Victoria no era la hija de dios. Aunque muchas veces durante estos dos años de pareja pagué el precio de haberla visto tan parecida.