domingo, 24 de junio de 2012

Porque las vi

Escribo porque las vi. Estaban atacando un paquete de galletitas abierto en la mesada de la cocina. Yo no lo dejé abierto. No había que dejar nada abierto. Ahora no podemos darnos el lujo de dejar las cosas así tiradas, eso dijo el fumigador. Escribo porque las vi y el fumigador dijo que antes de tirarles el producto anotáramos dónde habían aparecido y siguiéramos, en lo posible, el camino hasta donde desaparecían hacia debajo de la casa. Llevábamos un diario. Yo llevaba un diario. Todos los días las encontrábamos en un lugar diferente. Era imposible combatirlas sin encontrar dónde estaba el nido. El fumigador nos pidió que lleváramos estas notas durante unas tres semanas y que si el producto no las hacía desaparecer, lo volviéramos a llamar.
Martina estaba horrorizada. Todas las mañanas nos encontrábamos con una nueva plaga. En un principio comenzaron a aparecer en la cocina, por la comida, pero con el tiempo las empezamos a encontrar en el baño, en los armarios, debajo de la cama, en la escalera de la terraza, en los tallos de las plantas del patio. Vienen desde abajo, dijo el fumigador la segunda vez que vino. Había venido dos meses antes, aplicó el producto, pero al tiempo volvieron (creo que más fuertes y más enojadas). Por eso no sería suficiente decir que estaban detrás de nuestra comida. Había un plan mayor. Eso le empecé a decir a Martina después de la segunda vez que vino el fumigador, cuando nos dejó una botella del producto y la tarea de llevar nota de las apariciones. Yo le decía que para mí querían tomar la casa. Porque sino no se explicaba que aparecieran en lugares donde no había comida. Reconozco que empecé a decir eso para ponerle un poco de humor a la cuestión, pero a Martina nunca le causó gracia. Después realmente comencé a creerlo.
El fumigador habló conmigo la primera vez que vino. No le dije a Martina lo que me había diagnosticado porque esa era la clase de cosas de las que me ocupaba yo. A Martina estos asuntos no le gustaban. El tipo dijo que al parecer venían de los cimientos. Que estas casas viejas son así y que uno tiene que tener cuidado cuando compra, porque te meten el verso y más a dos chicas solas. Dijo que él había visto estas cosas muchas veces. Te venden una casa con los cimientos corroídos. En cinco años se te pudre todo y se te desmorona la casa entera. Y de ahí lo único que podés hacer es limpiar el terreno y venderlo vacío. Claro que esas eran suposiciones, que para estar seguros había que tratar de combatirlas hasta el final y probar todos los métodos posibles. La segunda vez que vino les puso el veneno más fuerte que tenía y nos dejó una botellita y algunas instrucciones para que lo apliquemos nosotras regularmente.

Habíamos comprado la casa dos años atrás. A Martina la familia le había prometido a los dieciocho pagarle la mitad de un crédito hipotecario para cuando se casara (teniendo en cuenta que de la otra mitad se haría cargo el futuro marido). A los veinte le abrieron una cuenta en dólares y le depositaron ahí varios miles, en una silenciosa y tortuosa espera. Desde los diecisiete Martina ya estaba encamándose con una compañera del secundario, pero recién sacó todo a la luz a los veintiuno. Tres años de discusiones hicieron posible que los padres de Martina aceptaran de mala gana que la cuenta del banco quedara a nombre de ella, más allá de con quién decidiera compartir la casa. Eso no aseguró, sin embargo, la buena fe de la familia. Le iban a dar un techo, pero ningún otro acto de consentimiento.

Cuando nos conocimos ella tenía veintiocho y yo treinta. Tres años de pareja medianamente firme, proyectos en común, una convivencia solapada (ella dormía en mi departamento, yo dormía en el suyo y así hasta que ya no tuvo sentido pagar dos alquileres), una perra compartida (Adela, que se murió un año después de comprada la casa) y dos puestos de trabajo estables, nos fueron encaminando hacia la compra de la casa. La que nos gustó estaba más alejada de la ciudad de lo que queríamos, pero era una casa bastante linda. Tenía patio, terraza, un living grande con piso de parquet, dos habitaciones (una la pensábamos usar de estudio/oficina) y un pequeño cuarto de servicio en la terraza que yo iba a usar de atellier. La familia de Martina no nos ayudó en la decisión y mi familia vive en Córdoba, así que estábamos solas. Igual creímos que elegíamos bien. Antes de comprar, Martina tuvo la idea de pasar por la casa un día de lluvia a ver si no se inundaba y yo dije que pasáramos a la noche a ver si no era muy oscuro. Pero no. Pasó la prueba de inundación y oscuridad. El precio nos pareció bien. Firmamos rápido. Nos mudamos en noviembre, un día de mucha lluvia, pero en esa zona, ya sabíamos, no se inundaba.
La compra de la casa no tendría porqué haber significado un cambio sustancial con respecto a nuestra forma de vida anterior. Cuando cada una tenía su departamento, nos veíamos tan seguido que era casi lo mismo. ¿Qué cambiaría? Uniríamos las bibliotecas, tendríamos el doble de ropa de cama y vajilla, nos sobraría un sillón. Y fue así al principio. En la semana cada una seguía su rutina habitual y los fines de semana ella iba a ver a sus amigas y a su taller de teatro y yo me quedaba pintando en el cuartito de arriba. Aprendí a hacer asado en la parrilla de la terraza, así que algunos fines de semana nos gustaba recibir a los amigos.

Creo que los problemas empezaron con la muerte de Adela, pero probablemente hubieron signos anteriores que ahora no puedo recordar. Adela se me escapó a mí, sí. Pero fue Martina la que le había sacado el collar con el nombre y nuestra dirección. La pobre apareció atropellada unos días después. Estaba casi muerta, pero tuve que llevarla al veterinario para que la durmiera. Fue una de las cosas más tristes que hice en mi vida. Martina no quiso ni verla, dijo que le rompía el corazón. A mí también me lo rompió, pero alguien tenía que hacerlo. No nos dijimos nada en ese momento, pero seguro ella pensaba que fue mi culpa por dejarla salir y no entiendo con qué cara hacía esos juicios. Ella sabía bien que no tenía que sacarle el collar porque Adela siempre se nos escapaba a la calle. Lo peor es que no teníamos con quién hablar. La casa era lejos del centro, donde vivían nuestros amigos. Así que con el tiempo dejaron de visitarnos. Martina estaba tan cansada los fines de semana que dejó el taller de teatro y también le daba fiaca viajar para ver a sus amigas. Yo a veces hablaba con mis amigos por teléfono, pero empecé a sentir un aire de reprobación de parte de ellos, como si no estuvieran de acuerdo con mi forma de vida o si tuvieran algo contra Martina. Martina también lo pensaba. Decía que la miraban mal. Yo no lo creí al principio, pero con el tiempo empecé a sentir que había cosas que no me estaban diciendo. A veces se deja de sentir esa conexión con los amigos, más si están en una etapa diferente y ya no se comparten las mismas cosas. Martina y yo estábamos encarando un proyecto serio de pareja y creo que no podían entenderlo.

Lo de la muerte de Adela volvió a surgir tres meses más tarde, por una pelea bastante tonta que tuvimos para definir quién lavaba los platos. Explotó el caldo de cultivo de todo lo que nos veníamos callando y cada una le tiró responsabilidades a la otra sobre la suciedad de la casa, el lío de la habitación, la falta de sexo, la falta de mayonesa, la ropa que siempre quedaba colgada en la terraza, la muerte de Adela. Esa noche, a pesar de que yo siempre decía que no era bueno dormirnos enojadas, nos dormimos enojadas, nos levantamos enojadas y estuvimos varios días para desenojarnos. Creo que algo en nosotras nunca se desenojó. Algo empezó a crecer o a decrecer. Quizás ya estaba ahí, en esa casa o antes de la casa. Tal vez porque Martina era una dejada y yo una echadora en cara compulsiva, como decía ella. Ese no era un término válido, "echadora en cara". Odiaba cuando lo usaba. Me daba vergüenza cuando decía cosas así en frente de mis amigos. Como cuando usaba la palabra "patético" para describir casi cualquier cosa. Era incapaz de ampliar su vocabulario.
Así y todo pudimos seguir adelante. Pasamos el duelo de Adela y todo se volvió a tranquilizar durante casi un año. Martina seguía dejando todo tirado y yo seguía reclamándole cosas, pero al menos ya nos habíamos aprendido a aceptar.

Los problemas se recrudecieron hace un par de meses, cuando la plaga empezó a aparecer en la cocina. La primera vez vimos pocas, así que pensamos que venían del patio. Pero al día siguiente, cuando volvimos de trabajar, encontramos un montón devorándose media manzana que dejó Martina en un platito después del desayuno.
El panorama se fue haciendo crítico. Según órdenes del fumigador, les empecé a poner el producto cada vez que las encontraba. Anoté de dónde venían, pero siempre era de un lugar diferente. Esto era lo que temía el fumigador. Me dijo que si venían siempre más o menos de un mismo lugar, sería más fácil encontrar el nido. Pero estaban apareciendo por todos lados. Al principio Martina gritaba de susto cuando las veía. Después empezó a gritar pero de bronca. A veces se la agarraba conmigo. Yo también tenía bronca y le gritaba porque era ella la que dejaba las cosas tiradas. Una vez vi un montón subidas a una bombacha usada que había dejado tirada en el piso de la habitación. Por pudor no me animé a decirle nada en ese momento.
Antes de ayer no había aparecido ninguna y estábamos contentas porque pensábamos que ya se había terminado todo. Yo creí que por fin íbamos a tener sexo, porque hacía un mes que ni nos tocábamos, pero una alegría así, aunque pueda parecer una alegría de morondanga, para mí era toda una esperanza. Al final Martina se quedó dormida mirando una cosa en la tele y ya después no me dieron ganas de despertarla porque se iba a poner a decir que porqué no le dije antes y que yo siempre espero que ella empiece todo.
Ayer a la mañana se fue y dejó las galletitas abiertas y otra vez volvieron, las muy perversas. Entonces a la noche nos peleamos por eso y porque nos dimos cuenta de que el problema no se estaba terminando. Pero Martina no sabía con exactitud lo que pasaba y por eso quizás no se preocupaba tanto, porque era yo la que tenía que hablar con el fumigador o la que tenía que ocuparse de la muerte de Adela. Era yo la que le levantaba la bombacha tirada en el piso. Así que era hora de decirle eso. Lo de la bombacha y lo de los cimientos. Tenía que explicarle que ya no iban a parar, que nos estaban carcomiendo. Así que a la noche me decidí a soltarle todo y no tuve mejor idea que agarrar otra bombacha que dejó tirada, ponérsela en frente de la cara y sacudírsela al grito de que ésto era culpa suya y de su abandono y que por eso ahora se nos iba a caer la casa abajo. Ella replicó diciendo eso de que yo era una echadora en cara complusiva y, aunque debo admitir que tal vez mi reacción fue excesiva, le estampé la bombacha en la cara y le grité que aprendiera a hablar de una buena vez o al menos aprendiera a lavarse las bombachas.

No creo que Martina vuelva hoy. Ayer se fue y por primera vez no dejó nada tirado. No sé dónde durmió. Se llevó mucha ropa. Hoy no la vi en todo el día ni llamó. Al menos no dejó paquetes abiertos o ropa en el piso. No entiendo entonces cómo es que siguen apareciendo. Escribo porque las vi y tengo que llevar este diario, porque siguen apareciendo y eso que les estuve poniendo el producto como dijo el fumigador y Martina no dejó nada tirado y estoy haciendo todo como hay que hacerlo pero siguen apareciendo, siguen devorándose todo.

miércoles, 20 de junio de 2012

Abanderada


Y usted me dice, señora, que no abandone mi carrera universitaria. Yo le voy a decir, escúcheme bien, que a mí me importa un cuerno su necesidad de terminar correctamente todo lo que se haya metido a hacer, sea carrera, trabajo, familia o pollo al horno. A mí no me interesa terminar nada, señora. No me preocupa ser coherente. No me afecta que usted o su marido vengan a preguntarme qué mal tengo, qué problema doméstico o motriz me aqueja como para ser incapaz de darle coto a lo que se me haya ocurrido empezar. Su marido, qué ejemplo, el licenciado en psicología que terminó las cosas lo suficientemente bien como para andar arrancándole cien pesos la hora de llanto a los que todavía creen que la mayoría de las soluciones de la vida se pueden descorchar de la cabeza.
A mí no me va a venir a decir que sus hijas son felices porque terminaron la carrera o porque usted las educó bien. No mienta, señora. Si cierra un poco el pico, quizás escuche que a su hija no le saca un gemido el marido desde septiembre de 2010. Y eso que viven bien y que están terminando de pagar el crédito de la casa. Al que seguro educó bien fue a su hijo menor, flor de puto. Lo conocían en el barrio porque le tiraba la goma a los del club Matreros. Quién hubiera pensado una cosa así de los rugbiers. Pero ya unos cuantos se habían pasado el teléfono de su hijo. Y usted tan contenta de que Fernandito tuviera tantos amigos. Él sí que no tenía problema en acabar lo que había empezado.
Señora, présteme atención: antes la gente hacía el amor abanderada. Eso decía el Flaco. Abanderados. Y a usted no le importa. Entonces no me diga que no abandone mi carrera. No me diga que me importe algo de lo que usted sostiene.
¿Sabe qué? Yo nunca fui abanderada en la escuela, ni me llamaron para ser de esas boludas que se paraban a los costados. Como si eso fuera un orgullo. Prefería ser mala alumna, impertinente, última en la fila. Me ponía a hacer mímicas durante la entonación del himno nacional. ¿Qué diría Ortega y Gasset? Mi madre tendría que haber sabido que un comienzo de ese tipo no auguraba buenos finales. Pero señora, acá ya no hay abanderados del amor. Eso es lo que a mí me incumbe. Yo dormiría todas las noches enfundada en la banda oficial, si fuera por mí. Sin embargo usted me dice que hay cosas más importantes. Una buena educación, un título, una actitud coherente, una conciencia limpia.
¿Conciencia limpia? Acá me ve. No me quita el sueño dejar la carrera, quemar la cena, trabajar a medias. Menos me importa si se sonroja porque me encanta ver una mujer en tetas. ¿Qué va a decir de mi conciencia? Si ya se espantaba por lo de la carrera, el lesbianismo me la hace mear encima.
Tenga en claro que usted es un asco de vecina. En este barrio bien podrían caerse todos muertos, y mucho no les falta, manga de dinosaurios, incapaces de movilizarse masivamente a menos que sea porque el último huracán les cortó el cable de la tele. Y mucho cuidado con la torta, la lesbianita de la esquina, la artista bolchevique, usted sabe, la que el otro día casi se agarra con el del almacén por algo de política, ya vio cómo estamos, con la inflación y estos tipos que para robar un auto le pegan a cualquiera un tiro en la cabeza. A mí todo eso me importa menos que lo que a usted le importa saber que el mundo se nos está viniendo abajo.
Sígame lo que le digo: acá la gente ya no hace el amor abanderada. Da vergüenza el amor. Lo mejor que una puede hacer es terminar una carrera, comprarse un terrenito para edificar y procurar que nunca se le note demasiado el amor. Con las tripas afuera, no. Mejor viene siendo no comprometerse con nada, evitar cualquier riesgo. Levedad, señora, ni se nos ocurra dejar salir las intensidades. Hay que cuidarse y no quemarse las garras. No salir al sol, no decir que una ama, ama y ama hasta que se le chamuscan las vísceras. Esto sí me compete, señora: la gente de todo el mundo se ha guardado las banderas.

jueves, 14 de junio de 2012

Cambio de paradigma

El miércoles estuvo lleno de tortas. Esto me informan en el bar hoy, jueves. Así vivo, desfazada de la tortez. ¿Qué pasó en definitiva con la mina que me gustaba del bar? Nada. No la crucé más. Para mejorar la balanza ahora parece que el bar se está llenando de tortas algún que otro día. Lamentablemente son esas tortitas hipsters que tanto detesto. No sé qué hacen. Se juntan entre ellas y yo estoy en la otra punta rodeada de los chochamu. Yo miro, pero realmente en esas minas no hay nada para ver. El otro día cayó una alemana morocha muy linda y jugamos un partido de metegol. Me ganó ella y toda su chonguez. Esa fue la situación más romántica que viví estos últimos meses. Después cayeron dos tipos a proponer un cuarteto (en el metegol, claro) y se rompió nuestra dinámica de pareja. Al rato la alemanota se dispuso a retirarse del bar pero antes de que se fuera, envalentonada, le dije con una sonrisa "volvé, eh". Esto es todo lo que puedo hacer por ahora. Yo creo que eso es un intento de levante, pero los amigos me dicen que si no le pido algún tipo de contacto (teléfono, facebook, etc.) no cuenta. Para mí, mi sonrisa fue un montón. No sé chonguear, pero juro que le estoy poniendo mucha pila.
Esto está intensificado por el hecho de que ultimamente siento que tengo muy poco para perder. No sé si por desencanto o entereza, cada vez me importa menos lo que la gente piense de mí. Si es por desencanto, culpo todos los dolores que provocan las mujeres. Si es por entereza, tengo que atribuirle gran parte de ese mérito al arte. Pase lo que pase, habrá arte. Tengo pinturas y tengo escritura y tengo amigos que me abrazan y hay música y entonces, de verdad, eso me compone.
Pero en definitiva siento en mí un cambio de paradigma. Lo digo en las palabras más académicas que existen, pero realmente esto que me pasa es un cambio de paradigma amoroso. Lo raro del mayor dolor que una persona puede sentir, es que motoriza (si estás atenta) una serie de cambios profundos. Esto se lo digo a las mujeres que de vez en cuando me lloran sus crisis amorosas. Me incluyo porque yo también he llorado. Pero lo cierto es que la crisis motoriza un cambio radical.
¿En qué consiste mi cambio de paradigma amoroso? En un par de cuestiones que estoy empezando a reconocer no desde lo teórico sino desde lo práctico. Quiero decir que este cambio va más allá de lo meramente pensado, sino que tiene que ver con una cuestión que se me está enraizando en el cuerpo como una realidad concreta.
En primer lugar, desde un lugar bastante enriquecedor, está cambiando el tipo de mujer que me gusta. Antes, como buena histérica (en menor medida lo seguiré siendo, según los enfermos de la psicología que dicen que la estructura de la neurosis no cambia), me encantaban las mujeres que no me daban pelota. Es decir que ni bien una mina se embelezaba conmigo, se tragaba mi cuentito personal y todo eso, listo, estaba afuera. La que me gustaba era la que casi no me llevaba el apunte. A la que le tenía que insistir. Lamento que muchas se sientan familiarizadas con esta situación. Es triste que elijamos durante tanto tiempo mujeres que sólo pueden darnos frustración y dolor. No entiendo qué tipo de relaciones nos planteamos tener. Esto es así: no hay posibilidad de estar bien si estamos con alguien a quien no le interesamos. Habría que preguntarse si queremos estar bien, si queremos que nuestra vida sea algo más que la eterna telenovela y si podemos ver que el amor existe en relaciones de bajo nivel de conflicto.
En mi caso se produjo un cambio de paradigma que se dio por cansancio. Me cansé de tanto problema, de ponerle tanto tiempo a situaciones que de amorosas no tenían nada. Y más que nada: no tengo tiempo. Hay demasiadas cosas en las que enfocar mi atención antes que la persecusión de una mina. Si está todo bien, entonces amémonos y ya o al menos compartamos un buen rato. Si está todo mal, es fácil: una se aviva rápido y huye. El tema es cuando no está todo ni mal ni bien y la mina te pone en esa situación horrible de yo qué sé y una las persigue y se termina transformando en la peor versión de sí misma. En ese caso, más que nunca: hay que avivarse y huir. Nadie merece ese tiempo y ese sufrimiento. Realmente creo que hay cosas más importantes para hacer con la energía que tenemos. Entonces me está pasando ahora, he aquí el cambio de paradigma, que sólo quiero estar con gente a la que le interese mi persona. Es bien simple pero, paradójicamente, de poca aplicación. Simple como: nos vemos, hablamos, cogemos y después cada una tiene la mente lo suficientemente limpia como para seguir haciendo cosas importantes y hermosas.
En segundo lugar, este cambio de paradigma parece indicar que estoy mucho menos hinchapelotas con las mujeres. El otro día, por ejemplo, me sorprendí mirando una mina de edad avanzada (reconozco que no son mi fuerte). También me estoy dando pie a conocer mujeres con las que no comparto cada pequeño detalle de la existencia. Sí, fui realmente MUY hinchapelotas. Si no coincidíamos estrechamente en todo lo que tiene que ver con la visión de la vida y otras cuestiones, esa mina no me interesaba. Pero bueno, ya está. La coincidencia tampoco garantiza el buen funcionamiento. Sigo sin adherir a la hipótesis de que los opuestos se atraen (en esto soy categórica). No me interesa chocar con mi opuesto, ya lo hice hace unos años y realmente -como una supone pero después se hace la boluda- esto no funciona. Pero sí me di cuenta que es menester aflojar un poco con las exigencias con el otro. Nunca se sabe qué te puede dar el otro y quizás realmente pueda aportarte muchas cosas, al menos en el momento presente. No podemos plantearnos todo en términos de futuro. El futuro es una mentira metafísica a la que adherimos para no volvernos locos. A riesgo de hacer una reflexión extremadamente jipi, creo que las cosas se van dando. Es extraño, pero si uno deja que la vida haga, la vida hace. Y te lleva. Por eso también me estoy desenojando con el curso de estos últimos tiempos que estuvieron plagados de dolor, pero ocasionalmente, de mucho aprendizaje y de una profunda transformación.
Todo esto es lo que hoy me compone. Lo digo así, sin una gran calidad literaria porque es lo que me sale a esta hora, en medio de una semana trágica en la que voy a tener que ponerme a estudiar mucho para la facu y no tengo ni un poco de tiempo para ponerme a escribir en un tono de mejor calidad. Pero esto es lo que me pasa ahora y tenía ganas de compartirlo esperando que en algún par de ojos haya un eco y algunas cosas puedan empezar a cambiar en forma colectiva. A ver si al menos nos empezamos a plantear una existencia un poco mejor.

lunes, 11 de junio de 2012

En el aire

Pero esa mujer era mía.
Y no era mía como un tomate.
Era mía como las venas
y aun a ambas les aguarda 

la misma putrefacción.

Somos mortales.
Quiero decir: Nos morimos.
Esa mujer era mía y estaba viva.
Era mía como un resfrío.

Nos estamos oxidando, querida.
¿Entendés lo que significa?
Somos un tornillo.
Somos menos que un tornillo.
Nos desgranamos.
Vamos dejando caer nuestra arena
en el aire.
 
Ella era mía y estaba viva.
Nos íbamos pudriendo juntas,
muriendo juntas.
Y era la más tibia de las muertes.

¿Qué moribunda mujer te reclama ahora?
Dice "Es mía como esta mesa".
Y te vas con ella,
de bocanada en bocanada
perdiendo pelos, piel, uñas,
dejando la vida una en la otra,
una de mano a la otra.
Desgranándote,
yéndote del mundo
sin mí.

¿Qué podrida mujer te ampara
en esta noche pulmonar,
bronquiolítica,
mucosa?
Te pudrirás con otra.
Serás trizas de otra.
Ya no me atravesarás como mis venas.
No eras mía como un resfrío.
Eras mi resfrío.

Ya nunca diré "Esa mujer era mía".
Nos estamos muriendo, querida.
Vos con ella.
Yo en este resfrío
o en el próximo.