lunes, 27 de junio de 2011

V - Píntalo de negro

- No puedo explicarlo bien. Es un sueño que tuve. Era un pozo. Yo estaba en un pozo o una especie de cueva subterránea. Y sabía que arriba mío estaba la salida. Quiero decir, sentía que había una luz arriba, pero no la podía ver. Era como si la viera con el rabillo del ojo, percibía que estaba ahí, pero cuando miraba hacia ese punto, la luz no existía o desaparecía. O sea que no había ninguna salida. Eso estoy tratando de pintar.
- Lo empezaste a trabajar bien, pero tenés que darle alguna textura. Tenés que encontrar esa luz en algún lugar. Porque sino no es más que un cuadro negro- me responde Isabel, mi profesora de pintura. Los otros tres alumnos miran mi cuadro a medio hacer. Me da una vergüenza enorme exponerme a su juicio. Los tres son mejores que yo y hace mucho más tiempo que vienen pintando. Me da todavía más vergüenza que La Rusa lo esté mirando. Ella nunca hubiera hecho un cuadro así, tan de principiante. Es verdad. No tiene texturas, no tiene un buen trabajo de luces y sombras.
- Pero está bueno. Tiene una intensidad increíble- dice La Rusa y todos asienten. Ojalá no sintiera que están siendo condescendientes.
- Sí, tenés que seguirlo. Lo vamos a ir trabajando. No te preocupes. Tenés talento. Lo demás es pura técnica, pero tenés adentro esa intensidad que dice Leonora y aunque no lo creas, porque te veo la cara de que no lo creés, toda esa humanidad la estás expresando. Hay una evolución con respecto a tus cuadros anteriores- dice Isabel mientras La Rusa asiente. Isabel y los demás alumnos de la clase son los únicos que conozco que la llaman Leonora.
Me quedo mirando mi cuadro mientras Isabel se acerca a la pintura de otro de los alumnos. La Rusa se queda al lado mío mientras se abotona la camisa que usa para pintar.
- Es más oscuro que los anteriores, señora Leonora- le digo riendo.
- Es más sincero- contesta La Rusa.
- Bastante obvio lo mío, igual ¿no? Mi pozo negro.
- Pero es lo que te saca.
- ¿Qué cosa?
- La pintura. El arte. Es lo que te saca la verdadera negrura.
- Tengo que pensar cómo hacer eso de la luz. ¿Se te ocurre algo?
- Es tu cuadro- responde La Rusa y me deja sola con el lienzo. Confía más en mí que yo misma.
Abro la caja de los óleos. No sé qué quiero hacer. Tomo un pincel. Lo pongo entre mi dedo índice y el medio como un cigarrillo y me quedo mirando lo que tengo pintado. Estuve tratando de ser fiel a mi sueño, pero cada vez que trato de recordarlo no puedo hacerme una imagen clara. Sigo buscando de qué manera se había manifestado esa luz, pero se me hace imposible visualizarla.
Ya no me quedan uñas para morder. El último pedacito que me arranqué me hizo sangrar un poco un dedo.
Isabel me alcanza un mate. Lo tomo con tanto apuro que me quemo un poco el labio. Lo dejo en la mesa y vuelvo a mi cuadro. Tengo que resolver el tema de la luz. Para inspirarme agarro algunos libros de pintura que tiene Isabel en la biblioteca. Hojeo uno hasta que encuentro una imagen que me parece que podría estar bien. No sé si voy a poder lograr el trabajo de perspectiva, pero podría intentar. Isabel me puede ayudar con la técnica. Trazo un par de líneas y dibujo un punto en el extremo derecho superior, donde podría ir la luz. Tomo el óleo blanco y el amarillo. Mezclo los colores en la paleta. Le pongo además una pizca de rojo para tratar de hacer un color más opaco, tirando a ocre. Una luz entre blanca y ocre, en ese punto que dibujé. Comienzo a darle algunas pinceladas y a trabajar el claroscuro con el negro que sigue húmedo. Vuelvo a mirar la imagen del libro. La llamo a Isabel y le muestro la imagen. Le digo que es más o menos lo que me parece que puede ir bien en mi cuadro. Ella cierra el libro y me acerca al cuadro.
- No, Lu, no entendés- me dice-. Vos esa luz no la ves. No te pedí que pintes la luz. Te pedí que la encuentres. Que la encuentres para no pintarla. Porque lo que estás diciendo es que en este momento, en el momento del cuadro, esa luz no existe. Está sólo como concepto, porque creés que debe haber una salida. Pero la posibilidad de salir no la ves. No pintes la luz. No pintes lo que creés que el otro quiere ver. Pintá la negrura. Dale al lienzo eso que sentís verdaderamente. Sé sincera. Tapate de negro si es lo que te pasa. Pero ojo, porque la oscuridad tiene matices. Ese es tu cuadro.
- Está bien- respondo.
- ¿Entendiste?
- Sí.
Pero no entiendo nada. No tengo la menor idea de lo que significaba que encuentre la luz para no pintarla. Isabel usa ese lenguaje de artista que me termina confundiendo más. Me siento todavía más angustiada. No sólo no puedo resolver todo lo que está pasando con Victoria, ahora tampoco puedo resolver mi cuadro. No puedo hacer nada de nada y estoy realmente harta de verme así, en este lugar. Impotente. Ahogada... Tapada de enduido. Mucho enduido. Salpicado y quizás con unas formas fuertes. Con unas gasas y algún pegamento. Una especie de red, papeles pegados, desgarrados, papel maché. Algo como un collage. Que dé esa sensación, como de humedad. De encierro. De anclaje. Un color óxido, pero encima de un gris. Un bordó o un rojo apagado, como sangre. Una imagen así, asfixiante.
- Es la hora, Lu. Perdoná pero hoy tengo que terminar a horario porque tengo irme para otro lado- me dice Isabel-. ¿Se te ocurrió cómo lo vas a seguir?
- Sí. Lo voy a empezar de nuevo. Me voy a casa. Lo quiero retomar allá que tengo algunas cosas más.
- Dale, buenísimo. Traelo la próxima clase.

Isabel nos abre la puerta a todos y nos despedimos en la vereda. Le digo a La Rusa que esta vez no voy a ir a su casa porque me quiero quedar pintando. Me tomo un taxi para llegar lo antes posible. Subo el cuadro al taxi tratando de no ensuciar nada porque todavía está húmedo.

Cuando llego a casa la veo a Victoria que está sentada en el escalón de entrada del edificio.
- Te mandé un mensaje. ¿No te llegó? Quise venir a verte. De pronto sentí algo... vos sabés- me dice Victoria. Como siempre, de su discurso encriptado tengo que entenderlo todo.
- ¿Qué sentiste? ¿Que me vas a extrañar?
Entramos al edificio. Victoria sonríe sin decir nada. No espero que conteste. Siempre dice poco, tal vez para no comprometerse con sus palabras, para que ellas también puedan irse cuando haga falta. Lo sé perfectamente, pero no sé cómo cambiar esto, cómo cambiarnos.
- ¿Y ese cuadro todo negro?- me pregunta mientras subimos al ascensor, un poco incómodas por el tamaño del bastidor.
- Es nuevo, pero le falta.
- ¿Pero no le vas a hacer algo en otro color?
- Aunque no lo creas, la profe me dijo que lo pinte de negro.
- Como la canción de los Stones- dice Victoria mientras bajamos del ascensor.
- Sí, algo así.

Abro la puerta del departamento y entramos. Antes de prender la luz siento la respiración de Victoria, a punto de darme un beso. Y apenas apoya su boca sobre la mía, veo en mi mente la imagen exacta de mi sueño. Mi cuadro, oscuro como un pozo.
Negro, como la muerte negra.

jueves, 23 de junio de 2011

IV - Desde arriba como la lluvia

Cuando me pide si se puede dar una ducha ya sé que vamos a coger. Dos años de pareja habilitan ciertas certezas. Llega a mi casa cansada del trabajo, con la mugre de la ciudad encima, de los pedacitos de tierra, de los pedacitos de gente. No sé porqué sigue trabajando todavía. Dice que el viernes es su último día. Se va a dejar las próximas dos semanas para descansar, comprar cosas y despedirse de todos. Cada vez que nos vemos es una despedida. Y quisiera hacer algo, decir algo. Cualquier cosa que me saque de esta serie de eventos que me golpean desde afuera, sin que pueda hacer nada más que aceptarlos. Algo, un ápice de rebeldía. Un “no”, al menos, en la punta de la lengua. Pero no me sale nada. Lo único que quiero es retenerla, abrazarla fuerte y que me diga que va a devolver el pasaje, que todo esto de España es una locura.
- Se terminó el acondicionador- me informa Victoria cuando sale del baño, envuelta en una toalla y con el pelo húmedo sobre los hombros. Si dejara de ser tan linda, tan condenadamente linda, todo sería mucho más fácil. Y esa manera de decir “acondicionador” como si estuviera en una propaganda. ¿Por qué no le dice “crema enjuague” como la gente común?
- Mañana compro. ¿Todo bien?
- Sí. Todo perfecto- contesta y sonríe. Aún sabiendo que vamos a coger, o quizás porque lo sé, su sonrisa me calienta enseguida. Hay algo en ese gesto, una maldad, una travesura, un secreto. ¿Cómo lo logra? Estoy sentada en el sillón del living y lo único que quiero es que se acerque. Y ella lo sabe-. ¿Querés que vayamos a cenar a algún lugar?- me dice, conociendo la respuesta.
- No. Prefiero que nos quedemos acá- le respondo un poco temerosa de que tome la decisión de vestirse y que esa certeza de que íbamos a coger se desvanezca.
- ¿Y qué querés hacer?- me dice dándome el pie justo. Vuelve a sonreír. Vuelvo a calentarme. Sin que le conteste, se acerca. Se pone de pie frente a mí y yo le acaricio las piernas. Subo la mano abriendo un poco la toalla. Victoria cierra los ojos y me deja tocarla, pero sin sacarse la toalla. Le acaricio la panza, muy despacio. No le gusta que vaya rápido. Y quiero que se caliente mucho. Voy a jugar hasta que me pida por favor que la coja. Ese es el acting que más le gusta. Y por todos los kilómetros que hay hasta España, me la voy a coger hasta que reviente. Le acaricio la cintura con las dos manos y voy subiendo. Me pongo de pie y le saco la toalla. Con el dorso del dedo índice le acaricio un pezón. Se retuerce un poco. Sé que estoy haciendo todo lo que le gusta. Acerco la boca a su cuello, dejo caer mi aliento suave y empiezo a besarla. Subo con la lengua hasta su oreja y se la lamo. Abre apenas las piernas y ese solo gesto me calienta todavía más. Acerco mi boca a la suya. Con las dos manos la tomo de la espalda y la acerco a mi cuerpo. Ella me abraza y me clava un poco las uñas. Le doy un beso muy suave y después empiezo a acelerarlos, a hacerlos más intensos. Ella responde de la misma manera. Me acaricia la cintura y me empieza a subir la remera y el pulóver hasta que me los saca. El pulóver se me traba en la cabeza un poco, pero no nos reímos. En esa imposibilidad de reírnos me doy cuenta lo calientes que estamos las dos. Me saca el corpiño y me acerca a su cuerpo desnudo. Ni bien siento el contacto con su piel me doy cuenta lo mucho que lo necesito, el nivel de desesperación que me produce. Nos besamos cada vez más intensamente. Con una mano acerco su cadera y la abro de piernas sobre una de mis piernas. Empiezo a frotarla así y acerco mi boca a su oreja. Me acerco bien a su cuerpo y la aferro con fuerza. Ella suelta algunos gemidos. Me abre el botón y el cierre del jean y me mete la mano por encima de la bombacha. Yo muero por tocarla, pero sigo tratando de evitarlo hasta volverla loca. Quiero que me lo pida, que no aguante más. Mete la mano por debajo de mi bombacha y siento que no voy a poder controlarme por más tiempo. Se me salen un par de gemidos y ella se enloquece más. Si se calienta lo suficiente no hay forma de que todos esos kilómetros de distancia no le duelan. Me detengo pensando eso y casi me atrapa la angustia, pero me fuerzo a volver. Sin sacarme el pantalón, me empuja despacio para que me siente en el sillón. Se me sienta encima con las piernas abiertas. Empieza a moverse y a frotarse contra mí. No aguanto más y empiezo a tocarla, muy despacio, mientras nos besamos. Le muerdo la clavícula y el cuello. Empiezo a masturbarla un poco más rápido mientras ella sigue moviéndose. Le acerco un dedo sin meterlo. Ella se mueve pero sigo sin mover mi dedo. Me dice con desesperación “Cogeme” y le meto el dedo hasta el fondo, pero no lo muevo. “Movete”, le ordeno desafiante. Y Victoria se desborda completamente. Empieza a moverse como loca y a gritar. Me calienta tanto que siento que voy a acabar así, sin que me toque. Le chupo una teta. Le muerdo el pezón. Le agarro el culo bien fuerte. Victoria se mueve más. Pierdo totalmente el control y la llevo violentamente al piso. Me saco el pantalón y la bombacha. Sigo cogiéndola ahí en el piso. Cada vez más fuerte. Me pide que se la chupe. Obedezco. La recorro con mi lengua, justo como a ella le gusta. Voy acelerando el ritmo. Sus gemidos se hacen más fuertes. Se la chupo más. Me agarra la cabeza. Grita. Me toma más fuerte. Con la otra mano me aprieta un brazo. Grita más. Me pide que no pare. Que se la chupe más. Que no pare. Ahí. Justo ahí. Me toma la cabeza. Se la acerca bien. Cierra las piernas, no pares, no pares, qué bien que la chupás, retuerce la sábana, ahí, ahí, me encanta, no pares, así, sí, así, me agarra de los pelos, me los estruja y estalla en un grito seco. Empieza a convulsionar en mi boca y finalmente me aparta la cara para que no la toque más. Queda tirada en el piso sin poder moverse. Yo me acerco, le doy un beso, la abrazo y me tiro al costado.
- Qué bien que cogés, hija de puta- me dice en un suspiro. Sonríe cansada-. Dame un ratito que me recupero- concluye. O sea que no me va a coger, pienso.
Espero un rato, pero sigue evidentemente sin recuperarse.
- ¿Tenés hambre?- le digo sabiendo que por ahora no me va a llegar el turno.
- Sí… Bastante. ¿Hay algo o tenemos que pedir?
- Hay, pero no quiero cocinar. Pidamos algo.

Me levanto. Busco mi ropa y me visto. Victoria agarra la toalla del piso y se va a la pieza a cambiar.
No entiendo porqué no me quiso coger. Quizás piense que hay tiempo, que hay mucha noche por delante, que todavía nos quedan algunos días. O quizás no piense nada. Lo mucho que me gusta coger con ella, se diluye apenas terminamos. Especialmente ahora. Lo de España me vuelve a la cabeza y me atraviesa al medio. Me siento tan vacía que no puedo entender cómo hace unos pocos minutos estaba tan caliente. Yace sobre mí todo el fracaso del mundo.
Nada va a evitar los miles de kilómetros de distancia. Esos kilómetros que ella elige.

Pido una pizza por teléfono.
De a una gotita por vez, empieza a manifestarse la tormenta, hasta que lo cubre todo.
- Pobre el pibe del delivery. Justo se largó- me grita Victoria desde la pieza.
- Y bueno, es inevitable.

Victoria llega al living toda vestida y se sienta en el sillón. La miro y lo único que puedo pensar es que no hay vuelta atrás de nada. Ya acabó, ya se vistió, ya sacó el pasaje. Y no hay nada que pueda hacer. Ni cogérmela como los dioses, ni llorarle, ni putearla. Todo está servido. Cayéndome desde arriba, inevitable, como la lluvia.

lunes, 20 de junio de 2011

III - Una montaña de nada

Era viernes y estaba horrible. La lluvia parecía acompañar todos los decesos. Mi pareja, el buen clima, el otoño. Todo estaba muriendo. Lo único que pude hacer fue tomarme un taxi hasta lo de La Rusa que, apenas le conté lo que pasó con Victoria, entendió que iba a ser imposible movilizarme a ningún lugar que no fuera una cama. Entonces me ofreció su cama, la tele y unos vinos. Cuando llegué eran más de las 12 así que la madre y la tía abuela estaban durmiendo. La luz de la casa estaba totalmente apagada, salvo el velador de la pieza de La Rusa. Tenía la estufa eléctrica prendida, así que me saqué el abrigo y me senté en la cama. Me dio el control remoto de la tele y se fue hasta la cocina a buscar un vino. Llegó con la botella destapada y un par de vasos. Me sirvió hasta arriba. Yo casi no la miraba. Estaba concentrada en hacer zapping. No había nada en la tele, pero yo no tenía ganas de hablar, así que traté de encontrar lo que fuera. Había dos películas de Julia Roberts, en dos canales distintos. Erin Brockovich y Notting Hill. Dejé la segunda porque la otra la había visto unas diez veces más. Me senté en la cama, apoyada contra la pared con la almohada en la espalda y me tapé con el acolchado hasta el cuello. La Rusa se sentó al lado mío, pero encima del acolchado.
- Triste forma de pasar un viernes triste- dije.
- Podría ser peor, che.
- Sí, podría estar con Victoria.
- ¿Querés que hablemos?
- No. Quiero mirar la peli.
- Pensé que odiabas mirar estas películas.
- Las odio, sí. Pero porque termino mirándolas, aunque las odie. Y entonces las odio más, porque no puedo odiarlas.
Miré el vaso de vino, lo agarré, lo mecí circularmente para mezclarlo y le di un trago largo. La Rusa tomaba con más tranquilidad, pero tenía más aguante. Podía seguir tomando por horas, incluso después de que yo caía abatida. A La Rusa le gustaba tomar sola. Yo siempre necesitaba tener un testigo al lado o alguien a quien llorarle cuando todo saliera mal.
- ¿Qué significa "Hill"?- preguntó La Rusa, que nadie sabe cómo aprobó inglés en la secundaria.
- Mmm creo que es "montaña".
- ¿O sea que es una montaña de nada?
- ¿Qué cosa?
- Esta película. Notting Hill.
- No, Rusa- le contesté riéndome a carcajadas- Es Notting, con doble T. Nothing de "Nada" es con T-H.
- Bueno, es casi lo mismo. Un montón de nada. Como miles de ceros.
- Ah... lo tuyo evidentemente no son ni los idiomas, ni las matemáticas. Menos mal que sos tan buena pintando, porque sino... Mirá, muchos ceros no es una montaña de ceros. Cero por mil, no son miles de ceros. Es cero. Cero por cualquier número, es cero. O sea que nada, multiplicada, es la misma nada.
- ¿Pero no podés tener mucha nada?
- A veces pareciera que sí. ¿Pero no es lo mismo? El vacío es vacío. Más vacío, sigue siendo vacío. No importa qué tan grande sea. Lo que importa es que siempre lo sentís vacío.
- Pero para mí sí podés tener una montaña de nada. Y sería muchísimo más que unos granitos de nada.
- ¿Y cuál sería la diferencia?
- Y no sé... unos granitos de nada es cuando esperás poco y no recibís nada. Una montaña de nada podría ser...
- Que alguien se tome un avión a España- interrumpí.
- No. Que alguien se quede acá esperando- dijo La Rusa casi sin pensar. Quise contestarle pero no supe qué. No esperaba esa frase. La Rusa no suele escupir ese tipo de apreciaciones. Especialmente cuando uno está casi cayendo al piso del ring. Esta vez me dio el golpe de gracia. Lo único que se me ocurrió fue devolverle con lo mismo.
- Bueno, ¿pero de qué me hablás? ¿Vos no te pasaste meses cogiendo con María después de que cortaron? Y sabías bien que aparecía, te usaba para coger y se iba. O peor, te llenaba de sus chicanas, para que sigas enganchada. Te manipuló durante meses. ¿No estabas esperándola, acaso?
- No tiene nada que ver que traigas lo de María ahora.
- ¿Por qué? ¿Vos podés decir eso de Victoria y yo no puedo hablarte de María?
- Yo lo decía por vos, no por Victoria. Y en todo caso, por haber pasado lo de María te estoy diciendo que te ahorres la espera. Esta mina se va y no te deja nada.
- O como decís vos, me deja una montaña.
- Sí, de nada.
- Gracias.
- De nada.
Ahí nomás nos largamos a reír. Era inútil intentar tener una pelea con La Rusa. Ninguna se la tomaba en serio. Durábamos unos minutos y alguna de las dos terminaba tirando un chiste. La abracé y me recosté unos minutos encima de sus piernas.
- Metete adentro- le dije. Y tironeé del acolchado para levantarlo. Parecía no tener ganas de taparse, pero me dio el gusto. Una vez que estuvo tapada, apagué el velador de la mesita de luz y volví a recostarme sobre sus piernas. El pelo rubio y largo de La Rusa casi me caía sobre la cabeza. Miré para arriba la cara de La Rusa. Estaba con los ojos puestos en la película, muy concentrada. El reflejo azul de la tele le iluminaba las pecas. En verano le salen más, por el sol. Volví a mirar la pantalla de la tele y me acurruqué haciéndome una bola con el acolchado. La Rusa me puso una mano sobre el brazo y la dejó ahí. No me acariciaba, sólo la dejó posada ahí. Le costaba mucho el contacto físico, por eso entendí el afecto que significaba esa mano.
La lluvia que tintineaba sobre el techo de chapa del patio, el calor de la estufa, el acolchado y la mano de La Rusa fueron suficientes para que cayera profundamente dormida. Estaba exhausta, como si hubiera pasado varios días sin dormir. Al fin podía descansar.

El día que Victoria me contó lo del pasaje a España, cuando parecía que los ceros se habían multiplicado por mil, por primera vez en mucho tiempo, durante una noche entera no sentí la montaña de nada.

lunes, 13 de junio de 2011

II - Una semana de estabilidad

Viernes. La Rusa me llama por teléfono. Dice que está preocupada por mí e intenta convencerme de salir a algún lugar.- Lo mejor que podrías hacer ahora es venirte a bailar conmigo.
- Rusa, ¿no te das cuenta que se me está viniendo el mundo abajo?
- Y bueno, justamente. Vamos a tirarlo del todo.
- No sé. Siento que no me da la energía física. Estoy agotada, te juro. Esperame. Tocan timbre. Te llamo en un rato.

Atiendo el portero eléctrico. Es Victoria. Es raro que venga sin avisar. Victoria nunca me da sorpresas. O mejor dicho, no me da buenas sorpresas.
Mientras bajo por el ascensor para abrirle, me miro al espejo. Desde que me dijo lo del viaje a España, hace veinte días, subí tres kilos. Siempre odié a la gente que dice que cuando se angustia se le cierra el estómago. Yo como. Es lo único que me sale. Ahora sí que estoy horrible.
Desde la puerta vidriada de la entrada, la veo sonreír forzadamente. Entonces sonrío y parece que lo hago porque estoy contenta de verla. Pero sonrío porque sé que algo le pasa. Por fin le pasa algo.
Nos saludamos y entramos. De vuelta en el ascensor evito mirarme al espejo. Tengo que mantenerme lo más fuerte posible. Los encuentros con Victoria se están haciendo cada vez más insostenibles. Necesito toda mi fortaleza y para eso es necesario que no recuerde los tres kilos que tengo de más.

Entramos a mi casa. Victoria se sienta en el sillón y resopla. Definitivamente viene a contarme algo. Le ofrezco algo para tomar por pura cortesía, porque si quisiera se lo agarraría sola. No quiere nada. Imagino que lo único que quiere es contarme lo que la tiene así de rara, pero va a dar vueltas hasta que tenga que descorchárselo yo misma.
- ¿Estás bien?- le pregunto.
- Sí. Tenía un rato y pasé a verte.- Miente. No vendría sin una intención. Hace unos meses quizás sí. Esta sorpresa me huele a pólvora. Y ya no sé qué puede estallar más fuerte que su partida.
- Tenés cara rara. Si te pasa algo podés contármelo -le digo.
- No. Estoy tranqui.
Listo. Esto sí que va a ser una masacre. Victoria nunca dice que está "tranqui", a menos que esté en el plano opuesto. Es incapaz de hablar. Al menos no de buenas a primeras. Viene, resopla, pero dice que está todo bien. Y lo sostiene durante un buen rato.
- No tenés cara de estar tranqui. Pero si no querés, no te pregunto más.
- ¿Y cómo es la cara de "estar tranqui"? ¿Se puede saber? ¿Qué, no conozco mis propias caras?- me dice levantando el tono de voz.
- Bueno, está bien -contesto para evitar la discusión-. Che, yo me voy a hacer un té. ¿Te hago uno?
- Bueno.

Voy a la cocina. Mientras pongo la pava y espero que hierva el agua, me tomo una pausa en silencio. No entiendo cómo es que sólo necesita unos pocos minutos para desequilibrarme. Estos últimos veinte días fueron una locura. Está totalmente ansiosa, discutiendo con la familia, organizando los nuevos planes, hablando con el primo, haciendo trámites. Es un manojo de nervios y todavía ni sabe cuándo se va. Lo peor es que de alguna forma me mete en su ritmo. Y me sorprendo ayudándola a preparar un viaje que detesto. El viaje que dice que hace para crecer, para madurar. No sé por qué carajo necesita irse a otro continente para madurar. Acá ni empezó a intentarlo y ya está bien podrida. Y yo me estoy pudriendo con ella. La cosa se está poniendo cada vez peor. Pienso que si solo pudiera tener una semana de estabilidad pondría en orden mi vida. Bajaría estos tres kilos que me sobran. Me pondría al día con la facultad. Una semana sin tener que resolver ninguno de los problemas de Victoria, su familia, su ansiedad, su completa incoherencia. Una semana de estabilidad alcanzaría para empezar a hacer algo que me haga bien.

- Ya saqué el pasaje- me grita desde el living. El agua hierve y apago la hornalla. Sin llegar a servir el té me acerco hasta donde está.
- ¿Para cuándo?
- El mes que viene. Bah, son veintiseis días, en realidad.
- Está bien.
Vuelvo a la cocina. El pecho se me contrae y siento que no puedo respirar. Lo único que sé es que tengo que servir el té. Tengo que buscar los saquitos y servir el té. Pero no puedo ni caminar. Me siento en la banqueta de la cocina porque siento que voy a desplomarme. Estallo en un llanto histérico, sin reparo. Quisiera no hacer ruido pero lo hago, porque en el fondo quiero que sepa que estoy llorando. Lloro con las manos tapándome la cara, tratando de contener las lágrimas que parece que salieran como una herida imparable. Lloro más de lo que puedo controlar. Lloro con mocos y me empapo las manos. No me importa nada. Me estoy vomitando.
Victoria me escucha llorar y viene hasta donde estoy. Se arrodilla y se pone frente a mí.
- No, Puchita... No llores así.
Me abre las manos y me apoya la cara sobre su hombro. Me abraza fuerte. Hace meses que no me llama "Puchita". ¿Qué es esto? ¿Qué son sus brazos? Ella no va a responderme nada. Solamente me abraza, pero no va a cambiar sus planes. Entonces lloro más. Solamente un poco más, porque ya no tiene sentido. ¿Cuánto tiempo va a esperar a que me calme para soltarme el abrazo? Tic tac. ¿Cuánto más hasta que me suelte del todo? Veintiseis días. Tic tac. Yo ya no soy Puchita. Y porque alguna vez lo fui, ella se va. Se va de mí.
Me alejo de ella. Me levanto en silencio y agarro una servilleta para sonarme los mocos. Agarro otra y me seco la cara. No es suficiente. Necesito ir al baño. Mirarme al espejo. Lavarme la cara. Cuando estoy saliendo de la cocina le suelto:
-En España vas a ser tan torta como acá.
Ella se queda inmóvil.
- ¿Qué querés decir con eso?- me pregunta sorprendida, pero no le contesto. Me resguardo en el baño. Pongo las manos en cuenco debajo del agua. Hundo la cara en el agua. No lloro más. Me miro al espejo, tomo la toalla y me seco la cara sin dejar de mirarme. Cuando salgo del baño la veo a Victoria que está agarrando su mochila y su abrigo.
- Me voy -dice. Está enojada. No. Está muy enojada.
- Está bien -contesto. En otro momento me hubiera preocupado, la hubiera frenado. Ahora da igual. Tic tac. Tiene un pasaje que explota en veintiseis días. Tic tac. Tic tac. Hasta que reviente la pólvora.

La acompaño hasta abajo para abrirle la puerta. Nos saludamos con un beso en la boca. ¿Cuántos más nos quedan? Probablemente desde ahora piense todo de esta manera. Un cronómetro desfavorable. Y yo lo único que quiero es una semana de estabilidad.
Quizás, después de que reviente la pólvora.
Tic tac.

jueves, 2 de junio de 2011

I - Como la mesa de mosaico


- Este año salto a la gloria- le dije a La Rusa y me tomé de un solo trago lo que quedaba en mi vaso del licorcito casero que hacía su vieja. Estábamos sentadas en el patio cubierto de la casa chorizo de su familia, que era más bien una sala de estar. Yo adoraba esa casona. El loro, las plantas, las carpetitas tejidas al crochet, el mate con la yerba mojada de la mañana aunque ya fuera de noche, la tía abuela de La Rusa roncando en una silla cerca de la estufa y la madre puteando a los tipos de la radio.
La Rusa siempre me atendía bien. Apenas llegaba, me decía que tenía algo para mí, me ponía un vasito en la mesa de mosaico del patio cubierto, me servía unas medidas de algún licor y dejaba la botella al lado del vaso. Se ve que sabía que la iba a ver cuando estaba derrotada.
- Te dejo un lugar en el podio, claro. Vos y yo, Rusa. Mirá que este año no nos para nadie.
- Eso hay que festejarlo por anticipado- me contestó La Rusa alzando su vaso con una sonrisa berreta que ni llegaba a levantarle las comisuras de los labios.
- ¡Por la gloria!- grité, mientras hacía chocar mi vaso contra el de ella.
Podíamos mantener esa farsa durante horas. Falacias y licorcito. Hasta que alguna de las dos aflojaba la lengua y en un rapto de sinceridad confesaba sus miserias. En general era yo la que hablaba, porque las desgracias de La Rusa eran estructurales y yo las conocía bien, pero las mías eran más bien momentáneas y requerían ser habladas en cuanto sucedían. La Rusa nunca me apuraba para que soltara prenda. Primero se aseguraba de que tuviera algo así como un colchón etílico que me respaldara emocionalmente.
Tomamos durante hora y media sin hablar de nada demasiado trascendente. Hasta que no pude más y largué todo.
- Es Victoria- dije pesadamente-. Se quiere ir a España.
Era la primera vez que lo decía en voz alta. Era la primera vez que me escuchaba decirlo. Estaba abatida. No sabía qué hacer, así que le saqué un pucho de los que tenía sobre la mesa y lo prendí. Hacía años que no fumaba.
- ¿A qué se quiere ir?- preguntó La Rusa.
- Dice que a trabajar.
- ¿Y a qué se quiere ir?
- No sé.

No me preguntó nada más. Fue al armario de los licores, trajo otra botella y nos sirvió a las dos. Se prendió un cigarrillo. El olor del tabaco me había empezado a acelerar el pulso. Eran de la misma marca que fumaba Victoria antes de dejar, unos meses atrás. Yo le había hablado varias veces para que dejara, pero se ponía terriblemente necia. No me quería escuchar de lo arraigado que tenía el vicio. A mí me pasaba lo mismo cuando fumaba, por eso tampoco la quise presionar mucho. Victoria se enojaba y me decía que no me metiera en su vida y yo le contestaba que cómo no me iba a meter en su vida si era su novia y que todo lo decía por su salud. Pero no había forma de que aflojara. Se cerraba en esa frase y me la repetía una y otra vez: que era cosa suya, que era su vida. Y cuanto más lo decía, una especie de apatía se le iba adhiriendo al tono. Hace cuatro meses dejó sola de fumar, así nada más, sin que yo le dijera nada.

-Hey, te vas a quemar- me dijo La Rusa, porque tenía tan apretado el cigarrillo entre el dedo índice y el medio que casi lo rompo y se me cae la brasa encima. No me había dado cuenta de nada. Estaba absorta y bastante borracha. Apagué el cigarrillo en el cenicero de lata. Miré un rato largo los mosaicos de colores de la mesa. Yo había visto otras mesas en las que los mosaicos formaban imágenes de flores, círculos, peces. Estos, sin embargo, no formaban ninguna imagen. Estaban puestos así nomás, salpicados sin ningún sentido.
Estaba asqueada de tanto tomar, pero seguí tomando.
- Hace dos semanas me dijo que estaba pensando en irse -conté-. Y ayer me confesó que desde hace dos meses viene hablando con el primo que vive allá y parece que le consigue trabajo en la empresa de un amigo. Dice que es en negro, pero es buena plata.
A mí me importaba tres carajos el trabajo que le conseguía su primo. Me daba lo mismo que le fuera bien o mal. En realidad, quería profundamente que le fuera mal. Era mi única esperanza. Irse se iba a ir, porque cuando a Victoria se le metía algo en la cabeza no le importaba nada más que concretarlo. Ahora no había forma de pararla, así que sólo podía esperar a que volviera. No había mucho más que pudiera hacer.
- Nunca me pidió que me fuera con ella -le dije a La Rusa mirando fijamente el vaso apoyado sobre la mesa, porque sentía que si levantaba la mirada me iba a poner a llorar ahí nomás.
La madre de La Rusa se acercó por detrás de mi silla y me tomó por los hombros con suavidad. Generalmente era una mujer bastante seca, vestigios de una vida dura, pero esta vez habrá percibido algo, quizás mi semblante destruido. Me preguntó si me quedaba a cenar, pero le dije que no, que en un ratito me volvía a casa. Hablar así, tratando de no estallar en llantos frente a la madre de mi amiga me exigió un esfuerzo descomunal. Me sentía agotada. Lo único que atiné a hacer fue tocar con una mano el bolsillo de mi pantalón. Antes de salir de casa me había guardado una vieja carta de Victoria, de las primeras épocas de noviazgo. Tocaba la carta como un talismán para que me diera fuerzas y para recordarme que lo mío con Victoria no era una ilusión, que en algún momento Victoria me había puesto en el centro de su vida. Yo había sido eso que se le había metido en la cabeza. Pero hacía rato que ella había empezado a correrme de todo, como una mudanza silenciosa. La Rusa, que me conoce desde hace años, me adivinó el pensamiento o algo así, porque muy astutamente me lanzó:
- ¿Y vos no te imaginabas que Victoria podía hacer una cosa así?
- No. Para nada.
Mentí. Me avergonzaba admitir que sí lo imaginaba. No lo de España. Pero sí sabía que había algo en Victoria que se estaba desprendiendo de mí y que no había forma de evitarlo. Me sentía impotente. No entendía el cambio de Victoria, pero era innegable. Hice silencio de nuevo. No podía pensar en nada. Tenía los pensamientos desordenados y había ido a lo de La Rusa a intentar ordenarlos, pero era imposible. Todo parecía estar improvisado, puesto arbitrariamente como los mosaicos de la mesa. Victoria, España, el primo, los cigarrillos, el trabajo en negro. Y yo. Yo en el medio de todo eso. Pero no, la cosa era que yo no estaba en el medio. Yo no estaba en ningún lugar.

Ya era tarde. Lo mejor era volver a casa a intentar dormir. Me paré como pude. Me pesaba el alcohol; me pesaba el aire. Me despedí de La Rusa en el portón de entrada de su casa. A ella le gustaba a veces cerrar las charlas con un chiste, como para amenizar. Me abrazó y me dijo:
- Tranquila. No te olvides que este año saltás a la gloria.
- Sí, a la gloria de Dios.

Y me fui caminando muy lento, pensando que en esta vida para mí no había existido jamás un dios y mucho menos alguna gloria.